EL VAGON AMARILLO

lunes, 3 de febrero de 2014

EL INTRUSO



 Primero fue un vecino. Creyó que yo me había mudado del barrio porque minutos después de cruzarse conmigo en una zona bien distante al edificio donde vivimos, miró por casualidad hacia mi cuarto, en el tercer piso, y vio a un individuo en la ventana, tomando el fresco del anochecer. Luego fue una pariente. Me acusó de no haber querido abrirle la puerta, asegurando que me había visto, desde los bajos, asomado igualmente a la ventana. Vivo solo desde hace mucho tiempo. No mantengo tratos con ninguna persona que pueda hacer largas estancias en mi casa, y por larga estancia entiendo cualquier visita de más de 5 minutos. No curso ni acepto invitaciones. Jamás se me ocurrió interesarme por la vida de mis congéneres. Aun así, no he podido evitar que ellos se interesen por la mía. Sin embargo, esto de que me vieran en casa cuando yo estaba ausente tal vez debía agradecérselo, pues me puso en guardia contra algún probable intruso. Pasé varios días saliendo a dar breves paseos por los bajos del edificio, sólo para mirar a intervalos hacia mi cuarto. Pero nada. Sin novedad en la ventana. Definitivamente tendría que hacer caso omiso a las habladurías de la gente. Aunque no antes de intentar una última prueba. Esperé la noche, prendí todas las luces, abrí la ventana de mi cuarto y bajé a ver. Entonces he aquí que de pronto he visto al individuo asomado a mi ventana sin la menor discreción. Ni siquiera le perturbó que me detuviese y permaneciera mirándole fijamente por espacio de unos minutos. Al contrario, me sostuvo la mirada, como si el intruso fuera yo. Subí a toda carrera, dispuesto a expulsarlo a patadas. Pero al entrar en la casa, nada, ni el individuo ni la más leve huella de su paso. Quise pensar que había sido víctima de una figuración, condicionada tal vez por lo que me contaron. Pero es inútil. No puedo engañarme de un modo tan flagrante. Soy una persona muy poco influenciable. Ojalá hubiese ocurrido únicamente en mi imaginación. No tendría por qué inquietarme. Las ilusiones, ópticas o de cualquier otro carácter, no son al final más que travesuras del cerebro. No estorban, ni ocupan espacio físico. Así que puedo tolerarlas. Si Dios dispusiera que debo convivir con alguien o algo, ¿con quién mejor sería que con una ilusión? Mucho menos me gustan las personas reales. Yo mismo incluido. Y es ahí donde radica lo más inquietante de este caso. Como persona real que soy, me conozco lo suficiente como para ser capaz de identificarme, aun cuando me mire a mí mismo desde afuera, y hasta desde lejos, digamos a la distancia prudencial que media entre la ventana de mi cuarto y los bajos del edificio. Y es justamente como tuve la oportunidad de mirarme esta noche.


José Hugo Fernández

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