Por supuesto que en
el origen de todo aquel tejemaneje estaba la presencia o más bien la esencia de
Tina Modotti. No será el primero, pero es el más remoto antecedente de que
tengo memoria. Mi tío el coronel Durán López la adoraba. No es que adorase sus
fotografías y su historia, o su leyenda, sino que la adoraba a ella,
palmariamente. Un contrasentido, si se miran las cosas desde el ángulo plano.
Porque cuando la Modotti se murió de repente dentro de un taxi, en Ciudad de
México, allá por enero de 1942, mi tío tendría unos quince años de edad más o
menos. Eso sin contar que para entonces ella era ya punto menos que piltrafa,
un ánima en hueso y pellejo, a pesar de que no habría cumplido 47 años. Según lo
poco que he leído, y lo mucho que le oí contar al coronel (equivalente a menos
de lo poco que he leído), en sus buenos días Tina Modotti fue muy hermosa, “un
joyel de trigueña –solía decirme él-, de baja estatura pero con todas sus
líneas como hechas a mano por algún genial orfebre que aspirase a la
perfección. Los hombres se enamoraban de ella con sólo mirarla,
y ella se enamoraba de la manera en que la miraban los hombres”. Son palabras
textuales de mi tío el coronel, o más de una vez las escuché salir de su boca,
aunque desconozco si eran originalmente suyas. En cualquier caso, no me
convencen del todo las escasas descripciones de Tina que conozco. La fábula
sobre su belleza exótica, gitana con pinta de loba de ojos caídos y largas
pestañas, al estilo de Josef von Sternberg, no encaja satisfactoriamente en mi
modelo. Pero tal vez la idealizo, ya que se parecía tanto a mi madre. En lo
físico quiero decir. Y ninguna menos indicada que mi madre para remitirnos al
glamour de cejas puntiagudas y carrilitos acorazonados en los labios. Aunque si
se trata de glamour, más me complace, y me persuade, la comparación con Vera
Jolodnaia, aquella exquisita heroína del viejo cine ruso, que era naturalmente
hermosa y naturalmente trágica, igual que Tina y que mi madre. A propósito,
cuentan que Vera Jolodnaia murió envenenada por el aroma de un ramo de lilas
que le obsequiara uno de sus amantes, cuando tenía sólo 22 años. Final a la
carta, el que mejor le encaja a su leyenda. Y también es la única diferencia
que percibo entre esa bella dama y las otras dos. Pero no hay que estar
demasiado seguro.
De hecho, el coronel Durán López solía jurar en mi presencia que
aquella que murió dentro de un taxi en Ciudad de México no era Tina Modotti,
sino una impostora que ocupó su identidad por orden del Socorro Rojo
Internacional, organización creo que terrorista a la que ella había servido
durante muchos años como agente secreta. La falsa Tina, según mi tío, anduvo
borrando pistas por Europa durante diez años, aproximadamente. En tanto, la
verdadera vino a vivir furtivamente en Cuba, haciéndose pasar por institutriz
al servicio de la alta burguesía habanera, bajo el nombre espurio pero
refrescante y límpido de Aurora Barrios. Juraba el coronel –y hubo temporadas
en que lo juraba a diario- que así fue como llegó a conocer personalmente a
Tina Modotti, alias Aurora Barrios, hacia mediados de la década de los 40,
fecha en la que ella habría empezado a peinar canas, en tanto él apenas se
adentraba en la hombría. A mí que nadie me lo crea. No soy sino un testaferro. Es la historia de mi tío, el coronel
Lorenzo Durán López, delineada por su mano, con inmundicias y con sangre.
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