EL VAGON AMARILLO

martes, 8 de abril de 2014

La Grieta


                                               “Hay un momento para todo y un tiempo para cada cosa bajo el sol”.
                                                                                                                              Eclesiastés

Ha caído la tarde. Como siempre a esta hora, están sentados en el comedor. Ella juega sola al parchís. Él mantiene la cabeza hundida en el periódico. En algún momento emerge y la mira. Luego se dispone a reanudar su lectura. Pero algo lo impele a mirarla de nuevo. Ella ve que la mira:
-¿Qué ocurre? 
-Nada, es que, de pronto, creí notar algo desacostumbrado.  
Él vuelve a zambullirse en el periódico. Ella piensa que lo desacostumbrado que notó tal vez sea que hoy ha ocupado otro asiento, más cerca de la ventana, para poder lanzar ojeadas hacia el parquecito que está frente al edificio, en los bajos. No había previsto que él reparase en un detalle tan nimio. Sopesa la conveniencia de comentárselo, aunque sin más explicaciones. Entonces él vuelve a levantar la vista para examinarla. Y al cabo, sonríe muy tenuemente. Le dice:
-Ah, ya sé, es que te pintaste los labios.
La observación la descoloca, por inesperada, pero sólo durante unos segundos:
-Fue apenas una pasadita con el creyón, porque el frío me cuartea la boca.
Y ahora es ella quien da por terminada la interlocución, volviendo a su parchís.
Llevan tres décadas casados. Aunque han vivido juntos nada más que los últimos meses, después que él se jubilara. Con anterioridad, no hubo una sola ocasión -que ella recuerde- en la que durmiesen bajo el mismo techo durante varias semanas continuas, debido a las múltiples ocupaciones de él como oficial de las fuerzas armadas. Quizás por eso ella piensa a veces que recién ahora han empezado a conocerse. Suponiendo que la condición idónea para que dos personas se conozcan sea que permanezcan todo el tiempo juntas dentro de un espacio cerrado, vinculadas por el decurso rutinario de cada minuto, intercambiándose las mismas palabras. Esto también lo piensa a veces. Mientras juega al parchís, que es el momento en que suele dedicarse a pensar.
-Sí, verdaderamente hay frío.
Él le ha hablado sin apartar la vista del periódico. Ella no responde. Está pensando que lo desacostumbrado no es que cambiara de asiento, ni que se pintase los labios. En realidad esto último lo hizo casi sin darse cuenta y sin saber a derechas por qué. Aunque pudo haber sido por el frío.
-Anoche no vi cuando regresaste –él sigue hablando como para nadie, o para el periódico. 
-No quise molestarte. Se te había aliviado el asma. Así que era mejor que durmieras un poco. Preferí dejar la pastilla para cuando despertases.
Lo desacostumbrado –piensa ella- no podría notarlo, él ni nadie, porque no está a la vista.
-Pero te demoraste bastante, o es lo que me pareció antes de quedar dormido.
-En la farmacia había cola. Y luego, para colmo, nos metieron el apagón. La suerte es que fue justo cuando terminaban de despacharme tus pastillas, porque ya sabes que tan pronto se va la luz, suspenden la venta.
De cualquier manera -está pensando ahora- no le gusta la palabra desacostumbrado. Es extraño que no se haya percatado antes de este detalle, pero decididamente no le gusta. Le complace pensar en lo mucho menos aburrido que sería vivir en un mundo en el que la costumbre consista en hacer lo desacostumbrado. Pero si piensa así, se dice, entonces no debe ser lo desacostumbrado, sino la costumbre, lo que no le gusta.  
-Lamento haberme dormido
-Era lógico, luego de pasar varios días en crisis asmática, durmiendo poco.
-Pero es que tú no habías regresado de la farmacia. Y el diablo son las cosas. 
En alguna de las muy abundantes páginas de la Biblia, ella recuerda haber leído que hay un momento para todo en la vida y hay un tiempo para cada cosa. Piensa que eso está muy bien. Sin embargo, la costumbre vino a malear tan divina disposición. O los que inventaron la costumbre, culpables de enmendarle la plana a Dios al establecer rígidamente cuál es el momento y el lugar y las circunstancias en que debemos hacer cada cosa, y hasta el tiempo límite que se nos concede para hacerlas.  
-Es lo que dices. Al sentirme aliviado del asma, resultó fácil que me durmiera. Pero creo que pude preverlo y hasta evitarlo. Sólo tenía que esperarte levantado.
En tanto él continúa lamentándose a intervalos, sin sacar la cabeza del periódico, ella piensa que las costumbres son paredes, protectoras, inhibitorias. O por lo menos así cree verlas en este minuto. Y se dice a propósito que mientras más lisa es una pared, más sólida parece ser. Hasta un día en que detectas una tenue sombra, una protuberancia inapreciable para la mirada corriente. Entonces pinchas en esa zona. Y descubres que a muy escasos milímetros de la superficie la pared está llena de grietas.  
-Es que la calle se ha puesto mala, mujer. Y mucho más cuando hay apagón.
-Afortunadamente el apagón de anoche fue breve. Unos veinte o treinta minutos.
-Con eso basta para que pasen cosas. Los ladrones y los violadores saben arreglárselas.
-Hasta en pleno mediodía se las arreglan.
-Pero mejor de noche y con apagón. Precisamente esta mañana, cuando iba a comprar el periódico, oí decir que anoche, en el momento en que restablecieron la luz, alguien sorprendió al mulato de los bajos en una movida rara.
- ¿Qué mulato?
-El mensajero que nos trae el pan.
-Ese es un infeliz
-Lo vieron salir corriendo del matorral que está detrás de los edificios. Dicen que iba con la portañuela toda desabrochada y en actitud sospechosa. Como alma en pena, azorado, como si lo persiguiera el diablo.
-Tal vez fue a evacuar el vientre. Creo que ni servicio sanitario tiene en el cuartucho donde vive. ¿No has visto que se pasa la vida en el parquecito de allá abajo, frente al edificio? Nadie que se sienta medianamente cómodo en su casa se echaría el día y la noche sentado en un parque.
-Pues tal vez ya no lo veamos más allí
-¿Por qué?
-Porque se lo tragó la tierra. Desde anoche, luego de aquel extraño correteo, nadie más ha vuelto a verle el pelo. Fueron a buscarlo al cuarto para preguntarle por qué no se estaba ocupando de sus tareas como mensajero. Pero ni la sombra. La puerta estaba abierta y adentro no quedaba ya ni una sola de sus pertenencias. Suponen que se haya largado huyendo de vuelta para su pueblo, allá en las provincias orientales.
-¿Que se fue?
-Dicen que esta mañana temprano estuvieron registrando el matorral. A ver si hallaban algún indicio de su fechoría. Pero nada. O casi nada, porque dicen que había un redondel de hierba aplastada y que había un blúmer roto, de lo cual podría deducirse que se produjo allí una violación.    
-¿Por qué podría deducirse?
-¿Y por qué no?
-El matorral está cerca de los edificios. Se hubiesen escuchado los gritos.
-Tal vez a la mujer no le dio tiempo de gritar.
-Es difícil
-Bueno, él pudo impedirle que gritara. Además, cuando hay apagón todo el mundo se tranca en su casa, especialmente en estos días de frío. Y nadie asoma el hocico, aunque esté temblando la tierra por allá afuera.
-Si alguien grita en ese sitio del matorral, hubiera sido fácil escucharlo desde aquí.
-¿Entonces tú también viste el redondel con la hierba aplastada?
-No, pero sé dónde puede estar, más o menos. Y es demasiado cerca.
-Tampoco hay que descartar la posibilidad de que la mujer aguantase la violación sin chistar. No sería la primera. Tal vez ahora mismo está en su casa, como si nada le hubiera sucedido, porque el violador le metió miedo.
-O por evitar la vergüenza. 
-Por miedo, sobre todo. Porque ya sabemos que eso de la vergüenza no es un asunto que les importe mucho ni poco a las jovencitas de hoy en día.
-Entonces, ¿ya sabes que fue una jovencita?
-No hace falta saberlo. Lo indica la lógica.
-Claro, sería desacostumbrado que una mujer de más de cincuenta años de edad, con sobrepeso, con la sangre ya amuermada, la piel marchita y los senos en declive, pueda despertar la lujuria de un hombre joven y saludable, por grande que sea su soledad y por muy en bancarrota que viva.
-Dicen que el blúmer roto no parece ser de esos que suelen usar las jovencitas. Pero qué va, no trago. De otro modo no se justificaría la temeridad o la locura que requieren un acto de violación. Además, yo sigo creyendo que una mujer adulta habría gritado. Es más difícil silenciarlas.
-¿Una mujer adulta?
Ella desliza la interrogante como por inercia. Y de seguida, se dispone a remover los dados del parchís dentro de su puño cerrado. Pero antes, vuelve a dirigir otra ojeada por la ventana, hacia el parquecito de los bajos.
-Quiero decir una mujer de treinta años. O hasta de cuarenta, cuando más –aduce él-. Porque el mulato será un sinvergüenza, pero no está ciego.
Ella se reconcentra en lo suyo: jugar sola al parchís. Tira los dados, al tiempo que piensa en algo que oyó decir, no hace mucho, cree que en un programa de televisión. Era sobre una sentencia lanzada por no sabe quién, algún famoso, según el cual habría que vivir 300 años para llegar a ser adulto.


José Hugo Fernández, tomado del libro “Hombre recostado a una victrola”, localizable en: http://www.amazon.com/-/e/B003DYC1R0

 




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