Era jueves o lunes, quizás, y Furtado sintió
que aquel era su último día y que no importaba si era martes o sábado.
Se tomó una pastilla para el dolor de cabeza
—para crecer—, otra para su casi
eléctrica ansiedad —para empequeñecer—,
otra para su siempre fiel gastritis —para
ensancharse— y otra para la inflamación en el tobillo izquierdo —para estrecharse—, y bebió entonces
cuatro vasos de agua, uno por cada píldora.
Se frotó los ojos hasta el dolor y se mordió
los labios casi hasta hacerse sangre, cayendo en cuenta de que también, tal vez
y por qué no, este día era sólo un miércoles, un viernes o un domingo. En fin,
el mar: estaba en alguna semana.
No, no, rezongó sacudiendo la cabeza a un
lado y al otro, como hacía su padre cada vez que lo veía para enseguida sonreír
con amargura, pues para él su hijo no merecía apellidarse Furtado y para mayor
exactitud lo nombraba El Diferendo.
Su madre, para defenderlo, en vez de Alexéi,
lo había apodado Aleko, pero él se
llamaba a sí mismo El Indiferendo y
nadie lo sabía, y ni siquiera él mismo sabía la razón de usar un apodo tan
borroso.
Aparte de todo eso, en la más pedestre y
próxima circunstancia cronológica, era un día preciso, martes, y de pronto
Alexéi Furtado se dio cuenta, ya a media tarde, de que lo primero que tenía que
haber hecho en aquel día definitivo era llamar a Miriam y decirle que no
volverían a verse nunca más. Así lo hizo: sin darle ninguna explicación, aunque
se dijo a sí mismo que lo hacía para
crecer.
A las seis de la tarde sólo sentía que había empequeñecido. Sin embargo, pronto
tuvo la certeza de que en dos o tres días aquella sensación habría cambiado y
entonces sentiría haberse ensanchado.
Para que no quedara la menor duda tomó una nueva ráfaga de cuatro píldoras y
las acompañó esta vez con ocho vasos de agua.
¿Es que quieres ahogarte?, le dijo su padre
mientras negaba con la cabeza.
No, no, rezongó Furtado hijo repitiendo el
gesto de Furtado padre, aunque con más fuerza, y añadió: lo que quiero es
hincharme y reventar.
Mentira, replicó el padre con amargura, lo
que quieres es disolverte.
No, dijo él asintiendo extrañamente con la
cabeza, lo que quiero es diluirme.
Pues date una buena ducha, hombre, que buena
falta te hace, exclamó el padre sonriendo con verdadera satisfacción.
Pero él ni oyó esas palabras porque lo único
que llegaba a sus oídos, inundándolos, era un coro de carcajadas extrañas, como
si hubiera decenas de viejas asomadas a todas las ventanas y las puertas de la
casa contemplando la escena y riendo incontrolablemente.
De modo que Furtado hijo entró a su cuarto,
tiró la puerta, sacó del bolsillo dos monedas de veinte centavos, se escurrió
debajo de la cama, puso las monedas sobre sus párpados cerrados, se metió un
pañuelo en la boca y lo mordió con fuerza hasta quedarse dormido.
Soñó que estaba muerto y que los días pasaban
y pasaban semanas y meses y no se descomponía su cuerpo, que ni siquiera se
sentía rígido y que sus oídos seguían llenándose de las carcajadas del coro de
viejas invisibles y que al fin no tenía más remedio que revivir y salir de
debajo de la cama y del cuarto.
Pero no había nadie en la casa. Cosa extraña,
aunque era medianoche. Sólo había silencio. No el silencio de una casa vacía,
sino el de una ciudad abandonada. Y fría, muy fría. Y en la casa vacía todo era
de hielo.
Pensó que al final de su último día lo único
que hallaba era un primer día sin nombre, sin término. Se sentó en la butaca
más honda y despierto por completo sintió que se hallaba encima de un glaciar
que avanzaba una pulgada cada día. Y él no tenía la menor prisa.
Ernesto Santana, de un libro de relatos en preparación.
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