EL VAGON AMARILLO

sábado, 28 de junio de 2014

PERROS DE UN SOLO AMO

Con la camisa no he tenido mayores contratiempos porque me gustan holgadas. Una amiga le recortó las patas y el tiro a los pantalones, al punto que me quedan como si hubiera nacido con ellos. En cambio, no encuentro el modo de congeniar con los zapatos grandes y ríspidos del muerto. No por lo mucho que pueden sobrepasar mis pasos, ni por las consecuentes ampollas o la torpeza que parecen estar destinados a infligirme, sino porque no hay forma humana de que los enrumbe según mi propia dirección. Los zapatos del muerto van únicamente hacia donde quieren ir. Son perros de un solo amo. No entienden de otra razón que no les lleve sino por el camino que el muerto dejara abandonado. 


José Hugo Fernández, de su libro de relatos “La novia del monstruo”.

EL ÁNFORA DEL DIABLO

 

  —Quiero que me reveles mi futuro —le dijo Blas al diablo.
  —Podrías asustarte.
  —No, quiero saber a dónde van mis días.
  —Escucha: te regalo esta ánfora que, como ves, ha sido bellamente modelada. Pero es muy frágil y, a pesar de eso, debes conservarla así como está, porque sólo vivirás mientras el ánfora se conserve intacta.
  —¡Yo sólo te he pedido que me reveles el futuro! —replicó Blas, perplejo.
  El diablo sonreía cuando dijo:
  —Está dentro del ánfora.

Ernesto Santana, de su libro “Cuando cruces los blancos archipiélagos”

 

martes, 17 de junio de 2014

El templo del silencio


Aunque todavía hay quien los confunde con alguna orden oriental o con una u otra secta hereje del cristianismo, parece ser que los numenistas conformaron una especie de sociedad cuyos orígenes se desconocen y de la cual no se sabe, a ciencia cierta, ni el destino que asumió ni el cuerpo de su doctrina.
  Indudablemente, hace ocho siglos se habló de ella más que antes y que después, y fue entonces también cuando por primera vez se asentó el juicio que, en general, ha perdurado hasta hoy: los numenistas no eran devotos a ultranza en el culto a un Dios abstracto, ni místicos que exaltaran la introversión absoluta, sino, sencillamente, obradores de locura.
  Aunque es imprudente especular acerca de lo que poco se conoce, los estudiosos están de acuerdo en que aquellos hombres practicaban un conjunto de ejercicios bastante singulares y buscaban una emancipación del espíritu que obligadamente pasaba por el abandono sucesivo de los sentidos.
  Ante todo, prescindían de los olores y  de los sabores, y bebían leche o vino lo mismo que si bebiesen agua. Más tarde dejaban de sentir gradualmente los objetos por su contacto con la piel y no diferenciaban ya el frío del calor, ni lo áspero de lo suave. Luego, poco a poco, se iban apagando todos los sonidos a su alrededor. Sordos, primero, a los ruidos remotos, después ya no oían siquiera los más cercanos por estrepitosos que fueran.
  El mundo, que ya sólo penetraba en su mente a través de los ojos, comenzaba a apagarse como si se hundiera en un sueño de pura tiniebla que, para ellos, era vívida luminosidad. Y entonces, finalmente libres de la naturaleza basta y de la estrechez de los sentidos físicos, los adeptos se internaban para siempre en el templo del silencio, donde toda práctica acababa y toda imagen resultaba abolida.

Ernesto Santana, del libro Cuando cruces los blancos archipiélagos 
(Crónica de zepelines)


EL QUE VA A MORIR


Negra sobre lo negro y muy fría. Son pocas las palabras conque el que va a morir lega constancia de su última noche. Sólo agregará que es la noche más fría de su vida. Un dato incontrastable en lo referido al tiempo en La Habana durante las noches de diciembre, puesto que la vida del que va a morir discurrió por escasos inviernos: diecisiete apenas.  
Coincidentemente, son diecisiete los días que permanece en el reformatorio para menores, un sitio que también describirá en términos sucintos: Todo es violencia. Las condiciones del encierro. Los guardias. El trato entre los recluidos. El nombre de reformatorio para disfrazar con cinismo el de cárcel o infierno...     
En esas confidencias que me deja por escrito (¿una carta?, ¿un fragmento de diario?, ¿un poema?), bajo el título “El que va a Morir”, expresa un sorprendente testimonio de admiración hacia varios libros no adecuados o no recomendables para su edad. Son de un mismo autor, cuyo nombre no menciona, pero no es menester, ya que cita algunos títulos: “Los endemoniados”, “Crimen y castigo”, “Los hermanos Karamazov”… Afirma que leer estos dos últimos le hizo daño, porque lo asustaban y lo complacían a un mismo tiempo. Confiesa que a merced del influjo hipnótico (es su adjetivo) del primer libro, sintió la necesidad de buscar documentación sobre el autor. Y fue entonces cuando supo que alguna vez lo habían acusado de abusar sexualmente de una niña. En “El que va Morir” también me permite constatar el desgarramiento interior que le provocara tal revelación.     
Es comprensible que recuerde ahora aquel pasaje (quizás apócrifo) de la biografía del novelista. La confusión lo atormenta. Más que la injusticia. Aún más que el remordimiento ante su posible aunque no probable culpabilidad. 
A través de “El que va a Morir”, también conoceré que amó su balbuciente carrera como maestro de escuela primaria. Al principio no le gustaba –dice-, hubiese preferido estudiar letras para hacerse escritor. Pero al perder a su madre, a los dieciséis años, tuvo que aprovechar la oportunidad para independizarse de la tutela paterna. Me tortura no poder explicar los motivos por los que deseé esta independencia: Así escribió en sus papeles. Con trazo firme. Aun cuando temblorosa la mano, supongo.
No se queja. No demuestra que le abrumara la responsabilidad de ser maestro de niños siendo él mismo poco más que un niño pero menos que un hombre: Me acostumbré a la idea –apunta-, me sentía cómodo entre ellos. Y luego vino el hechizo.
Esta palabra, el hechizo, será manejada como argumento clave por los investigadores policiales. Es la que encuentro escrita un mayor número de veces en “El que va a Morir”. Siempre a propósito de su entorno en la escuela. Ligada siempre a un nombre, aunque por muy sinuosas interconexiones: Lizabeta, El hechizo.
En cambio, no resulta posible hallar entre sus confidencias la frase “Me tocó y luego me besó”. Por mucho que sospeche que debió estar gravitando permanentemente sobre la conciencia del que va a morir. Es la frase que lo condujo a prisión y que continuará aprisionándolo hasta el fin.
En los documentos del proceso figura como la revelación de su delito. Y como la única prueba: “Me tocó y luego me besó”. Desde la incontestable candidez de sus nueve años de edad, Lizabeta se la habría confiado primero a su muñeca, a modo de un secreto entre amigas. Después, ya no paró de repetirla. Ante sus padres, ante el director de la escuela, ante las autoridades de Educación… Y como la familia no se resignaba a zanjar el conflicto con la anulación de su carrera como maestro, Lizabeta se verá obligada a seguir repitiendo la frase, ante los investigadores de la policía, ante el fiscal, ante el jurado.
En “El que va a Morir”, yo, su único lector, a quien fue dedicado en exclusiva, tal vez por ser el padre del que va a morir, puedo leer otro largo fragmento que él consagra al autor de sus novelas preferidas. No creo necesaria la reproducción. Sólo una referencia que me inquieta. Dicho autor –dice- consumido por el remordimiento a causa del asunto con aquella niña, pidió consejo a un amigo, el cual le impuso como penitencia que confesara su pecado al hombre que más odiase sobre la tierra.    
Por lo demás, “El que va a Morir” no registra ni una sola vez la frase que lo incriminó. Es como si al ignorarla, estuviese queriendo borrar su existencia. Si no la percibo, no puede ser cierta, parece haber resuelto, aunque no figure entre sus confesiones. No debe ser porque la acusación le asuste. O porque le asuste más que otros detalles del caso. Tampoco confiesa haber dudado de su verosimilitud. Pero a mí me consta que con anterioridad a su última noche, el que va a morir fue informado de que no era la primera vez que Lizabeta deslizaba esta frase imputadora, aplicándola siempre a sus maestros, en las distintas escuelas por las que ha pasado, no obstante sus tiernos 9 años: Me tocó y luego me besó. Sin embargo, de la misma manera que antes él abolió la frase, negándose a reconocerla, se negará ahora a invalidarla sólo porque ha surgido un motivo para ponerla en duda.
Si el hechizo obró en mí, ¿por qué no pudo obrar igualmente en los demás maestros?: Presumo que con esta incógnita quiso ratificarme que “El que va a Morir” no fue escrito como una declaración de inocencia, sino como testimonio de una culpabilidad que no por desconcertante, es menos real.
No muero –concluye- por lo que pude hacer y no hice, sino porque pude querer hacerlo.

José Hugo Fernández, de su libro de relatos Hombre recostado a una victrola


viernes, 6 de junio de 2014

Capítulo de “Mujer con rosa en el pubis”

Cap 19


La Rubia es ahora mía. La heredé de mi tío el coronel. Y por más retorcido que parezca, nunca he querido desprenderme de ella, no obstante saber (o precisamente por saber) que quizá sea el arma que segó la vida de mi madre. El coronel Durán López solía jactarse de su alto precio en metálico. En su época, me aseguraba, cualquier rico coleccionista le hubiera dado más de veinte mil dólares por esa Luger. Pero él la atesoraba como a la más excelsa de las joyas, dentro de un cofre de terciopelo que ocupó siempre un lugar de muy extravagante simbolismo dentro de su habitación. Era como un altar, un armario con aire de ara demoníaca, en el que yacían todas sus medallas y trofeos, presididos, naturalmente, por las pistolas Luger, trece en total, contando una con cachas de marfil y con una diminuta bandera cubana incrustada en la recámara, que, según mi tío, había sido fabricada en la Alemania comunista, y que llegó a su propiedad mediante un regalo personal de Fidel Castro. Con todo, su gran preferida, su tótem, fue siempre La Rubia. A lo largo de los años que viví bajo el mismo techo que el coronel (todos los de mi infancia y la mayor parte de mi juventud), me acostumbré a presenciar entre sus prácticas cotidianas una especie de ritual mediante el que mi tío permanecía largos ratos manoseando a La Rubia, desarmándola y armándola, engrasándola, sacándole brillo, paseándose por la casa con ella en el puño, y haciendo breves paradas en las que parecía extasiarse mientras apuntaba hacia cualquier sitio, a un florero, un mueble, un objeto cualquiera -muy en especial hacia los cuadros con fotos-, como para afinar la puntería. No podría precisar la cantidad de veces que, siendo yo un pequeñín, me obligó a tomar a La Rubia entre mis manos para que apretase el gatillo, inútilmente, ya que no me alcanzaban las fuerzas, en tanto él reía a mandíbula batiente, y mi madre le lanzaba un ensarte de improperios, con los ojos desencajados y con las greñas como erizos. De todas aquellas armas, sólo conservo La Rubia. Nunca supe qué hizo mi tío con el resto. Tal vez las vendió antes de morir, supongo que en una miríada, aunque tampoco llegué a descubrir el menor indicio de que tuviera dinero guardado, en la casa por lo menos. Según él mismo me contaba, las pistolas Luger hicieron furor entre los coleccionistas en los años posteriores a la Segunda Guerra Mundial. Muchos soldados estadounidenses que participaron en la contienda se dedicaron a su acopio en el campo de batalla para después venderlas a precios de oro. Las Luger fueron entonces especialmente demandadas en casi todo el planeta, no sólo por, digamos, su elegancia, y por su eficacia técnica. También por su doble conexión simbólica con la Alemania imperial y con la nazi. Por tales razones, aunque hoy cueste creerlo, sus precios se elevaron hasta la desmesura. Incluso, me contaba mi tío el coronel que cuando, aún en medio de la guerra, los alemanes se percataron del interés mercantil que los soldados estadounidenses mostraban por esas pistolas, decidieron utilizarlas como minas. Decía él que después del desembarco de Normandía, solían dejar, supuestamente abandonadas, pistolas Luger donde habían acampado fuerzas nazis. Pero esas pistolas estaban trucadas con cargas de explosivos que, al menor contacto con sus mecanismos, hacían volar por los aires a quienes las empuñaran.
A mí La Rubia también me ha hecho volar por los aires en más de una ocasión, aunque de otras maneras, no mucho menos dolorosas quizá, pero creo que siempre preferibles a las tontas inmolaciones de aquellos soldados estadounidenses. E igualmente a diferencia de ellos, nunca he conseguido dejarme ganar por la tentación de vender mi Luger. De cierto modo, le dispenso el mismo trato que muchos de los ancianos comandantes de la revolución dispensan a sus jóvenes y esplendorosas mujeres: no la uso, ni la atiendo todo lo esmeradamente que podría, pero tampoco la cedo, ni la presto, ni la vendo. Sé que llegará el día en que sus aún impresionantes virtudes tecnológicas (cargador “de sartén” y culata removible que, en apenas segundos, permite convertirla en ametralladora de tiro automático) no van a ser sino obsolescencias, chatarra vencida por el desuso, el óxido y la pudrición, pero es un riesgo que asumo aquiescente, sin duda porque para mí La Rubia no guarda el mismo significado que guardaba para el coronel Durán López. Aunque, en realidad, si ahora mismo me preguntan, no podría explicar qué significado le concedo.   
En tiempos atrás, no fueron pocas las veces que tuve ganas de deshacerme de ella. Sobre todo al principio, antes de que me acostumbrase a su cercanía, digámoslo así. Sentí con frecuencia el impulso de botarla, tirándola al fondo del río Almendares, aunque nunca pensé en venderla. Creo que me lo hubiese impedido algún remoto pudor. Recuerdo muy particularmente una noche en que la saqué de su cofre y salí con ella a la calle, dispuesto a tirarla en el primer matorral que encontrase en mi camino. Esa noche había estado curioseando entre la vieja papelería del coronel, y me chocó sobremanera descubrir varias fotos de personajes de esos que hoy suelen ser calificados como tristemente célebres, todos con Luger a la cintura o, en general, dueños de este tipo de pistolas, cuya fama creció también por pertenecerles. Era un catálogo macabro, que no sólo contenía fotografías de pistolas Luger, sino también de otras armas, pero siempre con preponderancia de las preferidas por mi tío. Allí estaban la Luger damasquinada en oro de Herman Georing, fundador de las SS y tenebroso lugarteniente de Hitler, y la de Goebbels, su ministro de propaganda e información, una de las principales mentes negras del holocausto judío. Incluso, estaba la última pistola que usó el Führer, con la que supuestamente remató su faena suicida, luego de tomarse una cápsula de cianuro de potasio, aunque ésta no era Luger, sino una Wlather modelo PPK, cubierta en oro. Entre otras muchas antiguallas infernales, recuerdo haber visto también en aquel álbum el fusil Mannlicher-Carcano, con el que se presume que Lee Harvey Oswald asesinó a Kennedy; o la pistola de Saddan Hussein, una "Glock Mod 18 C", Parabellun de 9 mm; o el fusil AKM ruso, calibre 5,56, de oro completo, que fue propiedad de Pablo Escobar. Vaya manía la de esas bestias empeñadas en adornar sus crímenes con el brillo aurífero. Aunque claro que no todas las armas del catálogo eran de oro. Tampoco todos sus dueños habían sido asesinos. Pero no sé por qué fueron las de oro las que más me chocaron. Aun en el caso en que los dueños no hubieran sido asesinos. Por ejemplo, no olvido la mala impresión que me causó una Walther PPK de oro, que perteneciera a Elvis Presley. En general, fue muy decepcionante para mí enterarme de que el Rey del Rock and Roll perteneció al clan de los energúmenos coleccionistas de armas y que, aún más, asumía el rol con verdadero fanatismo, tal como lo demuestra el arsenal que aún se conserva en su casa museo, el cual pude ver gracias a aquel álbum de mi tío. Mucho más me asustó cualquiera de los revólveres, pistolas, fusiles, ametralladoras de Elvis Presley, todos valorados en precios astronómicos, que, digamos, el Colt Detective Special 38 y la pistola Government 1911 semiautomática, que los famosos bandoleros Bonnie Parker y Clyde Barrow habían usado en sus múltiples asaltos; o incluso más que el escalofriante Charter Arms calibre 38 Special, con que Mark David Chapman mató a John Lennon.
En suma, el pavor y la repugnancia que experimenté mirando tantas fotos de armas famosas y de famosos con armas, impulsó mi decisión de desprenderme de La Rubia. Pero también aquella noche terminaría desechando la idea para siempre. Recorrí toda la calle Ayestarán en busca de un matorral o de un basurero adecuado para tirarla, y ante cada uno de estos sitios, hallaba siempre una inconveniencia, es decir un pretexto. Luego, enrumbé hacia Puentes Grandes con el propósito de lanzarla a la contaminada y pestilente corriente del río. Sin embargo, una vez allí, el ánimo me alcanzó únicamente para tirar el catálogo de armas famosas. Tarde ya en la noche, regresé a casa con La Rubia encajada todavía en la ingle, arañándome y abrasándome el pellejo por debajo de la camisa.
Esa noche, mientras me revolcaba en la cama sin poder dormir, traté de consolarme con la idea de que aun cuando su posesión me reportase un permanente desasosiego, jamás me atrevería a desprenderme radicalmente de La Rubia. Era, es, el vínculo más íntimo entre mi madre y yo, el único que (sólo el diablo sabe con qué macabro fin) accedió a dejarme como herencia mi tío el coronel.

José Hugo Fernández

El mar de la noche


  —Mañana es la feria —le dijo Manuel y Jo lo miró con un gesto de cansancio, pues ya lo sabía—. ¿Te acuerdas de cuando la hacían los domingos? Tú eres joven y ha pasado mucho tiempo —añadió en un balbuceo y apretó el paso, acomodándose los horribles espejuelos que le resbalaban sobre la nariz al menor movimiento.
  Jo Quirós caminaba detenido por dentro para sostener el peso de la piedra helada que antes fue su corazón, pero ansioso por fuera para poder avanzar entre la cegadora luz y el aire plomizo de la tarde. Era un prófugo atraído precisamente por aquello de lo que huía. No entendía aún, y ya casi le repugnaba la persistencia de Manuel Meneses a su lado.
  El ocaso había sido súbitamente asaltado por un viento sur que trajo veloces nubarrones y una lluvia fría que arrasó los últimos vestigios de la tarde. Sólo los más ancianos habrían podido recordar un viento sur así.
  —Adiós feria —gruñe Manuel mientras oscurece entre golpes de aire negro—. ¿No tienes frío?
  Pocas noches atrás la luna era para Zo, desde su ventana, un sereno zepelín perseguido por el globo del sol, que abrasaba entonces la ciudad lo mismo que en agosto.
  Y ahora, en esta noche, a lo largo de la caravana de portales que ellos recorren exhaustos de tanto vagar, las columnas engendran un vértigo de sombras que los enmudece. Con las manos en los bolsillos, Manuel procura sólo no perder el paso, pues al lado de Jo le arde menos el aire. Puede rozarle el hombro y aun hundirse en su aliento por un segundo, aunque este melancólico Jo no es el mismo de antes y pasa las horas sin reírse ni una sola vez. Manuel recuerda lo que canturreaba una noche el enano Arnuru en la azotea de la ciudadela Urbach, borracho, aferrado al umbral de la torre de Juan como un Jesús grotesco:

Eran dos hermanos raros:
Zo, la loca de la casa,
 y Jo, el loco del barrio.

  Por fin se detienen en una parada de ómnibus, sin abandonar el portal pese a que el vendaval se ensaña allí casi tanto como en la acera.
  También Zo le habló a su hermano, hace más o menos una semana, de la feria de este domingo, y eso le extrañó a Jo Quirós porque en aquel sitio precisamente se alzaba la carpa cuando Ja los llevó a la función de aquella aterradora noche de circo.
  Para rascarse el párpado, Manuel Meneses mete un dedo a través del aro vacío de sus espejuelos, con un solo vidrio partido en forma de estrella que puede deshacerse en cualquier momento y acaso herirle el ojo. Creyéndola una reliquia de guerra, un pote diabólico donde aún retumban los disparos de los fusiles rusos, mira con desagrado cómo Jo se acomoda en la cabeza su gorra de soldado para que no se la arranque el aire.
  La brusca llegada del viento sur hace que Jo no esté seguro de la hora, a pesar de su preciso sentido del tiempo. ¿Serán las nueve? En una noche ordinaria, habría decenas de personas aguardando en la parada, pero ahora los escasos transeúntes rezagados esperan con visible impaciencia entre las columnas y las sombras. Parece una pesadilla, se dice Jo. Y quisiera despertarse ya.


Ernesto Santana, fragmento de la novela “Ave y nada”.