EL VAGON AMARILLO

martes, 17 de junio de 2014

El templo del silencio


Aunque todavía hay quien los confunde con alguna orden oriental o con una u otra secta hereje del cristianismo, parece ser que los numenistas conformaron una especie de sociedad cuyos orígenes se desconocen y de la cual no se sabe, a ciencia cierta, ni el destino que asumió ni el cuerpo de su doctrina.
  Indudablemente, hace ocho siglos se habló de ella más que antes y que después, y fue entonces también cuando por primera vez se asentó el juicio que, en general, ha perdurado hasta hoy: los numenistas no eran devotos a ultranza en el culto a un Dios abstracto, ni místicos que exaltaran la introversión absoluta, sino, sencillamente, obradores de locura.
  Aunque es imprudente especular acerca de lo que poco se conoce, los estudiosos están de acuerdo en que aquellos hombres practicaban un conjunto de ejercicios bastante singulares y buscaban una emancipación del espíritu que obligadamente pasaba por el abandono sucesivo de los sentidos.
  Ante todo, prescindían de los olores y  de los sabores, y bebían leche o vino lo mismo que si bebiesen agua. Más tarde dejaban de sentir gradualmente los objetos por su contacto con la piel y no diferenciaban ya el frío del calor, ni lo áspero de lo suave. Luego, poco a poco, se iban apagando todos los sonidos a su alrededor. Sordos, primero, a los ruidos remotos, después ya no oían siquiera los más cercanos por estrepitosos que fueran.
  El mundo, que ya sólo penetraba en su mente a través de los ojos, comenzaba a apagarse como si se hundiera en un sueño de pura tiniebla que, para ellos, era vívida luminosidad. Y entonces, finalmente libres de la naturaleza basta y de la estrechez de los sentidos físicos, los adeptos se internaban para siempre en el templo del silencio, donde toda práctica acababa y toda imagen resultaba abolida.

Ernesto Santana, del libro Cuando cruces los blancos archipiélagos 
(Crónica de zepelines)


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