Primero se oyó un portazo enérgico. Luego, otro ruido
increíblemente espeso bajó retumbando de escalón en escalón, como si hubieran
arrojado un sofá, una butaca, algún mueble muy pesado. Pensé lo que cualquiera
hubiese pensado: que están haciendo una mudanza y que se ha escapado un mueble
escaleras abajo.
Pero, apenas
el estruendo ha pasado por mi piso y continuado hacia los pisos inferiores,
empieza a escucharse la voz:
—¡Sálvame,
Mercedes! ¡Sálvame ahora, por la Virgen!
Las mismas
palabras se repiten durante varios minutos, como una grabación. Sin abrir la
puerta, oigo que nadie sale de su madriguera para averiguar qué ocurre, aunque
de seguro no soy el único que presta atención desde el otro lado de su puerta,
porque, a pesar de que los alborotos y los gritos son el fondo sonoro ordinario
en este lugar, aquella voz angustiosa resultaba tan desconocida en el edificio
como el nombre de Mercedes.
Sin embargo,
era posible que se tratara sólo de nuevos vecinos, gente recién llegada e
invasiva y nada silenciosa.
—¡Sálvame,
Ángela! —se escuchó ahora y, a los pocos segundos, con la misma intensidad y
con idéntico pavor, como si le implorase a la misma mujer—: ¡Sálvame, Tomasa!
¡Por la Virgencita, sálvame ahora mismo, Irma, sálvame tú, que puedes!
Entonces se
oyó un portazo mucho más rudo que el primero y ya no hubo más gritos ni más
nombres.
En los días
siguientes abundaron rumores y versiones de lo que había acontecido. Cada quien
tenía su particular descripción del hecho y del mueble que había caído por la
escalera, pero nadie pudo precisar de quién eran los gritos, ni a quién estaban
dirigidas las súplicas, ni en cuál apartamento había sucedido aquello. Si es
que realmente había sucedido.
Ernesto Santana, del libro de relatos “La venenosa
flor del arzadú”.
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