EL VAGON AMARILLO

lunes, 18 de agosto de 2014

VISIÓN DE CLAVO Y LA MADAMA

Como la guillotina sobre el cogote de un gordo, la noche duda, leve, recelosa, antes de atravesar los portalones de la calle Reina. Clavo está tendido bocarriba, con los ojos abiertos, observando sin ver el acarreo de las sombras. Y se siente bien. Tanto que si por él fuera no se levantaría nunca. Al carajo las cosas.
Este lunes se le acabó temprano el combustible. Clavo sin alcohol no camina. Por eso estuvo largo rato recostado a la fachada del cine Cuba. Hasta que vino un jodedor. Clavo, le gritó, bonita ocupación tienes ahora, aguantar las paredes. Son los amigos del barrio. O los conocidos, pues lo que se dice amigos... Les entretiene detenerse un segundo a jaranear. Tiran puyitas, pasan, mientras él abre la jaiba mostrando los dientes, piedra pómez de lo que un día fue blancura para sonreír. A Clavo ni siquiera le molesta que le llamen Clavo porque tiene cabeza sólo para que se la machaquen. Se encuentra a gusto así. Nada ante el infinito, todo ante la nada.
Para ayudarles a renovar el repertorio, tal vez, esta tarde se tendió a la larga. Horas y horas. La oscuridad y Clavo serán uno, el mismo, cuando circule el último jodedor de la jornada. A zarandearlo, a meterle cosquillas con la puntera: vamos, de pie, alambique, que este portal no es hotel, ve a dormir al chiquero de tu cuarto. Posiblemente lo ayude a levantarse. Y hasta le deslice dos o tres palmadas comprensivas en el hombro. Que Clavo tendrá que agradecer, no porque existan razones, sino porque no deja de ser agradecido.
A unos veinte metros de su cuarto, donde se cruzan las calles Lealtad y Salud, Clavo tropezará con un par de zapatos. Sin duda va a mirar hacia uno y otro lado antes de meter los dedos en el interior del hallazgo, como para cerciorarse de que están desocupados. Y es seguro que luego levante la cara para hacerle una señita a Dios. A uno de los zapatos le falta el tacón; al otro, la lengüeta; ninguno de los dos trae cordones. Pero a Clavo le han caído del cielo. Las suelas de los que lleva puestos son las propias plantas de sus pies.
Sentado para cambiar de calzado bajo el farol que marca la cruz de las dos calles, volverá a dormirse. Y es a partir de este momento cuando ocurre lo que Clavo no entiende, no se explica, no cree sencillamente en lo que ve, porque no lo considera creíble.
El frío lo despierta ni se sabe a qué hora. Sesgando, llega hasta el chiquero que tiene por cuarto. Y al entrar, Clavo ve que su cama no es su cama y que ya no está sucia ni vacía. Rememora que la última sábana decente que tuvo fue lavada y planchada por Mirta hace seis años, el mismo día en que se suicidó. Rememora que cuando vivía, Mirta era su esposa. Rememora que dejó de vivir porque no aguantaba la ausencia del único hijo que procrearon juntos. Rememora que el hijo habría caído congelado al mar desde el tren de aterrizaje de un avión, cuando intentaba huir con rumbo a Canadá. Rememora que todo lo demás es olvido. Y no viene al caso. Ya que de pronto la cama está otra vez tendida, limpia, cálida. Y sobre la cama una mujer lo aguarda, a él, Clavo. Pero no da un paso. No se atreve. Teme malograr tan deliciosa visión. Lo único que desea es sentarse calladamente a contemplarla, con los ojos abiertos como dos palanganas, los mismos ojos de mirar la noche.
Lo malo es que Mirta no se lo permitirá. Si en verdad fuese ella, lo primero que iba a hacer es... Clavo intenta imaginar las palabras con las que su esposa lo recibiría después de seis agostos en barahúnda continua. Mas sucede que en vez de imaginarlas, las escucha, reales, gruesas, terminantes: ¿Y tú qué haces ahí, tieso como el palo de la escoba?; anda, muévete, que es tarde.
Clavo desclava una sonrisa amplia, desde el bigote a los cordales. Agita enternecido la cabeza. Y sonriendo, se encamina con sus zapatos de estreno hacia la cama. Entonces la voz vuelve a tronar: No, qué va, de eso nada, primero tendrás que bañarte y comer algo; espera, que enseguida te caliento el agua.
Barajando de cerca semejanzas y disimilitudes, Clavo concluye que no es Mirta. Su rostro le resulta afín, hasta familiar, diría. Va y se atreve a pronunciar un nombre, o más bien un apodo. Aunque tampoco puede ser. Si apenas se conocen de vista. Jamás intercambiaron una frase. Incluso, quizás sea casual, pero cuando pasa por su lado ella voltea el rostro en el sentido opuesto. Y no es nada casual que nunca le responda el saludo. Ni porque habitan el mismo edificio, puerta con puerta. No, señor, no es ella, en modo alguno. El hecho de que halle muy de su interés a esa vecina, La Madama, no alcanza para darle argumento a sus visiones. En cualquier caso ya sabe que Mirta no es. Y con perdón de la difunta, lo sabe no solamente por su capacidad para distinguir a la presa entre penumbras, como un lechuzo, sino porque tuvo ocasión de palpar la diferencia.
En fin, Clavo está en las mismas. Cada vez entiende menos. Al punto que ha perdido las ganas de dormir. Y eso que no pegó los ojos en toda la noche. Si por él fuera no volvería a pegarlos mientras dure este sueño. Porque claro que se trata de un sueño. Anómalo, disparatado, insensato y a la vez tangible como la caneca de plástico que lleva en el bolsillo trasero de su pantalón. ¿Sueña que vive?. ¿Sueña que al soñar está volviendo a vivir el sueño de su vida?. ¿O es que a soñar se puso y se ha ido tan lejos que ahora no encuentra el camino de regreso?. ¿Clavo se trabó dentro del sueño?.
Esta mañana le ha costado un gran esfuerzo reconocer al sujeto que le hace muecas a través del espejo. Clavo limpio, oloroso y afeitado. Peregrina visión. Y para colmo, examinada a la luz del nuevo sol, la mujer se le parece aún más a La Madama. Y pensar, piensa Clavo, que únicamente en sueños ha podido mirarle a los ojos, grandísimos, vacíos, desolados. Ella es nueva en el barrio. De hace apenas un año. Pero aun estando allí, no forma parte. Es que para empezar sólo sale de su cuarto en dirección a la iglesia. Y que Clavo sepa, no conversa con nadie, ni los buenos días. No en balde le apodan La Madama. Siempre con el cuello en alto como un cisne. Siempre fría. Vestida de negro, bien abrochadita, estirada. Presentándose siempre por encima. Como dicen que antes vivía en una buena casa del Vedado. Aunque Clavo supo, no recuerda cómo, que de aquella buena casa debió mudarse a una regular, en Santos Suárez; y de ésta, a otra medianamente mala, en Marianao; y luego a una peor, en El Cerro; hasta caer en el cuartucho de la calle Salud, el cual difícilmente le permita seguir bajando de categoría. Parece que al quedar viuda, la tierra se le abrió a La Madama debajo de los tacones. Tenía un hijo, comentan, pero tanto lo escondió para que no fuera llevado a la guerra de Angola, que un mal día se le puso enfermo. Y tanto lo escondía que le dio miedo trasladarlo al hospital. Y tal fue su miedo, que ya no tuvo hijo. Así es que sin perro ni gato y sin edad para empezar de nuevo, se ha dado a desprenderse de las comodidades del hogar a cambio de un poco de dinero para ir llenando la caja del pan. Es lo que riegan por ahí las malas lenguas. Sea verdad o invento, a Clavo le importa tres pepinos. No está para chismes. Con su visión le basta. Se siente más que compensado.
Por cierto que su visión merece un brindis. Es raro que Clavo no lo haya pensado antes. Y pensándolo, se lleva la mano al bolsillo trasero del pantalón. Justo en el instante en que la mujer vuelve a tronar: Si buscas la caneca, no pierdas tu tiempo; la eché a la basura; no te hará falta en lo adelante.
Lo razonable es que ahora Clavo estuviese contrariado, nervioso, con rabieta. Mas he aquí que se limita a mover enternecido el péndulo de la cabeza, al tiempo que murmura como para sí, caramba, hay que ver la de cosas extrañas que uno ve en las visiones. Y acto seguido, enfila hacia la puerta en busca de aire fresco. Pero la mujer truena de nuevo: Y ni se te ocurra coger calle tan temprano, como no sea para ir a buscar el pan mientras cuelo café.
Tan pronto asoma la nariz, Clavo tropieza con el primer jodedor del edificio. Vaya, Clavo, le dice, estás comiendo bueno, y hasta te arropan como a un recién nacido; ¿será que vas a retratarte?. Él desencaja la jaiba, aunque con su mejor talante, dispuesto a exigir un poco de respeto para los protagonistas del sueño. Sin embargo, así queda, con la jaiba abierta por la sorpresa. Ha descubierto que el cuarto del cual acaba de salir no es el suyo, porque el suyo está al frente, y frente al cuarto suyo está el de La Madama. A Clavo se le antoja pensar en las graciosas trastadas del destino. Piensa con la cabeza, por vez primera en muchos años, mientras gira hacia uno y otro lado, como para evadir posibles martillazos, la cabeza de Clavo. Caramba, pero qué loca visión, irá repitiendo para sus adentro, camino a la panadería.

José Hugo Fernández, del libro “La isla de los mirlos negros”. 

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