EL VAGON AMARILLO

lunes, 13 de octubre de 2014

CHICHARRONES DE VIENTO


Más que una vieja moda que hoy se renueva con furor por la influencia del cine y del video clip, el auge del fisiculturismo es un síntoma en La Habana. Una especie de anunciación. Airea excrecencias de los tiempos post-revolucionarios. Si lejos de querer ser como el Che, nuestros jóvenes de inicios del siglo XXI se esfuerzan ahora por ser como Terminator, alias Arnold Schwarzenegger, o por lo menos en lucir como él, no parece que sea por una toma de partido entre la violencia doctrinaria y feroz del guerrillero y la gratuita y aberrante de Hollywood. Sus predilecciones, en este campo como en cualquier otro, no traspasan los límites de la epidermis. Quieren ser musculosos para ser bellos. Y punto. Ni siquiera les interesa ser fuertes. Incluso, si pudieran, se inflarían los bíceps sin necesidad de acudir al gimnasio, el cual exige un sacrificio y una constancia que no va con ellos y que posiblemente no asuman por otro objetivo ajeno a su belleza.     
No es para ponernos pedantes filosofando en busca de la quinta pata al gato, pero tampoco cuesta mucho ver lo que nos sitúan delante de los ojos. Ese vitalismo cuasi nietzscheano que hoy padecen nuestros muchachones sólo tiene una meta: el espejo. Y revela a las claras su hartazgo existencial, que es defecto de fábrica. Ni Adonis retadores del jabalí, ni simpatizantes de la lógica del gallo que les impartimos: a más hinchado el pecho, más broncos y temibles. Les basta con el gusto que les proporciona sentirse a gusto ornamentándose y gozándose a sí mismos.
Fruto de todas las inhibiciones, broza del machismo en su colmo más irracional, que es el despotismo como política de Estado, la plenitud del músculo que ahora moldean no abriga la menor respuesta agresiva. Es apenas inflación de su vagancia y de su recogimiento en lo único que a ellos les importa: ellos. Se partirían de la risa si algún trasnochado les recordase aquel discurso en el que Fidel Castro solicitaba espaldas anchas y brazos rudos para defender la revolución. Y es seguro que no menos gracioso deba resultarles el grito que están poniendo en el cielo los mayores de la casa ante su nueva afición, que además de abultarlos como sapos al sol y de cansarlos sin que tiren un chícharo, les abre el apetito.
En fin, qué remedio. Es la cosecha: una suerte de cyborg, mitad gente, mitad máquina. La única oportunidad que tuvimos a mano para perpetuar el apellido. También, lo quisiéramos o no, ha sido nuestro modo de darle forma humana al legado, es decir, a las secuelas de la utopía: el globo, la floritura, lo hueco por dentro y abigarrado por fuera. Un remedo de nuestro vino, que sigue siendo nuestro y agrio pero ya no es vino, sino chicharrones de viento: piel, volumen y vacío. 


José Hugo Fernández 

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