EL VAGON AMARILLO

viernes, 17 de octubre de 2014

La Lenin: el fracaso del hombre nuevo

La escuela que produciría el superhombre, el súper revolucionario. El delirio de Fidel Castro. La Lenin debía convertirse en la fábrica que produciría la nueva especie social, un laboratorio donde cumplir el sueño del Che y Fidel Castro

Por Ernesto Santana Saldívar
  
LA HABANA, Cuba -Crear un nuevo tipo de ser humano que sobrepase las capacidades y características normales de la especie es un viejo proyecto de religiones, sociedades secretas y grupos políticos, pero algunos grandes pensadores como José Martí, más que un hombre nuevo, preferían un hombre bueno, cabal.
La ingeniería social de la Revolución concibió en Cuba la idea de un superhombre: el Joven Revolucionario, el Hombre Nuevo, y de ahí surgió la Escuela Vocacional Lenin, inaugurada hace cuarenta años, después de fundir distintas escuelas vocacionales que existían en La Habana, como la Escuela Vocacional de Vento.
La Escuela Vocacional Vladimir Ilich Lenin (sus siglas formarían la palabra EVVIL, casi evil: “mal” en inglés) fue una quimera de la época, otra más, y debía convertirse en la fábrica insignia que produciría los mejores ejemplares de la nueva especie social, un laboratorio donde el sueño del Che Guevara y Fidel Castro alcanzaría su cumplimiento.
La Escuela fue inaugurada oficialmente el 31 de enero de 1974, bajo la coordinación de Celia Sánchez Manduley, entonces secretaria personal de Fidel Castro. Se encontraban presentes, además de Castro, el patrocinador soviético Leonid I. Brezniev, el Director General de la escuela, Francisco Chávez, el Proyectista General, Andrés Garrudo, el Ministro de la Construcción, Ramiro Valdés, y el Ministro de Educación, José Ramón Fernández.
Ciudad escolar exclusiva
La Lenin comenzó a construirse en 1972, junto a la carretera de El Globo, cerca de Calabazar, en el municipio Arroyo Naranjo, y ocupaba un terreno de ochenta hectáreas —con una amplia franja de jardines, piscinas, y áreas deportivas que lo separaba de una carretera de circunvalación de 2 kms y medio. Recibió tales recursos y esfuerzos que fue terminada en menos de dos años, usando el Sistema Girón, creado en 1970 para satisfacer la necesidad de edificar las Escuelas Secundarias Básicas en el Campo (ESBEC).
Empezó a funcionar parcialmente en 1973 con alumnos procedentes de las escuelas vocacionales anteriores y también con algunos escogidos en escuelas secundarias normales. Al año siguiente funcionaba a plena capacidad, con casi cinco mil estudiantes y cientos de profesores y trabajadores de muy diversas ramas —aparte de una filial del Instituto Superior Pedagógico para el Destacamento Manuel Ascunce, cuyos miembros estudiaban en una sesión y enseñaban en otra.
Poseía dos cocinas gigantescas, cada una con dos alas de comedores, un cine-teatro, varios laboratorios, un policlínico-hospital, dos piscinas olímpicas y una de clavados, numerosas canchas deportivas, fábricas, talleres y huertos, además de las edificaciones para las clases y los albergues. Todo con una calidad difícil de encontrar en otras instalaciones escolares de aquella época.
Se comenzaba a estudiar entonces desde séptimo grado hasta el decimotercero. Regía una férrea disciplina militar, y por supuesto, los estudiantes acudían a las aulas en una sesión y se iban a trabajar a los talleres o a los huertos en la otra. Aunque había un edificio aparte, que servía de vivienda para algunos profesores y trabajadores, la gran mayoría de ellos se marchaba diariamente a sus casas, mientras los alumnos permanecían en la escuela hasta el fin de semana. Los que vivían en provincias se iban a sus casas solo dos veces al año.
Los colegiales de la Lenin, que recibían supuestamente una educación gratuita, tenían que trabajar obligatoriamente durante veinte horas semanales para producir baterías eléctricas, radios, diversos implementos electrónicos y deportivos, e incluso, confeccionar unidades en serie de aquella primera computadora cubana, la CID-201B, por entonces “famosa”, y de la que un buen día nunca volvió a hablarse.
Leonid Brezhnev y Fidel Castro durante la inauguración de la Lenin
“Homoides” para la sociedad militar
El sueño del Hombre Nuevo era, por supuesto, el sueño de todo tirano: crear un ejército de androides invencibles, que lo secunden, que no se aparten de las ideas que su dueño le ha fijado en la mente, que no se afecten por las circunstancias, y estén programados para repetir las consignas más alucinantes (“Solo los cristales se rajan, los hombres mueren de pie” o “Donde sea, cuando sea, para lo que sea, Comandante en Jefe, ¡ordene!”). Estos androides podían hablar de Karl Marx con la misma seriedad que Groucho.
Debían ser individuos predecibles, para un mundo predecible. En una sociedad totalmente controlada, militar, debían ser una especie de “homoides”, que no sueñen, y sólo obedezcan. No podían ser un zombi, sin inteligencia ni pasión, sino un robot perfecto, capacitado para la ciencia más avanzada, y capaz del odio más bestial hacia el enemigo que le han asignado.
Para esos “superdotados”, el máximo premio era ir de visita a la URSS en las vacaciones, conocer el paraíso socialista, ¡el futuro! Y ganar luego una beca para estudiar una carrera en alguna universidad de un país socialista sería el logro mayor de sus vidas. Mientras tanto, veían desfilar a sátrapas y tiranos de medio mundo, desde Nicolae Ceaucescu hasta Mengistu Haile Mariam, y les regalaban conciertos Joan Manuel Serrat o Harry Belafonte. Eran muchos los grandes extranjeros que querían ver el milagroso plantel, ese invernadero donde Castro —el gran horticultor— cultivaba sus más queridos retoños.
Eran los mejores años del matrimonio soviético-cubano, y Castro estaba más seguro que nunca de que “el futuro pertenece por entero al socialismo”. Naturalmente, había que crear una sociedad sin derechos ni ciudadanos.
El sueño termina en farsa
Pero la “época dorada” de la Lenin duró poco. Pronto comenzaron a ocurrir desgracias: alguna que otra muerte violenta, sobre todo por suicidio, grandes combates entre albergues, o pandillas de un grado contra otro; robos y desfalcos sonados, descalabros de directores, un deterioro material generalizado, una relajación de la disciplina que en ocasiones rayaba en el caos, una decadencia de la calidad pedagógica. Pero, en primer lugar, una interminable ola de escándalos homosexuales.
Aunque parecía algo fantástico, se hizo costumbre que cada pocas semanas fuera descubierta, en “flagrante delito”, alguna pareja de varones, a veces escondida, a veces en una misma cama en medio del albergue. Lo mismo eran de colegiales que de profesores o trabajadores, o de estudiantes y profesores. Lo mismo de día que de noche. Incluso hubo algunas violaciones masculinas de asombrosa brutalidad. A algunos los atrapaban en la misma escuela, y a otros fuera de ella.
Parecía que una maldición había caído sobre el instituto de los elegidos, que habían vertido alguna droga extraña en el depósito de agua, que una epidemia de locura medieval se había apoderado de aquellos predios. Y medieval era ciertamente la caza de brujas que acompañó aquella fiebre. Comenzó una persecución de homosexuales tal, que en ocasiones no se requería de ningún hecho para culpar a alguien y hacerlo digno de una expulsión deshonrosa.
Probablemente, ésta fue la gota que colmó la copa de paciencia del Gran Macho, autor de aquel sueño que de pronto se convertía en pesadilla obscena. De nada había servido la severa disciplina militar. En fin, el Comandante en Jefe, que antes gustaba de visitar casi semanalmente su semillero neo-rrevolucionario, dejó de poner sus relucientes botas en tan manchado seminario.
Para colmo, después de 1977, no era raro que aparecieran escritos, en paredes de aulas o de baños, letreros que daban vivas a Jimmy Carter.

La Lenin siempre, para mal y para bien
Esa fue la Escuela Vocacional Lenin que conocí personalmente. Duró diez años, porque en 1984 se convirtió en el Instituto Preuniversitario Vocacional de Ciencias Exactas (IPVCE) ‘Vladimir I. Lenin’. Lo visité una vez a finales de los años 90, y lo encontré irreconocible, lleno de cercas, lúgubre.
Luego comenzaron a llamarlo “la escuela de los millonarios”. He oído y he leído que en los pasillos, las aulas y los albergues hay una constante ostentación, que los alumnos usan costosos maletines para guardar sus pertenencias, que llaman a casa desde sus móviles, y calzan zapatos carísimos. Presumen del auto de sus padres, de cómo visten, de los lugares adonde van y de quién tiene mejor casa y en mejor barrio.
En el fondo, creo que los alumnos de los últimos treinta años han sido, en general, como los de antes. Algunos muy brillantes, pero también otros irremediablemente idiotas, que tienen padres o padrinos que pueden tener lo que quieran, igual que antaño. Cualquier semejanza con los “niños índigo” —para algunos, seres evolucionados de la Nueva Era— es sólo por el color del uniforme, que sigue siendo el mismo: pantalón, saya y corbata de añil, y azul claro la blusa o camisa. ¡Ah!, y el distintivo rojo y redondo en la manga izquierda.
Claro que no hubo una producción en serie de “homoides”.  No era tan fácil, y Fidel Castro no pudo producir ni una simple variedad de cafeto. Es cierto que de la Lenin salieron funcionarios y agentes del gobierno cubano, como Reinaldo Taladrid, Fernando Rojas, Antonio Guerrero, Caridad Diego y otros de índole parecida, pero la inmensa mayoría de los egresados anda por ahí, aquende o allende los mares. Gente normal, que vive su vida sin hacer imposible la de los demás. Unos con amargos recuerdos de aquellos años, otros acordándose con humor de Francisco Chávez y Reina Mestre, de Eduardo Pérez y de Guerrero Guerrero, y olvidando lo desagradable. Pero no se olvidan los buenos amigos, ni los primeros amores, ni la maravilla de la adolescencia.

A ellos no los deformó aquel sueño megalómano fracasado, porque en fin, aquella escuela no fue lo peor que vivieron en su vida, en la pesadilla del país.

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