EL VAGON AMARILLO

sábado, 4 de octubre de 2014

UN RECESO PARA LA MERIENDA


-¿Mostaza, Rodríguez?
-No. Eso le cambia el sabor a las croquetas.
Enjuto y maletudo, el hombre llamado Rodríguez exhibe la traza de quien está de vuelta de todo en la vida. Una momia exangüe que viste de negro, a tono, se diría, con su profesión de médico forense especializado en criminalística. El otro es algo más joven, recio, de mirada torva, con piernas cortas y tórax de tanque: un rottweiler en guayabera.  
-¿Refresco de fresa, Rodríguez?
-Me da acidez.
Desde hace algún tiempo comparten funciones en el mismo equipo para la investigación de homicidios. Y aunque parezca raro, se llevan bien. La enorme contraposición de sus caracteres actúa en ellos como resorte de equilibrio. 
-No sé tú, pero nunca había visto algo igual.
-Todos los refrescos producen acidez, unos más, otros menos.
-Me estaba refiriendo al caso que nos ocupa. Creí que tales esperpentos únicamente podían ser vistos en las películas de Hollywood, esas de bajo coste.
-Hay de todo en el mundo. 
-No me ayudas, Rodríguez.
-¿A qué?
 -A explicarme la manera en que se las arregló una anciana con casi ochenta años para estrangular, ella sola, limpiamente, sin más ayuda que la de un pedazo de soga, a todo un escuadrón de hombres hechos y derechos.
-¿Un escuadrón?
-Suman 12 hasta hoy, pero seguimos buscando. En todos aparecen nada más que sus huellas. Y todos fueron violados de un modo exactamente igual a como violaba a sus víctimas el energúmeno de su marido.
-Sodomizados después de muertos.
-¿Lechuga, Rodríguez?
-Pásamela.
-¿Qué diferencia hay? 
-La lechuga no da acidez.
-Pregunto qué diferencia hay entre sodomizar y violar.
-Es como que te den o no a escoger la opción de ponerle picante a tus croquetas.
-¿Picante, Rodríguez?
Acostumbrado a vivir entre los muertos, limitándose a extraer beneficio de las consecuencias del hecho, el hombre llamado Rodríguez demuestra no estar interesado por descifrar los intríngulis que rodean este caso.
Una anciana solitaria, enclenque y apacible, cuyo único antecedente más o menos oscuro es haber estado casada durante cuarenta años con un famoso criminal de guerra que terminó sus días en el paredón de fusilamiento, acaba de ser identificada por los investigadores como autora de múltiples asesinatos. Sin embargo, ella jura y perjura que es inocente.
-No, me abstengo.
-¿No te gusta el picante, Rodríguez?
-Digo que me abstengo de las conclusiones ociosas. Probamos la intervención de esa anciana en los crímenes. Es culpable. Lo demás es lo de menos.
-¿Y no te inquieta la probabilidad de que haya estado asociada con alguien para matar?
-De eso estoy seguro.
-¿Quién?
-Yo.
- ¿Tú, qué?
-Estoy seguro de que tenía un socio.
-¿Pero quién?
-Yo
-Pregunto quién era el socio.
-Sólo el diablo podría responderte, ya que no hallamos pistas concluyentes.  
-Te conozco. Sé que estás pensando en alguien. ¿Quién crees que pudo ser?
-Su marido quizá.
-¿Café, Rodríguez?
-Amargo
 -Eso sí es verdad que no me lo trago.
-Cuestión de gustos. Yo lo prefiero sin azúcar. 
-Digo que no puedo tragarme esa tesis irracional de que el marido era su socio para el crimen, puesto que él está muerto y podrido desde hace años.
-Lléname la taza.
-¿Tú sabes lo que estás diciendo, Rodríguez?
-Sí, me gusta amargo.
-Pregunto si sabes lo que significa aceptar la posibilidad de que un criminal muerto y podrido desde hace años continúe matando a la gente por ahí.
-Lo sé
-¿Qué sabes?
-Que no me gusta con azúcar. 
-¿Seguro, Rodríguez?
-Seguro es que la muerte, como la vida, no cesa de retarnos, siempre con nuevas incógnitas.


José Hugo Fernández, del libro “Hombre recostado a una victrola”. 

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