EL VAGON AMARILLO

miércoles, 26 de marzo de 2014

Los zombis de la pistola caliente

Viejos rockeros, últimos e irreductibles de una época: Otto Widmail
 


Otto Widmail en su balcón de El Vedado- foto JHF
LA HABANA, Cuba, marzo – Ellos creyeron en la Era de Acuario, tiempo de armonía, entendimiento y amor universales, donde las cosas iban a ser diferentes, a través de un salto evolutivo y rompedor de paradigmas. No entendieron (o entendieron a su modo) lo que advertía John Lennon sobre la felicidad, que es una pistola caliente. Así que entregaron cuerpo y alma como adictos al amor y a la paz a todo trance, en un país en que, para mal de males, se ensayaba una revolución arrasadora.
Hoy estruja el corazón ver lo que ha sido de aquellos viejos rockeros de La Habana, impenitentes soñadores, últimos e irreductibles exponentes de una época y de un tipo de persona que parecen no haber existido nunca entre nosotros, pero que por ello mismo estamos obligados a recordar, admirar y compadecer en proporciones parejas.
Con esta entrevista a Otto Widmail, habanero con apellido de reminiscencias judaicas, pretendemos iniciar una serie de trabajos destinados a dejar testimonio escrito y gráfico de un tiempo cuya huella nos será muy útil a la hora construir un futuro en democracia.
CUBANET: ¿Cómo describirías tu vida actual?
OTTO W: Soy sobre todo director de televisión, pero también soy guionista. Trabajé como director en los Estudios de Televisión del Comité Central, en Mundo Latino. Pero llevo dos años sin trabajar. En el ICRT no hay trabajo para mí, sencillamente. Yo trabajaría en cualquier cosa, para poder pagar la electricidad, el teléfono, para poder comprar los mandados de mi cuota, para no tener que vender mi ropa. Siempre llevo una camisa o algo en una jabita para ver si puedo venderla. Mis amigos de antes a veces me ayudan, me regalan algún dinero, tratan de conseguirme algún trabajo. Pero por el momento sigo muy jodido.
CUBANET: ¿Tuviste alguna experiencia con la censura y la prohibición del rock en los años 70?
OTTO W: En 1975 ya estaba trabajando en el Instituto Cubano de Radio y Televisión. Recuerdo que estaban prohibidos los discos de los Beatles, incluso para los que trabajábamos en los medios. Y no solo estaba prohibida la música, sino también el pelo largo, los pantalones apretados, muchas cosas. Escuchar rock and roll era caer en el “diversionismo ideológico” y la policía podía detenerte.
CUBANET: ¿Cómo empezaste a relacionarte con el rock?
OTTO W: Empecé a tocar la guitarra a los doce años. En las escuelas al campo llevaba mi guitarra, tocaba, hacía canciones. Luego empecé como guitarra prima en grupos de rock, con los grupos que había en las secundarias y en los preuniversitarios. Sobre todo con los Thugs, de la Antonio Guiteras. También toqué con los Kent, con Almas Vertiginosas. Hace unos años se publicó un libro que se llama El rock en Cuba, (Humberto Manduley, Atril Ediciones Musicales, 2001), donde dicen que se me menciona como un gran guitarrista del rock cubano. Yo nunca lo he leído, ni siquiera lo he visto. Aparte de la guitarra prima, también toqué guitarra acompañante, piano, órgano. Yo había aprendido a tocar en mi casa, pero después estudié en la Escuela Nacional de Arte.
CUBANET: ¿Cómo conseguían los instrumentos?
OTTO W: Teníamos que resolverlo todo por la izquierda y súper caro. Por suerte, uno resolvía con algún amigo o algún familiar. Yo tenía una guitarra estelar, Silverstone, grande, amarilla. Teníamos también un organito pequeño. Creo que muchos grupos de rock de esa época, a pesar de las limitaciones con los instrumentos, hicieron cosas muy buenas. Casi siempre tocábamos en fiestas, había muchas fiestas en esa época. Íbamos sobre todo para tomarnos tres cervezas, comernos un pedazo de cake y que nos dieran veinte pesos a cada uno si acaso. Pero por lo menos nos divertíamos, porque teníamos nuestro público. Cuando se decía que estaban los Thugs en tal lugar, aquello se abarrotaba.
CUBANET: Cuéntanos sobre tus años en la televisión cubana.
OTTO W: Hace treinta y nueve años que empecé en el ICRT, primero como editor musical, luego pasé a productor, asistente de dirección, hasta que llegué a director. Yo fui co-director en programas como “Para bailar”, “Aprendiendo a bailar”. Creé programas como “Cine de Nuestra América” o “Pantalla documental”. Trabajé también en Radio Habana Cuba y en lo que llamábamos Radio Misterio, una transmisión contra Estados Unidos, la Voz de Cuba, para oponerla a la Voz de América. Les hicimos mucho daño. Con nuestra potencia tumbamos cientos de emisoras norteamericanas.

CUBANET: ¿Te parece que si no hubiera habido tanta represión contra el rock cubano quizás la historia del rock hubiera sido diferente?



miércoles, 19 de marzo de 2014

DOSTOIEVSKI CONTRA LA INTERPOL

Concurrieron dos casualidades. La primera es que pocos días antes había leído El Cocodrilo, un cuento que se le antoja muy raro dentro de la obra de Dostoievski. La segunda casualidad, no menos rara para él, es que el cocodrilo del cuento llevara su nombre, o un nombre igual al suyo. Carlos piensa en estas cosas en el preciso minuto en que el investigador policial está conminándolo a que hable de una vez, a que diga todo lo que sabe, ya que de cualquier modo no tiene escapatoria, como no sea a través de una amplia y minuciosa confesión que permita reconstruir los hechos y recuperar lo perdido.
Carlos, no él, sino el cocodrilo llamado Carlos, se tragó a un hombre de una sentada. Se supone que lo hizo porque tenía hambre, no porque le interesara ser noticia. El pobre bicho no contaba con la ligereza de los seres humanos. Mucho menos con las travesuras del azar. De cualquier forma, ya está visto que hambre y apuro suelen ir de la mano. Y el apuro no es un buen consiliario. Para empezar, obstruye la facultad de selección, imponiendo echarle garra a lo primero que asome. Y ese pudo ser el desencadenante de lo que parecía una desgracia para Carlos, ambos, el cocodrilo y también él. Al menos es lo que le está cruzando por la mente ahora, a la vez que escucha (como un claveteo en el sótano, monocorde, vago), los requerimientos del oficial investigador que corre a cargo del proceso.
Carlos no puede decir todo lo que sabe. Ni el cocodrilo hubiese podido devolver al hombre, aunque se conservaba íntegro y con vida dentro de su estómago. En principio, porque el hombre se negó a ser vomitado, no le convenía. Después porque la vida de Carlos, el cocodrilo, empezó a subordinarse a la vida del hombre, sujeta incluso al posible éxito de su campaña de promoción comercial como hombre vivo instalado en el interior de un cocodrilo. Entonces Carlos, él, tampoco puede desembuchar todo lo que tiene adentro. Su única y remota posibilidad de salvación depende de que lo mantenga a buen resguardo. 
Muchas preguntas atrás (no le es dable medir de otra manera el paso del tiempo dentro de esta celda para interrogatorios), la esposa de Carlos lo despertó en plena madrugada bajo crisis de pánico. La casa había sido rodeada por la policía –le dijo-, venían a buscarlo, ya estaban tocando a la puerta y la derrumbarían si no iba a abrirles. No obstante, a él le alcanzó el tino para sostener un breve intercambio telefónico con Iván, su amigo y jefe en el trabajo. Y es así como pudo enterarse del motivo por el que no debe decir lo que sabe.
Antes de comunicarse con Iván, Carlos creyó que la policía estaba en un error. O que su esposa y él eran cebo de una pesadilla compartida. Le parecía irreal, inaudito, peliculero aquel despliegue de comandos armados para detenerlo a él, que nunca había buscado acceso a otros pertrechos más que al de la navajita de afeitar o al cuchillo de cortar la pizza. Ni falta que le hizo, porque es un tipo pacífico. Además, muy tranquilo. De la casa al trabajo y del trabajo a la casa. Sobre todo en los dos últimos años, desde que consiguió empleo como maletero en la Terminal número 3 del Aeropuerto Internacional José Martí. En otras épocas, cuando le obsesionaba la idea inviable de alimentar a la familia haciendo valer su título de historiador del arte, Carlos era menos serio, o más desequilibrado tal vez. Vivía con un pie en la intemperie y el otro en el limbo. Pero con el cambio de ocupación halló sosiego. Tal como se lo había anunciado Iván, el amigo y jefe inmediato, este nuevo empleo le reporta, ante todo, seguridad económica, lo que es decir paz en el matrimonio. Y por si fuera poco, le permite disponer de horas libres para el ejercicio de su profesión titular como un pasatiempo. 
Ahora el oficial a cargo de las investigaciones ha interrumpido su parloteo. Carlos no se percata hasta que lo ve dar la espalda y caminar. Ve que parece resuelto a marcharse. Diría que está harto de que él lo escuche o finja escucharlo con la boca abierta pero sin articular palabra. Quizás va a dejarlo por incorregible. Un alivio, de momento al menos. Lo que no tiene claro es qué podría sucederle cuando al fin concluyan que no abrirá su boca más que para tragar lo que le caiga, como el otro Carlos. El oficial está parado junto a la puerta. Diría que no se resigna a salir. Voltea el cuerpo. Le habla con acento entre pomposo y descompuesto. Si da un paso más y lo deja allí –es lo que está advirtiéndole-, significa que Carlos, él, perdió su última oportunidad.
A Carlos, el cocodrilo, también le dieron una última oportunidad. Aunque después resultó que esta oportunidad no era la última. Sólo intentaban hacérselo creer. Alguien quiso comprar a Carlos, el cocodrilo, por un precio verdaderamente jugoso. Tanto que su dueño se columpió en la tentación de venderlo. Pero afortunadamente lo pensó mejor. Si bien le estaban proponiendo una transacción fácil, sólida y hasta quizás celebrada por las luminarias del negocio, su gran ganancia, ciertamente la oportunidad de su vida (mejor que la última por ser única), sería quedarse con el cocodrilo. No por el cocodrilo en sí, sino por la inestimable carga de sus tripas. En cuanto a Carlos, el cocodrilo, y aun en cuanto al hombre que tenía adentro, aquella oportunidad no podría ser la última, pues de hecho no era una oportunidad. La venta solamente iba a servir para que le abrieran la barriga al cocodrilo con el objetivo de sacar al hombre. Pero una vez privados de su espectacular consustancialidad, el hombre, por muy vivo que se conservara, terminaría siendo otro hombre vivo, uno entre tantos, al tiempo que el cocodrilo empezaría a ser, por la lógica de los hombres vivos, un cocodrilo muerto.
Carlos, él, se había entretenido pensando en estas cosas. Por eso no vio entrar al hombre. O lo vio sin mirarlo, sin prestarle atención. Y ahora cae en la cuenta de que no es el mismo que ha estado interrogándolo. Parece un oficial de mayor graduación. Él no conoce los grados militares pero le basta observarlo de reojo. La jerarquía le salta por encima de la ropa. El hombre no se presenta. Sencillamente se paró frente a Carlos, lo escrutó muy despacioso desde la cabeza a los pies, y le dijo: Iván nos ha informado que eres un buen trabajador pero dice que él no mete las manos en el fuego por ti ni por nadie. Carlos descubre la concurrencia de otras dos casualidades. La primera es que el hombre que fue tragado por el cocodrilo lleva el mismo nombre o un nombre igual al de su amigo Iván. Le extraña no haberse fijado antes en este detalle. Y le inquieta un tanto haberse fijado justamente a partir de la segunda casualidad, que es el parecido tan curioso que ha creído advertir entre la cara de este hombre, el que está parado frente a él, y la de Dostoievski. Más que notar, siente que la mirada que ahora lo examina -tal vez intentando impresionarlo- es idéntica a la que ha visto en todas las fotos del escritor ruso. Ojos engurruñados, de verraco en celo, con pupilas como puntas de clavos, taladrantes y grises. El hombre no tiene barba pero su bigote es ralo y se le chorrea, como al de las fotos, sobre el rictus de una boca leve, desdibujada. También es calvo, o casi. También su escasa cabellera recuerda la pelusa del maíz seco. Y también sus orejas son infladas igual que chicharrones de viento, con sendos huecos peludos en el medio. Debe tener unos cincuenta años. Puede que algo más. O puede que menos, pero representa más. A Carlos se le ocurre pensar que el rostro del hombre refleja un perenne desacuerdo consigo mismo, como el de Dostoievski, según las fotos. Y es en lo que pensaba cuando el hombre pregunta si le ha visto monos en la cara. Sin duda Carlos estuvo sonriendo imprudentemente mientras se distraía con las peculiaridades de su semblante.
Por suerte, no necesita dar explicaciones. El hombre no ha ido allí para interesarse por las socarronas sonrisas de Carlos. Su plan es otro. Dice que aunque los informes del trabajo le son más o menos favorables, a ellos les consta que Carlos es un ratero de poca monta. Saben que a lo largo de los dos últimos años ha estado robando objetos de relativo valor en los equipajes de los pasajeros. Saben que cada vez que aterriza un avión procedente de Europa, a Carlos le bastan unos pocos minutos para multiplicar muchas veces, hurgando en las maletas, el salario que le pagan por su trabajo de todo un mes. Lo sabemos y tenemos pruebas, pero no nos importa demasiado –le está diciendo ahora el hombre que se parece a Dostoievski-. Lo que resulta lamentable –añade-, y eso sí nos importa, debido a sus delicadas consecuencias, es que por falta de conocimientos, o quizá por equivocación, hayas sobrepasado tus límites como ladrón de pacotilla.
El hombre dice estar seguro de que fue Carlos quien extrajo la computadora portátil de la maleta de un investigador de la Interpol que viajó desde Londres con la misión de completar en La Habana pesquisas sobre las operaciones de ciertos carteles de la droga con sede en Colombia y México. Le dice que con esta chapucería, que ahora se agrava con su actitud terca e indolente, está a punto de provocar un conflicto internacional de proporciones impredecibles. Dice que si ha decidido hablarle claro, aun violando las normas que lo desaconsejan, es porque confía en que Carlos, por muy alimaña que sea, conserva un mínimo de responsabilidad y de orgullo patrio, así que estará dispuesto a cooperar en prevención de lo que sea mejor para todos, pero muy especialmente por la felicidad propia y la de su familia.
Esta vez Carlos pone cuidado para que la sonrisa no le llegue a los labios. Piensa que la felicidad, como casi todo, es fruto del azar, y también puede ser a veces recompensa para los temerarios. Mira sin impertinencia al hombre. Reconoce que si no fuera por el surco de dubitación que las separa, las cejas finas y torneadas de Dostoievski le otorgarían un aspecto menos diabólico. El hombre lo está mirando. Carlos aguanta el embate mientras le pregunta en tono frío, pero duro y translúcido como el cuarzo: ¿Cuánto me toca?

José Hugo Fernández, del libro “Yo que fui tranvía del deseo”, a la venta en Amazon

 




Un ramo de lirios


 Aunque la mañana se abre paso a través de un aire gris, Palmira no se quita sus gafas azogadas.
  —Pareces un búho púrpura, mamá —le dice Arnoldo, siempre tenso con ella, o colérico, entre otras cosas porque desde que tiene uso de razón ella le dobla la estatura. Si primero pensó que ella no se quitaba las gafas porque estaba llorosa, ahora está seguro de que lo hace, naturalmente, para irritarlo, para divertirse mientras él intenta verle los ojos sin lograr más que verse a sí mismo dos veces, una en cada espejuelo, ahogado en la opresiva alquimia del mercurio de esos dos mundos paralelos.
  Para vengarse, Arnoldo no la ayuda ni siquiera con el paraguas. De manera que Palmira lleva la hinchada cartera colgada del hombro izquierdo y, bajo el brazo derecho, el abrigo minuciosamente envuelto; esa mano esgrime el paraguas que, aun cerrado, chisporrotea con sus colores fosforescentes. La mano izquierda, apoyándose sobre la cartera, sostiene un ramo de lirios que, por caro, ha sido la primera manzana de discordia en este día.
  —Siempre le traigo lirios a tu padre.
  —Lirios para él y para mí delirios.
  —Bah, es la primera vez que vienes a verlo.
  —¿A verlo? Ese está todavía en la puerta del infierno esperando que lo dejen pasar. Recuerda que, gracias a Dios, según tú, no sentía nada.
  —La gracia de Dios es el dolor —dice ella y él se echa a reír.
  —Pareces una furia ciega con ese antifaz —rezonga enseguida, procurando ir al paso de su madre, aunque sus breves remos, más que caminar, trotan junto a las formidables y velludas ancas de Palmira.
  —Tú no te pareces a nadie. ¿Por suerte, nene, o por desgracia? —le suelta ella, como si le disparara con una escopeta de dos cañones por encima del hombro izquierdo, y aprieta el paso, haciendo que Arnoldo tenga que acelerar su trote de enano para no rezagarse definitivamente.
  Aramís, el difunto, en cambio, era alto y flaco como un lagarto. Desde pequeño sufría mucho de los huesos, del estómago y de la cabeza. A pesar de que sus males resolvíanse invariablemente en dolor, las crisis de cefalea eran tan agudas que una vez, a los doce años, se había golpeado la cabeza contra la pared hasta que su madre logró detenerlo, ya bañado en sangre, enloquecido como nunca, tal si tuviera un alacrán dentro del cráneo. “¡Ese fue el peor cometa!”, decía luego, pues llamaba cometa a su dolor recurrente. Comenzó a padecer, adolescente aún, de una repentina inflamación de las articulaciones que lo torturaba durante un par de días y de pronto desaparecía sin dejar secuelas.
  Para seguir irritándolo, piensa él, Palmira entra al cementerio no por una de las puertas destinadas a los caminantes, sino por la del medio, tan grande que a cierta distancia uno casi no repara en las dos pequeñas que la flanquean, y por la cual sólo se internan comparsas fúnebres, autos de visitantes y bicicletas. Arnoldo la secunda, qué va a hacer, y aprieta sus puñitos en los bolsillos del abrigo que por haber sido de Aramís le llega a las rodillas. Un gorro negro, robado a Tío Mersal de su colección de “atuendos para la cabeza”, nada apropiado para un invierno habanero normal, le cubre apenas medio cráneo.
  —Nunca olvides que deben pasarme por ahí, para el servicio religioso, antes de enterrarme —dice Palmira señalando con un gesto del mentón hacia la iglesia en el centro del cementerio.
  —Antes, sí. Antes de enterrarte yo te arrastraría con mucho gusto durante un año alrededor de Troya. Bueno, tú no sabes nada de Troya.
  —Ni quiero saber. Lo que te digo del servicio religioso va absolutamente en serio, so huevón.
  —Si te apura, absolutamente ahora mismo lo hacemos. Peor sería tener que enterrarte dentro de doscientos años y a la fuerza.
  La brillante sonrisa de ella le resulta a Arnoldo muy difusa en lo alto de su cuerpo. Y hay dos espejos, espejuelos, encima. Su sonrisa, se dice él, es el leopardo en la cumbre nevada del Kilimanjaro, pero no se lo dice porque Palmira tampoco quiere saber de Hemingway.
  La casa de Aramís estaba siempre llena de amigos y vecinos que trataban de ayudarlo, pues normalmente cada dos o tres semanas era atacado por alguna enfermedad de los ganglios, de la piel, de los riñones, y unos traían píldoras o hierbas; otros, consejos; otros, libros de Kardec o de medicina tibetana. Aunque algunos remedios le procuraban cierta mejoría durante un tiempo o incluso le curaban alguno de sus padecimientos. Aramís se estaba volviendo adicto a las conversaciones consoladoras. De ahí su matrimonio con Palmira, sanota, revuelta, estúpida según su padre, un vasco bilioso que odiaba a los enfermos. “Estúpida, pero grandiosa”, se corrigió un día al notarle las nalgas. “¿Grandiosa? Grande nada más”, replicó, por celos dobles, la madre. “Gran Diosa”, pensó Aramís. Antes del primer aniversario de bodas nació Arnaldo Arnuru. Y Arrancudiaga: Palmira era hija de un compatriota del viejo a quien él llamaba Ikurriña debido a que en una ocasión, dicen que por licores, en un arrebato nacionalista, corrió desnudo y envuelto en la bandera de Euskadi ante la comitiva de un alto oficial castellano. Huyendo, luego, no paró hasta Cuba.
  Sin embargo, el matrimonio y el hijo no aliviaron los males físicos de Aramís, quien, a los cuarenta y cinco años, se hallaba medio postrado en su cama, cada vez más silencioso y apagado en su amargura, mirando sin ver la vida en derredor, oyendo sin escuchar lo que le hablaban.
  Cuando casi han llegado ante la tumba, Palmira recuerda que para la exhumación es imprescindible pasar por las oficinas de la necrópolis. Ya marchan más despacio.
  —¿Te molestaría que te embalsamen, mamá? Contigo no sería difícil porque no tienes entrañas.
  —No sería lo peor que me has hecho. Espérame aquí, y no te quedes hablando solo como un lorito, que regreso enseguida —Y guardando por fin las gafas en la enorme cartera, se aleja rumbo a las oficinas. Mirándola ir así, Arnoldo recuerda que alguien la llamó una vez “pelirroja ojos de oro” y a ella le pareció aquello una lisonja muy original. Pero es asombroso, en verdad, que pese a su edad considerable, mantenga sin esfuerzo aparente esa exuberancia compacta (e intransferible, pues Aramís no recibió ni pizca de su vitalidad). Ocurrió, empero, lo que al principio fue tomado como puro milagro: Aramís perdió toda sensación de dolor. A pesar de que ya no era capaz de moverse como antes, ahora empezó a pasear un rato por la casa y se sentaba en la sala o en el balcón sin quejarse en absoluto. Era admirable ver cómo aquel infeliz mostraba a quienes lo visitaban la rara virtud de herirse los brazos con agujas, quemarse los labios o las mejillas con cigarros o golpearse los dedos con un pesado florero de bronce sin el menor sufrimiento, como si se vengase de sus viejos martirios.
  Regresando de las oficinas y a sólo unos pasos de su hijo, Palmira vuelve a taparse los ojos de oro viejo con los escandalosos espejuelos. Mezquino mercurio.
  —Vamos delante, que ellos vendrán enseguida.
  —Claro, con tanto meneo de tetas.
  —Primero un trago de ron y un buche de café, ¿no?
  Ni siquiera porque el café está aún caliente en el termo accede Arnoldo a beber un sorbo. Tampoco le da una mordida al turrón de maní, su golosina preferida desde que, sin que él mismo se lo explicara, comenzó en el mundo de la música. Agua sí toma, y no en la tapa, sino en la boca del termo. Como está helada se pone a temblar y solamente se calma cuando la caminata entre tumbas grises y suntuosos panteones le calienta un poco el poco cuerpo que Dios le dio. Del ron no quiere ni que le hable, a pesar de que antes sí le gustaba, sobre todo cuando tocaba con los God Dogs.
  Ya están aquí. Se sientan al borde de la tumba. Él no se atreve siquiera a leer la lápida. Demoran los obreros, que “seguro huelen a más allá”, le susurra ella y él le replica en voz alta: “Peor debe oler él”.
  Palmira se ha tragado ya un cuarto de botella y habla de Aramís a diestra y siniestra. Arnoldo nunca ha creído en esa fábula de dolores diabólicos y divina anestesia. Como otros tampoco creyeron.
  Todos estaban alarmadísimos, por supuesto. Un hombre que se había comportado siempre con tal ecuanimidad resultaba incomprensible ahora cuando se comportaba peor que un masoquista, un sádico o un obsceno exhibicionista. La última vez que lo vieron vivo estaba, no obstante, como vaciado por completo, echado en su butaca favorita, con un doble abismo en el lugar donde estuvieran sus ojos. “El don de Dios no es el alivio”, balbuceaba con voz turbia: “Ah, el cometa, el cometa…”
  Llegan los obreros y se toman la mitad restante de la botella al tiempo que empujan la pesada tapa de mármol. Paralizado, Arnoldo sólo es capaz de mirar cómo tres hombres sacan lo que fuera un ataúd y cómo, entonces, tras despojarse nuevamente de sus gafas azogadas, Palmira recoge, entre pedazos de madera podrida y residuos de tela, lo que queda del cadáver después de cinco años: unos huesos mugrientos, un puñado de cabellos grises, algunas costillas y, en fin, la calavera. Rocía todos esos despojos con el perfume de un frasco, hasta vaciarlo, y los envuelve en un paño blanquísimo, sin hablar una sola palabra durante la media hora que dura su último encuentro con Aramís.
  Aquella tarde, al hallarlo muerto, tenía él espantosamente mutilados varios dedos, parte de la cara y los genitales, y mordía con rabia el ojo que se había arrancado. Nadie imaginaba cuántos horrores más hubiera cometido con su propio cuerpo si finalmente no hubiera muerto desangrado.
  Cuando el blanquísimo envoltorio con los restos del difunto queda guardado en el osario, Palmira les reparte café a los tres hombres y le entrega al mayor un  inmaculado billete de veinte pesos. Por último, ellos echan el féretro despedazado en la carreta y parten, mirando oblicuamente y con curiosidad al enano sentado frente a la tumba recién cerrada, una manecita sobre los ojos, el negro gorro siberiano sobre la frente, el abrigote. Palmira, de nuevo con sus gafas odiosas, coloca el ramo de lirios en un jarrón, ante el osario.
  —¿Puedes traer un poco de agua de aquella pila? —le pregunta a su hijo y saca de su gran cartera un pequeño cubo amarillo, muy amarillo, demasiado amarillo. Pero Arnoldo no se mueve y ella, encogiéndose de hombros, abre el termo del agua.
  —Esa está helada, mamá —protesta él, levantándose, estirando por pura manía las puntas inferiores del abrigo.
  —La de la pila debe estar igual.
  —Yo voy —insiste Arnoldo, toma el pequeño cubo y se va, arrastrándolo tras de sí como si fuera su propio cadáver. Parecería que va dejando en el suelo un fosforescente rastro amarillo.


Ernesto Santana, de un nuevo libro en preparación. 

viernes, 7 de marzo de 2014

Capítulo 5 de la novela “Mujer con rosa en el pubis”.


Por supuesto que en el origen de todo aquel tejemaneje estaba la presencia o más bien la esencia de Tina Modotti. No será el primero, pero es el más remoto antecedente de que tengo memoria. Mi tío el coronel Durán López la adoraba. No es que adorase sus fotografías y su historia, o su leyenda, sino que la adoraba a ella, palmariamente. Un contrasentido, si se miran las cosas desde el ángulo plano. Porque cuando la Modotti se murió de repente dentro de un taxi, en Ciudad de México, allá por enero de 1942, mi tío tendría unos quince años de edad más o menos. Eso sin contar que para entonces ella era ya punto menos que piltrafa, un ánima en hueso y pellejo, a pesar de que no habría cumplido 47 años. Según lo poco que he leído, y lo mucho que le oí contar al coronel (equivalente a menos de lo poco que he leído), en sus buenos días Tina Modotti fue muy hermosa, “un joyel de trigueña –solía decirme él-, de baja estatura pero con todas sus líneas como hechas a mano por algún genial orfebre que aspirase a la perfección. Los hombres se enamoraban de ella con sólo mirarla, y ella se enamoraba de la manera en que la miraban los hombres”. Son palabras textuales de mi tío el coronel, o más de una vez las escuché salir de su boca, aunque desconozco si eran originalmente suyas. En cualquier caso, no me convencen del todo las escasas descripciones de Tina que conozco. La fábula sobre su belleza exótica, gitana con pinta de loba de ojos caídos y largas pestañas, al estilo de Josef von Sternberg, no encaja satisfactoriamente en mi modelo. Pero tal vez la idealizo, ya que se parecía tanto a mi madre. En lo físico quiero decir. Y ninguna menos indicada que mi madre para remitirnos al glamour de cejas puntiagudas y carrilitos acorazonados en los labios. Aunque si se trata de glamour, más me complace, y me persuade, la comparación con Vera Jolodnaia, aquella exquisita heroína del viejo cine ruso, que era naturalmente hermosa y naturalmente trágica, igual que Tina y que mi madre. A propósito, cuentan que Vera Jolodnaia murió envenenada por el aroma de un ramo de lilas que le obsequiara uno de sus amantes, cuando tenía sólo 22 años. Final a la carta, el que mejor le encaja a su leyenda. Y también es la única diferencia que percibo entre esa bella dama y las otras dos. Pero no hay que estar demasiado seguro.

De hecho, el coronel Durán López solía jurar en mi presencia que aquella que murió dentro de un taxi en Ciudad de México no era Tina Modotti, sino una impostora que ocupó su identidad por orden del Socorro Rojo Internacional, organización creo que terrorista a la que ella había servido durante muchos años como agente secreta. La falsa Tina, según mi tío, anduvo borrando pistas por Europa durante diez años, aproximadamente. En tanto, la verdadera vino a vivir furtivamente en Cuba, haciéndose pasar por institutriz al servicio de la alta burguesía habanera, bajo el nombre espurio pero refrescante y límpido de Aurora Barrios. Juraba el coronel –y hubo temporadas en que lo juraba a diario- que así fue como llegó a conocer personalmente a Tina Modotti, alias Aurora Barrios, hacia mediados de la década de los 40, fecha en la que ella habría empezado a peinar canas, en tanto él apenas se adentraba en la hombría. A mí que nadie me lo crea. No soy sino un testaferro. Es la historia de mi tío, el coronel Lorenzo Durán López, delineada por su mano, con inmundicias y con sangre. 

ORACIÓN DE JONÁS


Bienaventurados los que vienen y van
pero siempre se quedan, aun náufragos y tristes,
aun manchados o ciegos o locos de dolor.
Bienaventurados los que mueren y viven
y jamás se fatigan de renacer
y no se cansan de ser uno y ser otro.
Bienaventurados los que van
de la luz a la sombra sin palidecer
y de la sombra a la luz sin perdernos:
los que aman lo mínimo, lo bello, lo áspero,
la luna, las olas o solamente a ti.
Bienaventurados los labios de la herida
que abre una estrella fugaz en el cielo.
Bienaventurados los que van y vienen sin
quedarse.
Bienaventurado el que guarda su puñado de tierra
y atesora algún mínimo hilo de viento.
Bienaventurada la brisa que no quiere ser
tormenta
y la semilla en que se mira el árbol hacedor.
Bienaventurado quien no odia el dolor de vivir
porque a él la muerte no le arrancará los ojos.
Bienaventurado quien halla aquí el mundo
y al infinito ahora, el eterno forastero de sí
mismo,
el náufrago insalvable. Bienaventurado
quien se arranca con la máscara el rostro.

Ernesto Santana, del libro “Escorpión en el mapa”.



sábado, 1 de marzo de 2014

LA CACERIA PERMANENTE

    Cuando vinieron a buscar a los impertinentes, pude escapar a tiempo y me fui lejos.
Pero entonces fueron allá a buscar a los que se escondían por cualquier razón y no me quedó más remedio que lanzarme desde una alta ventana. Aunque me rompí la pierna izquierda, tuve suerte durante un tiempo.
Entonces vinieron a buscar a los no colaboradores y, como llegaron con tanto estruendo, pude esconderme, cojeando, y como nadie me vio sobreviví otra vez.
Luego de unas semanas vinieron en busca de los que no mostraban suficiente entusiasmo y, siempre cojeando, con toda la prisa de que fui capaz, me oculté entre gente que no me delataría.
Y fue entonces cuando comenzó la gran redada de los fugitivos y, en mi apresurada fuga, me arrojé al vacío desde otra alta ventana y me rompí la pierna derecha.
Durante mucho tiempo, oculto, esperé a que sanaran mis piernas, pero me resultaba imposible dar más que dos o tres pasos sin sujetarme de algo o de alguien. Vivir se había convertido en una hazaña que no estaba dispuesto a continuar eternamente.
Por fortuna para mí, una madrugada, como ya no quedaban muchos por capturar, vinieron en busca de los cojos y no tuve siquiera que levantarme de la cama. Lo peor fue que de pronto, para simpatizar con mis captores, me sumergí en laberínticas explicaciones de todas mis fugas anteriores.
Pero ninguno de ellos perdió ni un minuto en escucharme.

Ernesto Santana


LO ESENCIAL SERIA VOLVER

Por José H. fernández


Cuando preguntamos a José Manuel Solís (Meme para la historia), en cuál de los escenarios públicos por donde paseó su fama en Cuba preferiría presentarse si algún día regresara, respondió, al instante, con una frase que viene pintada para título de una de sus canciones: “Lo esencial sería volver”.
Muy pocos artistas logran permanecer vivos en la memoria de un pueblo que no ha tenido acceso a su obra, ni escuchó la más leve mención pública de su nombre durante más de cuarenta años. Con sus millones de seguidores en la Isla, Meme Solís ha roto todas las leyes del mercado. Mientras que a cualquier otro le resulta imprescindible la promoción, a él le bastó con la devoción del público para convertirse en un clásico de la música popular cubana.
Justo para conocer cómo asume ese fenómeno tan extraordinario, y para recrear de paso algunos buenos y malos momentos de su carrera en la tierra que le dio vida y celebridad, Cubanet ha tenido el gran gusto de entrevistarlo:
JHF: Cuándo marchaba al exilio, hace un cuarto de siglo, ¿pensó que podría ocurrirle algo tan singular como es su permanencia en la devoción de los cubanos?
MEME S: Nunca he dudado, ni por un solo instante, del amor del pueblo de Cuba hacia mí. Soy profeta en mi país y siempre me lo han demostrado. Gracias a Dios, yo, al igual que muchos de mis compañeros, tuvimos la suerte de pertenecer a una generación de artistas que triunfamos basados en la calidad de nuestro trabajo, y no en la manipulación comercial sin calidad que, en su gran mayoría, rige el mercado artístico en todas sus facetas hoy en día.
JHF: El cuarteto de Meme Solís marcó un hito en nuestra historia. Pero justo cuando estaba en la cumbre de la popularidad, su existencia fue anulada por un decreto dictatorial. Sus canciones no volvieron a ser difundidas durante décadas. La simple mención de su nombre quedó prohibida en los medios de difusión. Según el Diccionario de la Música Cubana, publicado en 1981, usted no parece haber existido nunca. Mientras el más reciente Diccionario Enciclopédico de la Música en Cuba, del año 2007, le da tratamiento de buque fantasma a su cuarteto, al refrendar que se mantuvo activo hasta 1969, pero sin especificar cómo ni por qué desapareció. Hoy, la Empresa de Grabaciones y Ediciones Musicales (EGREM), perteneciente al mismo régimen que lo borró del mapa, ha editado “Los Meme”, conjunto de cuatro discos compactos que resumen el quehacer del cuarteto. ¿Qué reflexiones le sugieren tan paradójico comportamiento?
MEME S: A todos los seres humanos que nos ha tocado vivir la desgracia de un régimen dictatorial y destructor de su propio pueblo, nos  queda muy claro que el tratar de borrar nombres, hechos, fechas e historia es lo más común en ellos. Conmigo no lo lograron. A mis 54 años de carrera, sigo aun muy vigente dentro y fuera de Cuba. Nadie tomó la decisión por mí, yo disolví mi cuarteto y tome la decisión de marcharme de Cuba. La edición de mi música, por la EGREM, solo demuestra una vez más el comportamiento contradictorio de esa gente. Lo que ayer fue malo ya no lo es hoy, en este caso mis discos les reportan divisas.
JHF: ¿La EGREM le está pagando, o ha prometido pagarle sus derechos de autor por esta nueva publicación, o por otras anteriores, como el casete con quince piezas que editó en 2005? ¿Solicitó su ayuda para la elaboración de “Los Meme”?
MEME S: El gobierno de Cuba nunca ha sido serio a la hora de pagar derechos de autor, ni en los discos ni en nada. Por ejemplo, Tropicana sigue utilizando el tema compuesto por mí como presentación en el mundo entero, y tanto por eso como por la venta de  mis discos no recibo  ningún pago por  los derechos de autor de mi obra. En ningún momento solicitaron mi permiso para la publicación de mi obra.
JHF: Hay ahora muchos artistas cubanos que se ganan la existencia material en escenarios del extranjero, mientras aseguran la subsistencia artística en su mercado natural de la Isla, actuando de vez en vez y dejándose ver en las pantallas de la televisión nacional, aunque para ello tengan que hacerle algún que otro guiño cómplice al régimen. ¿No le tienta este proyecto, sabiendo que, dada su trascendencia histórica, todavía está a tiempo de renovar aquí la popularidad que le arrebataron por decreto? ¿Ha sido usted invitado oficialmente a visitar La Habana?
MEME S: He recibido muchas ofertas para presentarme en mi país, de entidades y de personalidades artísticas. Como cualquier buen cubano, siento la tentación de hacerlo. Pero todavía no es el momento.
JHF: ¿Recuerda con exactitud el escenario y las circunstancias en que actuó por última vez con su cuarteto, en Cuba?
MEME S: Fue en el Hotel Internacional de Varadero, ya casi nos habían sacado de toda la programación de radio, tv y teatro, para irnos borrando del panorama musical, ya que no estábamos integrados a la revolución.
JHF: ¿Cómo quedaron sus manos de exquisito pianista, después que el régimen lo obligara a ganarse la vida trabajando en una fábrica de cartón, en el momento en que era usted la figura más afamada de la cancionística en Cuba? Pero, sobre todo, ¿cómo se las arregló para conservar intactas su integridad espiritual y su capacidad creativa, luego de haber sufrido tamaña injusticia?
MEME S: Nadie se explica cómo pude resistir ese tiempo y, sobre todo, mantenerme con el espíritu bien alto y la capacidad para componer en ese tiempo más de 100 obras y seguir estudiando para poder hacer arreglos orquestales, pues en el tiempo del cuarteto solo hacia los arreglos vocales. Claro, quizás todo eso también se debió al apoyo incondicional de mi gran familia y mis amigos. Compuse en ese tiempo, pienso que con más fuerza y dramatismo que en los años anteriores, y muchas de esas más de 100 obras han sido grabadas e interpretadas por figuras de la talla de Libertad Lamarque, Olga Guillot, Maggie Carles, Malena Burke, María Martha Serra Lima, Xiomara Laugart, Argelia Fragoso  y muchos más.
JHF: Sus nostálgicos dentro de la Isla, que aún suman multitud, comentan lo mal que se portaron muchos de sus amigos y compañeros de trabajo, cuando, a partir de 1969, usted se convirtió en un apestado político, sin haber participado jamás en la vida política del país, sólo por siniestra decisión del gobierno. Sobre todo, se cuestiona aquí la actitud asumida por los miembros del cuarteto, Farah María, Miguel Ángel Piña y Héctor Téllez, que tanto le debían en lo personal y en lo artístico. ¿Quisiera desmentir o agregar algo en torno a este asunto?
MEME S: Yo pienso que en esos momentos algunos de mis compañeros se sintieron presionados y, lo que es más, acobardados por las represalias que el régimen de Cuba podría tomar en contra de ellos, aunque la mayoría me brindó su apoyo sin temor alguno, como Moraima Secada, Elena Burke, Ela Calvo, Rosita Fornés y muchos más.
JHF: ¿Cómo recuerda a tres grandes amigas, que además alinean entre las mayores intérpretes de la música popular cubana de todos los tiempos: Olga Guillot, Elena Burke y Moraima Secada?
MEME S: Las tres marcaron mi vida artística y personal. Olga me descubrió artísticamente. Moraima fue la primera integrante femenina de mi primer cuarteto y mi amiga personal. Elena fue la cantante con la que más aprendí, y también mi amiga hasta los últimos días de su vida.
JHF: Los jóvenes habaneros que hoy transitan frente al Club 21, de N y 21, en el Vedado, ignoran por lo general cuántos memorables capítulos de la historia de la música popular cubana se escribieron allí, y cuánto de esa bendita substancia le debe La Habana a Meme Solís. ¿Ha visto fotos del Club 21 en los últimos años? Si las ha visto, ¿qué impresión causaron en usted?
MEME S: En realidad, no he visto fotos del Club 21, y preferiría no verlas, por lo que me han contado, pues quiero guardar en mis recuerdos la imagen que tengo de ese lugar antes del 59. No soy un hombre de sentir nostalgia, siempre he vivido adelantado a mi época.
JHF: Cuando al fin usted vuelva a presentarse en un escenario público de la Isla, ¿dónde preferiría hacerlo, en el Club 21, en el salón Caribe del hotel Habana Libre, en el Flamingo, en Radio Progreso, o acaso en Mayajigua…? ¿Cómo se ve a sí mismo de vuelta en esta Habana tan querida y tan llena de buenos y malos recuerdos? ¿Qué debemos hacer los habaneros para merecernos otro amanecer con Meme Solís?
MEME S: Lo esencial sería volver, tengo tantos lugares importantes en mi memoria y en mi corazón que creo sería difícil escoger.

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