EL VAGON AMARILLO

martes, 27 de mayo de 2014

Hipoxia

    Recuerdo bien que, durante su adolescencia, Pepe Fadul se iba con frecuencia a bucear con nosotros a diferentes lugares de la costa y solía hacer inmersiones mucho más hondas que cualquiera. Si no había mucha profundidad, podía nadar cerca del fondo a lo largo de más de cien metros, porque era capaz de retener la respiración sin excesivo esfuerzo durante cinco minutos y más. En varias ocasiones tratamos de animarlo para que se convirtiera en apneísta, pero él odiaba todo deporte, todo eso de citius altius fortius, y consideraba que las competencias eran solamente la guerra por otros medios. Luego terminó dejando de hacer buceo a pulmón, como la mayoría de nosotros.
  Recuerdo también que, a los veinticinco años, ya se había graduado y había recorrido casi todo el país como hidrogeólogo, estudiando diversos tipos de terreno para una empresa agrónoma; se había casado, sin hijos; había abandonado la geología para probar suerte como joyero, sin éxito; se había divorciado y, decidido a escapar de aquí, había intentado irse en balsa o en bote seis veces, sin poder llegar nunca más allá de las diez o quince millas, y, como fue capturado en tres ocasiones, tuvo que pasar varios años preso por tentativa de salida ilegal del país.
  A pesar de que no pensaba en otra cosa, su obsesión de fuga no respondía a ningún plan concreto. Pepe Fadul no quería irse a ningún país específico ni tenía familiares en el extranjero que pudieran ayudarlo cuando saliera. No tenía la menor idea de si sus estudios de geología le podrían servir allá para trabajar en alguna especialidad afín. Solo quería irse y todo lo demás era secundario, aun a riesgo de perder la vida en el intento. Finalmente lo logró: la balsa en que se hizo al mar con tres amigos fue rescatada por un yate de lujo que los llevó hasta la costa de la Florida. A partir de entonces, todas las noticias que nos llegaban de él eran muy vagas y hasta contradictorias.
  Nadie sabe en qué trabajó realmente, si trabajó, aunque posiblemente había encontrado algo relacionado con su especialidad. Lo extraño es que, de alguna manera extraña, volvió a su antigua afición al buceo. Al menos eso pensamos cuando supimos que estaba empeñado en alargar radicalmente el tiempo que una persona puede retener la respiración. Parece que partía de la suposición de que, si uno puede resistir varios meses sin ingerir alimentos bebiendo agua y, aun, varias semanas sin alimento ni agua, ¿por qué no puede vivir sino unos pocos minutos sin respirar aire?
  Después alguien que vino de California nos contó en qué había terminado Pepe Fadul. La verdad es que todo parecía demasiado exagerado para tratarse de él. Sin embargo, no había manera de comprobar hasta qué punto aquello era cierto. Incluso la persona que nos habló de él nos decía lo que alguien le había contado. En fin, en sus pretensiones buscando la máxima resistencia a la falta de oxígeno había practicado algo que se conoce como “hipoxia controlada”, que utilizan algunos deportistas para aumentar su capacidad. Sin duda alguna, Pepe Fadul abusaba del método, o lo hacía mal, porque muchas veces se le veía con la piel azulada y un aspecto exangüe.
  Entonces se fue al desierto de Mojave, en el sur de California. Lo último que se sabe es que sostuvo cierta relación con un viejo músico y pintor llamado Don Van Vliet, que tenía su casa en el desierto y padecía de esclerosis múltiple. Pepe Fadul andaba solo. Se dice que buscaba zonas donde la arena fuera bastante fina y de buen espesor, se sumergía y nadaba muchos metros hasta reaparecer en otro sitio, como las serpientes del desierto que procuran así escapar de las altas temperaturas. Pero él, se dice, hizo inmersiones profundas en la arena, encontró refugios en lo hondo del desierto donde había una temperatura agradable y cierta humedad. La última vez que lo vieron ir a sumergirse ni siquiera llevaba, como otras veces, una botella de agua.


Ernesto Santana, de un libro de relatos en preparación. 

Tejas, esquina de la limpieza


Por José Hugo Fernández
(Tomado de Cubanet)


Las “limpiezas” o ebbó de la santería cubana conforman hoy un atributo caracterizador del paisaje en la esquina de Tejas. Desaparecidas ya las tejas francesas que tipificaron los techos de sus edificaciones -dando nombre al lugar-, y ante la evidencia de que es muy difícil caminar por allí sin que te salga al paso una gallina sacrificada a los orishas, una paloma, una cabeza de chivo, dulces o cualquier otra de estas ofrendas que generalmente identificamos como “brujerías”, bien pudiéramos llamarle a ese entorno La esquina de la limpieza.
Claro que no es el único sitio de La Habana donde aparecen ebbó con frecuencia. En realidad, todas las esquinas, según los santeros, resultan útiles para “dejar lo malo”. Pero por alguna razón, ésta ha sido escogida de modo muy marcado para el depósito de “limpiezas”. Supongo que en gran medida debió influir el hecho de que Tejas es la confluencia de cuatro calles (Monte, Calzada del Cerro, Diez de Octubre e Infanta) que atraviesan barrios humildes, habitados mayoritariamente por personas que suelen apelar a las prácticas de la santería.
Tampoco debe ser casual que uno de los dos únicos negocios particulares que hay en la esquina de Tejas sea un establecimiento dedicado a la venta de artículos relacionados con los credos afrocubanos. Por lo general en las esquinas habaneras que acumulan vieja fama no ha prosperado el cuentapropismo. Es algo extraño, que a fuerza de serlo llega a convertirse en sospechoso.
¿Será que a los cuentapropistas no se les ha ocurrido aprovechar el enorme potencial comercial de estas intersecciones con gran afluencia pública? ¿O será que las autoridades locales del régimen están negadas a cederles allí espacios, mientras los desaprovechan ellas mismas, haciendo como el perro del hortelano?
Desaprovechado de manera notable está el espacio de la llamada Casa del perro caliente, un comercio estatal de la esquina de Tejas, que ni es casa ni vende perros calientes sino en contadísimas ocasiones. Eso por no hablar de lo vacío que permanece hoy (debido a sus precios) el sitio más popular y frecuentado de esta esquina, que antiguamente respondía al curioso nombre de Bar Moral, pero, gracias a la falta de sentido del humor de las autoridades, ha pasado a llamarse Cafetería Esquina de Tejas, nombre original donde los haya.
En el antiguo Bar Moral (qué gran jodedor debe haber sido quien lo bautizó) el régimen lo cambió todo para imponer su moralina patriotera, con profusión de consignas y carteles políticos, nada menos que en un bar. Sin embargo, aunque apenas haya clientes, aún permanece el ambiente de estampa habanera que lo distinguió siempre.
Otro antiquísimo inmueble de esa esquina, el más antiguo, es aquel en cuyos bajos estuvo ubicada la fonda El globo de Tejas, cerrada desde hace mucho, luego de haber matado tanta hambre en los entornos, y a precios módicos, sin que por ello recibiera la oportunidad de pervivir, aunque fuera con otro nombre sin gracia.
Oscura y desabastecida, la librería André Voisin ha resistido, parece que milagrosamente, el paso de varias décadas. Mientras que a su lado, puja el restante negocio particular de la esquina de Tejas, una pizzería para transeúntes.
Por lo demás, el elemento nuevo de esta legendaria esquina son los dos edificios de vivienda (de 20 y 18 plantas, respectivamente) que ocupan el espacio donde antes estuvieron el cine Valentino y una proverbial valla de gallos, y donde también vivió en su momento una de las más renombradas familias habaneras, la del perfumista e industrial Crusellas. Lástima que los nuevos edificios estén separados del parque por una horrorosa cerca de fibrocemento, lo cual echa por tierra de un tirón la ganancia de Tejas con esta novedad.

viernes, 16 de mayo de 2014

Toyo: la más fea entre las famosas

Toyo, cruce de caminos, aquí estuvo el famoso Bodegón
Por José Hugo Fernández
(Tomado de Cubanet)

LA HABANA, Cuba -Toyo está muriendo de fealdad y desamparo. Pero el hecho de que hoy sea la más fea entre las esquinas famosas de La Habana, no disminuye en nada sus valores tradicionales. Todo lo contrario, pues éstos, al igual que su fama, fueron acumulados durante siglos de auténtico arraigo en la memoria de los habaneros.
Y no sólo como referencia a la hora de mencionar el mejor pan que se cocía en nuestra isla. Más que como el nombre de un tipo de pan (que era el apellido de la familia que lo creó, en 1832), Toyo se ha perpetuado en el recuerdo como un sitio especialmente representativo de lo que fueron las esquinas habaneras antes del terremoto fidelista, cuando concentraban en sus breves espacios todo el aroma, el sabor, el colorido, la popularidad y el movimiento comercial de la ciudad.
También la arquitectura cubana tiene allí una reliquia cuyo carapacho abandonado exprime el corazón. Es lo que fue el Moderno, primer cine Art Decó del país. Como se conoce, el Art Decó fue un movimiento de gran influencia en la arquitectura nacional durante las décadas de los años 20, 30 y 40. Su llegada a nuestra isla coincidió con el auge de las salas cinematográficas habaneras. Así marcó un estilo en sus principales construcciones. Y justo la primera de éstas se halla en Toyo, muriéndose, como toda la esquina.
Por lo demás, a Toyo, única intersección de tres esquinas entre las famosas, no sólo le dispensó lumbre particular su renombrada panadería. Unos junto a los otros, se adueñaron del sitio (y de la preferencia de los habaneros) decenas de vendutas de comestibles ligeros que hacían honor a lo más delicioso y demandado de nuestra cocina: desde los proverbiales panes con lechón asado (los de verdad, que desaparecieron para siempre del paisaje cubano), o los sándwiches criollos, hasta el arroz frito o la sopa china de la fonda de Confucio; desde el mejor carnero estofado de la capital, los tamales, las fritas, el bistec a la plancha, hasta las dulcerías con vasta variedad de pasteles, o los refrescos de frutas…
Los olores a comida rica y a pan recién horneado, envueltos en la fragancia de un muy cercano tostadero de café, constituyeron un sello distintivo de  la esquina de Toyo, cruce de caminos entre Luyanó, La Víbora y el centro de La Habana. Pero ya nada queda allí, como no sea un triste espacio para la nostalgia. Aquellos comercios acabaron hundidos en la desmemoria, del mismo modo que se hunde entre la pestilencia y la suciedad todo el resto de su tesoro patrimonial.
Queda en pie la llamada Casa del Pan, pero como sombra de lo que fue. En los años ochenta, la tradición panadera de Toyo experimentó un modesto rescate, pero resultaría pasajero, y además fue el último. Actualmente, el pan que hornean en la Casa del Pan es tan malo como el de cualquier otra panadería habanera, lo cual es mucho decir. También en esa esquina instalaron un Sylvain, perteneciente a la cadena de panaderías y dulcerías destinadas al  comercio en divisas, pero su producto no parece ser particularmente mejor que el de los establecimientos comunes. Sólo es más caro y quizá un poquito menos feo.
Como calamidad extra, desconcierta y extraña comprobar la escasez de cuentapropistas en Toyo. Ya que precisamente en el pequeño y mínimo negocio particular estuvo fundamentado gran parte del prestigio de esa esquina, sería de esperar que las autoridades locales se esforzaran por remediar tal déficit, aunque fuera malamente. Pero ni eso.
En los bajos del cuchillo de Toyo, donde hubo, primero, un proverbial bodegón, que luego fue derivando (en pizzería de pie, en piloto cervecera, etc…) hasta caer en la lúgubre condición de ruina oscura y peligrosa, pervive un pobre anciano vendiendo por su cuenta viejas postales y panfletos sobre santería. Es el último reducto de esa valiosa institución que conformaron los vendedores al por menor de Toyo.




jueves, 15 de mayo de 2014

Despiértate, Aleko


  Era jueves o lunes, quizás, y Furtado sintió que aquel era su último día y que no importaba si era martes o sábado.
  Se tomó una pastilla para el dolor de cabeza —para crecer—, otra para su casi eléctrica ansiedad —para empequeñecer—, otra para su siempre fiel gastritis —para ensancharse— y otra para la inflamación en el tobillo izquierdo —para estrecharse—, y bebió entonces cuatro vasos de agua, uno por cada píldora.
  Se frotó los ojos hasta el dolor y se mordió los labios casi hasta hacerse sangre, cayendo en cuenta de que también, tal vez y por qué no, este día era sólo un miércoles, un viernes o un domingo. En fin, el mar: estaba en alguna semana.
  No, no, rezongó sacudiendo la cabeza a un lado y al otro, como hacía su padre cada vez que lo veía para enseguida sonreír con amargura, pues para él su hijo no merecía apellidarse Furtado y para mayor exactitud lo nombraba El Diferendo.
  Su madre, para defenderlo, en vez de Alexéi, lo había apodado Aleko, pero él se llamaba a sí mismo El Indiferendo y nadie lo sabía, y ni siquiera él mismo sabía la razón de usar un apodo tan borroso.
  Aparte de todo eso, en la más pedestre y próxima circunstancia cronológica, era un día preciso, martes, y de pronto Alexéi Furtado se dio cuenta, ya a media tarde, de que lo primero que tenía que haber hecho en aquel día definitivo era llamar a Miriam y decirle que no volverían a verse nunca más. Así lo hizo: sin darle ninguna explicación, aunque se dijo a sí mismo que lo hacía para crecer.
  A las seis de la tarde sólo sentía que había empequeñecido. Sin embargo, pronto tuvo la certeza de que en dos o tres días aquella sensación habría cambiado y entonces sentiría haberse ensanchado. Para que no quedara la menor duda tomó una nueva ráfaga de cuatro píldoras y las acompañó esta vez con ocho vasos de agua.
  ¿Es que quieres ahogarte?, le dijo su padre mientras negaba con la cabeza.
  No, no, rezongó Furtado hijo repitiendo el gesto de Furtado padre, aunque con más fuerza, y añadió: lo que quiero es hincharme y reventar.
  Mentira, replicó el padre con amargura, lo que quieres es disolverte.
  No, dijo él asintiendo extrañamente con la cabeza, lo que quiero es diluirme.
  Pues date una buena ducha, hombre, que buena falta te hace, exclamó el padre sonriendo con verdadera satisfacción.
  Pero él ni oyó esas palabras porque lo único que llegaba a sus oídos, inundándolos, era un coro de carcajadas extrañas, como si hubiera decenas de viejas asomadas a todas las ventanas y las puertas de la casa contemplando la escena y riendo incontrolablemente.
  De modo que Furtado hijo entró a su cuarto, tiró la puerta, sacó del bolsillo dos monedas de veinte centavos, se escurrió debajo de la cama, puso las monedas sobre sus párpados cerrados, se metió un pañuelo en la boca y lo mordió con fuerza hasta quedarse dormido.
  Soñó que estaba muerto y que los días pasaban y pasaban semanas y meses y no se descomponía su cuerpo, que ni siquiera se sentía rígido y que sus oídos seguían llenándose de las carcajadas del coro de viejas invisibles y que al fin no tenía más remedio que revivir y salir de debajo de la cama y del cuarto.
  Pero no había nadie en la casa. Cosa extraña, aunque era medianoche. Sólo había silencio. No el silencio de una casa vacía, sino el de una ciudad abandonada. Y fría, muy fría. Y en la casa vacía todo era de hielo.
  Pensó que al final de su último día lo único que hallaba era un primer día sin nombre, sin término. Se sentó en la butaca más honda y despierto por completo sintió que se hallaba encima de un glaciar que avanzaba una pulgada cada día. Y él no tenía la menor prisa.


Ernesto Santana, de un libro de relatos en preparación.

Peregrina

La ermita de la Virgen de Regla está aún cerrada a esta hora de la mañana. Va entonces hasta la orilla de la bahía para hacer tiempo. Un grupo de niños retoza entre las sucias aguas. Al verla acercarse, comienzan a levantar sus bracitos, todos a la vez, mientras gritan: A mí, tíramelas a mí. Una negra vendedora de flores le comenta que los devotos que vienen a pedir milagros o a formular promesas, suelen quitarse algunas de sus ropas y las tiran al mar, como dádivas para el reino de Yemayá. Los niños esperan en el agua durante todo el día, compitiendo entre sí por apoderarse de tales ofrendas, que luego venden o cambian por comida en el pueblo. Anda, quítatelas, tíralas, repiten ahora en coro, entre suplicantes y resolutorios. Ella no ha ido preparada, pero aquellos mocosos no admiten titubeos. Les lanza su chaqueta recién comprada en una boutique de Estocolmo. Y echa a andar rumbo a la ermita, cuyas puertas acaban de abrirse. A punto de entrar, una manita fría y húmeda toma su mano. Cuando mira, ve a varios niños de la pandilla. El que le sostiene la mano es el más pequeño y delgaducho de todos, pero, al parecer, el líder. Trae su chaqueta puesta. Le llega hasta los pies y está empapada. Mete la manita en uno de los bolsillos y saca algo. Mire –le dice-, se le ha quedado esto. Ella reconoce su monedero. Repara en que había echado al mar todo el dinero en efectivo que llevaba encima. No puede creer que se lo estén devolviendo. Pero toma el monedero. Lo abre. Comprueba que su contenido está intacto. Les pregunta: ¿Por qué me lo devuelven? Porque el puro nos mata si llegamos con eso a casa, se apresura a responder el líder. Extrae entonces dos billetes de 20 euros y se los entrega. La algarabía es tal que debe acudir un sacerdote a restablecer el orden en la puerta del santuario. Ella se queda observando a la pandilla cuando huye, jubilosa, calle abajo. De pronto, cree sentir algo muy parecido a la envidia ante aquella infantil capacidad para la dicha sólo por haber obtenido un poco de lo mucho que les falta. Precisamente para ofrecerle a la Virgen de Regla un poco de lo mucho que le sobra, a cambio de lo único que le falta, realizó ella este largo viaje hasta La Habana. Sin embargo, la devolución del monedero se le antoja una respuesta de Yemayá, antes incluso de su ofrecimiento. Dirige una última ojeada a la bahía. La vendedora de flores la está despidiendo con un amistoso ademán, como si supiera que ha resuelto regresar a Europa sin entrar a la ermita. 

 José Hugo Fernández, de su libro “La novia del monstruo”.

lunes, 5 de mayo de 2014

Rockeros: los parias invisibles de Cuba



(Tomado de Cubanet)
Los rockeros cubanos fueron parias totales durante más de un cuarto de siglo. Y todavía son asumidos como parias, pero es obvio que su estatus ha experimentado cambios (digamos para mejor) a partir de la segunda mitad de los 80. Cuando los historiadores se animen por fin a escarbar entre las huellas que dejó la Perestroika en Cuba, quizá sea posible precisar el momento y las circunstancias que impulsaron el inicio de tales cambios.

domingo, 4 de mayo de 2014

Tan insólita como sórdida



(Tomado de Cubaencuentro)

En su última novela, José Hugo Fernández desarrolla una trama aderezada con sangre, incesto y sordidez existencial. El resultado es una obra que posee una consistente textura literaria
Carlos Espinosa Domínguez, Misisipi | 02/05/2014 12:36 pm

 

Hasta ahora, solo conocía a José Hugo Fernández (La Habana, 1954) como periodista independiente. En el sitio digital Cubanet aparecen regularmente sus artículos. Además de que en ellos trata temas de la realidad cubana actual que la prensa oficial prefiere ignorar, sus textos tienen la virtud de estar bien escritos. Periodismo crítico e inteligente, que a esos valores suma otro importante: el placer que proporciona su amena lectura.
Recientemente he venido a descubrir que, además de esa valiosa y necesaria labor, Fernández también se dedica a la creación literaria. Ha sido a través de la novela Mujer con rosa en el pubis (Plaza Editorial, 2013, 154 páginas). De acuerdo a la breve información que aparece en la contraportada, previamente ya había dado a conocer varias obras narrativas. De todos modos, es algo que el lector de su obra más reciente de inmediato se da cuenta: se trata de un libro cuya escritura denota el buen oficio que se adquiere tras varios años de ejercicio.
“A mí que nadie me lo crea. No soy sino un testaferro. Es la historia de mi tío, el coronel Lorenzo Durán López, delineada por su mano, con inmundicias y con sangre”. Es lo que advierte al inicio de Mujer con rosa en el pubis quien la narra en primera persona. La advertencia no es gratuita, pues a medida que el lector se adentra en sus páginas va asistiendo a una trama tan insólita como sórdida. Un hombre, el coronel a quien alude el narrador, vive obsesionado por una loca pasión por la fotógrafa italiana Tina Modotti. De acuerdo a él, quien murió en un taxi en México no fue ella, sino una impostora que se apropió de su identidad. La verdadera Tina Modotti vino a vivir furtivamente en Cuba. Allí adoptó el nombre de Aurora Barrios y se hizo pasar por institutriz al servicio de la alta burguesía habanera. Así fue, cuenta el narrador, como su tío “llegó a conocer personalmente a Tina Modotti, alias Aurora Barrios, hacia mediados de la década de los 40, fecha en la que ella había empezado a peinar canas, en tanto que él apenas se adentraba en la hombría”.
También tienen vínculos con Tina Modotti varios asesinatos de mujeres ocurridos en La Habana. De acuerdo al coronel, Aurora Barrios murió asesinada en circunstancias misteriosas. Su cadáver fue hallado a fines de 1947, a orillas del río Almendares. Cuarenta años después y en ese mismo sitio, empiezan a aparecer los cuerpos sin vida de algunas mujeres. Estas además iban vestidas exactamente a como vestía Aurora Barrios por última vez: falda negra, blusa blanca, zapatos negros de trabita con tacón bajo y una chaqueta negra. El pelo lo llevaba recogido con una peineta roja en un moño redondo, en lo más alto de la cabeza.
De esa madeja argumental, de la cual solo he mencionado elementos parciales para no privar de parte de la sorpresa a futuros lectores, el anónimo narrador es algo más que un simple testigo. Está implicado en los hechos que ocurren y, lo que es peor, su implicación linda en ocasiones con la complicidad. Algo además que, como él admite con franqueza, disfruta. ¿Por qué esa insana dependencia por una historia que al mismo tiempo lo aterraba? ¿Qué le impedía liberarse y escapar de la sombra de su tío, a quien considera un personaje siniestro? ¿Por qué se conformaba con ser “un subproducto perruno” de él? La respuesta que da es: “A veces uno necesita saber que existe. Y esa es una certeza que nunca pude dispensarme yo mismo”. Muerta su madre, fue su tío quien volvió a hacerlo sentirse percibido, algo que a él le resulta indispensable para justificar su existencia.
Como se dice en la contraportada, Mujer con rosa en el pubis desarrolla una trama aderezada con sangre, incesto y sordidez existencial. Asimismo hay “un asesino en serie dominado por una obsesión que, es al mismo tiempo, amor platónico y depravada causa de revancha contra el destino”. Partir de esos ingredientes conllevaba un alto grado de riesgo, pues mal manejados podrían haber dado lugar a una obra con un nutrido arsenal de trucos. Fernández ha sabido darles un tratamiento adecuado, y se materializan en una novela que posee una consistente textura literaria.
La novela de Fernández posee una trama intrigante y mantiene una considerable dosis de tensión. En ese sentido, consigue atrapar al lector y mantenerlo interesado. Como señalé antes, lo logra sin recurrir a los recursos más truculentos y manidos en las obras de este tipo. Conviene hacer notar que a pesar de que participa de elementos del género policial (unos asesinatos, un enigma), la estructura argumental no se sostiene propiamente en una investigación que conduce al descubrimiento metódico y gradual del autor de los actos delictivos.
En lugar de eso, Fernández ha optado por dar mayor importancia a otros aspectos más importantes. Por ejemplo, las motivaciones sicológicas y las relaciones entre los personajes, lo cual hace que la trama tenga una mayor complejidad. Mujer con rosa en el pubis está narrada con profesionalismo y se beneficia además con una correcta estructura, una justeza de tono y una cuidada escritura. Todo ello, en suma, hace que sea una lectura que no dudo en recomendar.