EL VAGON AMARILLO

jueves, 25 de diciembre de 2014

El que va a morir


Negra sobre lo negro y muy fría. Son pocas las palabras conque el que va a morir lega constancia de su última noche. Sólo agregará que es la noche más fría de su vida. Un dato incontrastable en lo referido al tiempo en La Habana durante las noches de diciembre, puesto que la vida del que va a morir discurrió por escasos inviernos: diecisiete apenas.  
Coincidentemente, son diecisiete los días que permanece en el reformatorio para menores, un sitio que también describirá en términos sucintos: Todo es violencia, las condiciones del encierro, los guardias, el trato entre los recluidos, el nombre de reformatorio para disfrazar con cinismo el de cárcel o infierno...     
En esas confidencias que me deja por escrito (¿una carta?, ¿un fragmento de diario?, ¿un poema?), bajo el título “El que va a Morir”, expresa un sorprendente testimonio de admiración hacia varios libros no adecuados o no recomendables para su edad. Son de un mismo autor cuyo nombre no menciona, pero no es menester, ya que cita algunos títulos: “Los endemoniados”, “Crimen y castigo”, “Los hermanos Karamazov”… Afirma que leer estos dos últimos le hizo daño, porque lo asustaban y lo complacían a un mismo tiempo. Confiesa que a merced del influjo hipnótico (es su adjetivo) del primer libro, sintió la necesidad de buscar documentación sobre el autor. Y fue entonces cuando supo que alguna vez lo habían acusado de abusar sexualmente de una niña. En “El que va Morir” también me permite constatar el desgarramiento interior que le provocara tal revelación.     
Es comprensible que recuerde ahora aquel pasaje (quizás apócrifo) de la biografía del novelista. La confusión lo atormenta. Más que la injusticia. Aún más que el remordimiento ante su posible aunque no probable culpabilidad. 
A través de “El que va a Morir”, también conoceré que amó su balbuciente carrera como maestro de escuela primaria. Al principio no le gustaba –dice-, hubiese preferido estudiar letras para hacerse escritor. Pero al perder a su madre, a los dieciséis años, tuvo que aprovechar la oportunidad para independizarse de la tutela paterna. Me tortura no poder explicar los motivos por los que deseé esta independencia: Así escribió en sus papeles. Con trazo firme. Aun cuando temblorosa la mano, supongo.
No se queja. No demuestra que le abrumara la responsabilidad de ser maestro de niños siendo él mismo poco más que un niño pero menos que un hombre: Me acostumbré a la idea –apunta-, me sentía cómodo entre ellos. Y luego vino el hechizo.
Esta palabra, el hechizo, será manejada como argumento clave por los investigadores policiales. Es la que encuentro escrita un mayor número de veces en “El que va a Morir”. Siempre a propósito de su entorno en la escuela. Ligada siempre a un nombre, aunque por muy sinuosas interconexiones: Lizabeta, El hechizo.
En cambio, no resulta posible hallar entre sus confidencias la frase “Me tocó y luego me besó”. Por mucho que sospeche que debió estar gravitando permanentemente sobre la conciencia del que va a morir. Es la frase que lo condujo a prisión y que continuará aprisionándolo hasta el fin.
En los documentos del proceso figura como la revelación de su delito. Y como la única prueba: “Me tocó y luego me besó”. Desde la incontestable candidez de sus nueve años de edad, Lizabeta se la habría confiado primero a su muñeca, a modo de un secreto entre amigas. Después, ya no paró de repetirla. Ante sus padres, ante el director de la escuela, ante las autoridades de Educación… Y como la familia no se resignaba a zanjar el conflicto con la anulación de su carrera como maestro, Lizabeta se verá obligada a seguir repitiendo la frase, ante los investigadores de la policía, ante el fiscal, ante el jurado.
En “El que va a Morir”, yo, su único lector, a quien fue dedicado en exclusiva, tal vez por ser el padre del que va a morir, puedo leer otro largo fragmento que él consagra al autor de sus novelas preferidas. No creo necesaria la reproducción. Sólo una referencia que me inquieta. Dicho autor –dice- consumido por el remordimiento a causa del asunto con aquella niña, pidió consejo a un amigo, el cual le impuso como penitencia que confesara su pecado al hombre que más odiase sobre la tierra.    
Por lo demás, “El que va a Morir” no registra ni una sola vez la frase que lo incriminó. Es como si al ignorarla, estuviese queriendo borrar su existencia. Si no la percibo, no puede ser cierta, parece haber resuelto, aunque no figure entre sus confesiones. No debe ser porque la acusación le asuste. O porque le asuste más que otros detalles del caso. Tampoco confiesa haber dudado de su verosimilitud. Pero a mí me consta que con anterioridad a su última noche, el que va a morir fue informado de que no era la primera vez que Lizabeta deslizaba esta frase imputadora, aplicándola siempre a sus maestros, en las distintas escuelas por las que ha pasado, no obstante sus tiernos 9 años: Me tocó y luego me besó. Sin embargo, de la misma manera que antes él abolió la frase, negándose a reconocerla, se negará ahora a invalidarla sólo porque ha surgido un motivo para ponerla en duda.
Si el hechizo obró en mí, ¿por qué no pudo obrar igualmente en los demás maestros?: Presumo que con esta incógnita quiso ratificarme que “El que va a Morir” no fue escrito como una declaración de inocencia, sino como testimonio de una culpabilidad que no por desconcertante, es menos real.
No muero –concluye- por lo que pude hacer y no hice, sino porque pude querer hacerlo.  

José Hugo Fernández, del libro “Hombre recostado a una victrola”. 

Cuando cruces los blancos archipiélagos


  Irene y Andrés salieron muy animados a la calle, nadando en la luz, hablando de asuntos mínimos. Después no recordarían si entonces iba alguien con ellos. Era como esos sueños en los que uno va sin dudar no sabe adónde, acompañado no sabe por quién.
  Puede que no fuera sino una caminata al azar luego de varios días de amor y sin salir ninguno de los dos a la calle. Aún estaban ebrios de deleite y todavía no se interesaban por lo que les fuese ajeno. Sin embargo, esta salida, aunque no lo dijeran, y ni siquiera lo pensaran, sellaba el éxtasis de estos días. Era una secreta despedida.
  En el doloroso resplandor de la tarde, los ojos de Irene eran tan claros y dulces que durante mucho tiempo continuaron siendo más reales en la memoria de Andrés que los sucesos posteriores, cuyos vestigios se disolverían en el agua de la noche entre fragmentos de sueños tumultuosos.
  Entraron por un pasillo que separaba dos edificios hasta llegar al patio manso y gris que se extendía al fondo de la casa de Tío Mersal. Un árbol de plomizo follaje crecía muy próximo a la pared de uno de los edificios. Entre esa pared y el tronco se enroscaba la espiral de una escalera de hierro muy carcomida. Ante el árbol había un charco enorme, blanco de cal y denso, con aguas de cien lluvias.
  En el aire ardiente aparecieron dos hombres minúsculos justo en el momento en que llegaban Irene y Andrés. Estaban vivamente coloreados. Uno, muy erguido, tenía entre los dientes un tabaco; el otro se mostraba muy amargado bajo su paraguas negro. Ni Andrés ni Irene comprendían lo que sucedía entre ellos, pero era divertido verlos: indudablemente intentaban decir algo, no a los recién llegados, no una charla entre ambos, sino decirlo solamente. Las voces que hablaban por ellos eran chillonas y torpes a propósito.
  —¡Somos salamandras! ¡Somos arcángeles del fuego! ¡Nacimos en Sodoma bajo el fuego de Dios!
  Irene comenzó a aburrirse y ya no hacía otra cosa sino observar los hilos que, tendidos desde lo alto de la fronda, partían de manera vertical el aire como hendijas de luz, y se movían de tal forma que los hombrecillos parecían caminar realmente sobre el agua blanca del charco: eran seres desesperados, claro está, pero también milagrosos.
  Después de retirarse del humilde guiñol de barrio desde donde alcanzó cierta fama, y siendo aún relativamente joven, Tío Mersal estuvo unos años ofreciendo funciones los fines de semana, pero luego se negó a seguir y fue entonces cuando Juan, que había sido su aprendiz y lo era aún, incluso creyéndose emancipado, comenzó a atraer público a la ciudadela Urbach, primero con marionetas que se parecían a las de su maestro y, muy pronto, con otras que ya eran inconfundiblemente suyas, aunque nunca gustaron tanto como las de su tío.
  Subiendo por la escalera de caracol, Irene y Andrés sentían que los rodeaba la fresca sombra del follaje. Ya a la altura del primer alero del edificio, entre las ramas del árbol, se encontraba Juan, inclinado sobre la pequeña hornilla eléctrica que Tío Mersal había instalado allí para preparar sus caldos y su té, lejos del alboroto de la casa. Irene saludó a Juan y él le respondió con un gesto casi imperceptible de la cabeza. Andrés le dijo: “¿Y qué?” Y su hermano le respondió con voz ronca y baja: “Aquí me ves”. El resplandor de la hornilla hacía más rojiza su barba y más chispeantes sus ojos.
  —Yo lo conocía ya —dijo Irene en un susurro—, pero no sabía que era tu hermano.
  Andrés no dijo nada. Cuando llegaron arriba, salieron a la terraza estrecha, esquinada, cubierta totalmente por una enredadera de flores moradas. Las lluvias y los pasos habían pulido durante años las losas, muchas de las cuales estaban quebradas.
  Irene parecía de nuevo animada, al contrario de Andrés, que de repente se veía un poco embotado. Ella saludó con evidente complacencia a Tío Mersal. En cuclillas al centro de la angosta terraza, hoy con un pequeño sombrero blanco —pues siempre usaba gorras, boinas, sombreros de cualquier tipo—, el hombre separaba decenas de marionetas en dos bandos, sobre el piso, escogiéndolas quién sabe por qué razones.
  —Siéntense —dijo, con un torpe ademán, pero satisfecho como si hubiese estado esperándolos—: Acabamos de probarlas todas y hay varias que ya son demasiado viejas —añadió, señalando uno de los montones.
  —Tú también estás demasiado viejo, ¿no? —dijo Andrés, para buscarle la lengua a su tío, pero decir eso le hizo recordar el tiempo en que Juan y él acudían siempre al guiñol del barrio entronado en la glorieta del parque, y ese recuerdo lo hizo sentirse irreal por un instante.
  —No te preocupes, que Dios se encarga siempre de apartar a sus marionetas humanas cuando ya no sirven —replicó, con una chispa socarrona en los ojos—. Mañana ayudaré a tu hermano en sus funciones de domingo. Juan no lo ha aprendido todo aún. Además, Tío Mersal hay y habrá uno solo.
  —Gracias al Todopoderoso —replicó Andrés, y el hombre rio por lo bajo, encantado de la ironía de su sobrino.
  Como Irene lo veía por primera vez, Tío Mersal, sin cambiar de postura, le contó la historia que ya Andrés conocía bien, incluso en sus diferentes versiones.
  Siendo niño, cuando no le decían Tío Mersal sino Damián, su verdadero nombre, estuvo enfermo. Tenía mucha fiebre, se había quedado solo en el cuarto mientras su madre buscaba una medicina, y veía figuras extravagantes en las paredes, en el armario, en las sábanas. Capote, un viejo vecino que se encerraba durante meses para no ver ni escuchar a nadie, se apareció en su casa y le obsequió una armónica nacarada. Nunca Damián había recibido un regalo tan precioso.
  —Aprende a tocarla solo —le dijo Capote con voz misteriosa— y llama con ella a los pájaros. O a los muertos. Como más te guste.
  Sin que nadie se opusiera, Damián aprendió a tocar el instrumento. La enfermedad duraba ya más de dos semanas. Una tarde, llamó a los pájaros que habitaban el árbol del patio aledaño, y ellos acudieron a la ventana y con su sola presencia lo liberaron en pocos días del delirio de la fiebre. Aunque al principio parecían dudosos, luego venían durante horas y se quedaban posados en la ventana o en el sitio más cercano.
  Entonces llegó un ciclón formidable y llovió tanto que alrededor del árbol se formó un charco enorme. Tres días más tarde, cuando ya había sanado y el cielo se despejó por completo, el niño pudo abrir la ventana y ver que el árbol se erguía, intacto, en medio de lo que para él semejaba un pequeño océano.
  Sin embargo, los pájaros no regresaron con la calma y de nada le valió a Damián llamarlos con la inaudita música de su armónica. Cuando Capote volvió, le dijo que el huracán se había reflejado en el charco con la figura de un gran pájaro y que, cautivadas como por un sortilegio, las aves se habían lanzado al abismo del ojo de su dios. Aunque hubiera parecido que se ahogaron todas, lo cierto es que retornaron al lugar de donde habían venido, pues el gran pájaro, aparentando ser sólo un reflejo del huracán, había venido a buscarlos.
  Irene se rio, sorprendida por el final de la historia, pero su risa se cortó de golpe cuando vino Juan, envuelto en una manta que alguna vez fue amarilla, o quién sabe si azul.
  —¿No te mueres de calor? —le preguntó en tono familiar.
  Juan respondió con un gesto de la mano que podía tener cualquier significado, sin deseo o sin fuerzas para hablar.
  —Se muere de fiebre —dijo Tío Mersal, incorporándose al fin.
  —Ah, pescaste una gripe —dijo Irene, y Tío Mersal replicó enseguida, con exagerada sobriedad:
  —No se puede ser alcohólico impunemente.
  Meneando un poco la cabeza y sonriendo, Juan no dijo nada ahora tampoco. Su apariencia era más descuidada que nunca. Estaba increíblemente desgreñado y su barba, hirsuta y rojiza, le daba cierto aspecto demoníaco. En una mano tenía un jarro grande, sostenido con un paño grasiento para no quemarse. En la otra traía dos jarros pequeños. Cuando le abrieron paso, colocó la vasija sobre la mesita de hierro que había en una esquina de la terraza.
  —Después de aquello —continuó Tío Mersal repentinamente mientras Juan repartía el té—, caí en el gusto por las marionetas. No quería saber de otra cosa. Pero ya no era como con los pájaros, aunque a veces hubiera jurado que los muñecos aprendían solos, sin necesidad de mis manos ni de los hilos. Tú has reunido bastante experiencia —dijo, volviéndose hacia Juan, que no lo miraba—, pero todavía los tuyos no dan la impresión de actuar solos. Además, acabas de saber, como quien dice, lo más importante: todas las historias son en el fondo muy sencillas, aunque nadie pueda hacerse entender completamente por otro.
  Juan le extendió a su tío el jarro más grande y no probó del suyo hasta que él hubo tomado unos sorbos y, asintiendo con la cabeza, hizo un enfático ademán de catador experto. Entonces les sirvió en los jarros pequeños a Irene y a su hermano. Era un té fuerte y discretamente azucarado, a cuyo sabor se sumaba el de alguna otra hierba para lograr un gusto exacto, delicioso, que más tarde sería para Andrés el mejor recuerdo de la jornada, aun sospechando que aquel terso aroma bien podía, de algún modo, haber sido añadido a su memoria después.
  Acabado el té, Juan tomó algunas marionetas del bulto mayor, las revisó con cuidado y las volvió a tirar. Entonces hizo sonar algunas notas en la armónica, tan pequeña que casi se perdía entre sus anchas manos.
  —Ahora verán un baile de muñecos —dijo, sonriendo como un niño que promete alguna travesura singular—. Al final vendrá la Gran Marioneta, también conocida como el Títere Interminable o el Muñeco Absoluto, y se llevará a todos sus infelices cachorros.
  Tío Mersal lo miró entre temeroso y severo, y Juan comenzó a tocar una música que resultaba ser un murmullo, una canción tan distante que dejaba de ser canción: oscuro su dulzor, sin perfil aparente, era una sucesión de notas ajenas entre sí que se resolvían de pronto como el dibujo verde de un árbol sobre el verde de un bosque. Al terminar, Juan estaba de nuevo opaco y estrujado por la fiebre. Tosió e hizo una arqueada, pero no llegó a vomitar.
  —No te queda por arrojar más que el estómago —dijo Tío Mersal.
  El silencio se dilataba como la semipenumbra irradiada por el crepúsculo desde afuera.
  Irene y Andrés se marcharon luego de una breve despedida y caminaron de regreso a la ciudadela, entraron al apartamento que Arnuru le había prestado a Andrés por una semana y se tendieron en la cama sin desvestirse, como si aguardaran algo que ninguno de los dos se atreviese a nombrar. Un rato más tarde hablaron, pero sólo de cosas menudas.
  Cuando ya hacía mucho rato que era noche cerrada, Andrés, que había creído dormida a Irene, adivinó de pronto que ella tenía los ojos abiertos en la oscuridad.
  —¿Qué te pasa?
  —No puedo dormirme.
  —Creo que yo sí me dormí un rato. ¿No hablé nada? —hizo una larga pausa antes de añadir—: Tuve un sueño.
  —Yo también.
  —Estaba contigo, Irene. Cuéntame el tuyo.
  Ella no dijo nada durante unos minutos. Luego empezó a hablar pausadamente:
  —En mi sueño Juan no parecía ser tu hermano. O tal vez no era él. Tenía los ojos como brasas. Dormía aquí, en el suelo, junto a la cama, abiertos los ojos igual que un cadáver. “¿Qué pasa?”, me preguntó, y yo le dije lo mismo que te dije a ti ahora, que no podía dormirme. “No, te pregunto lo que pasa allá afuera”. Entonces sentí el estruendo. Si en algún sitio la tierra se hundía, rugiendo, si en algún lugar la ciudad se desplomaba con un millón de gritos, con el estrépito de todos los techos y las paredes y las calles y los carros perdiéndose en un abismo; si en algún sitio eso ocurría era en el cuarto de al lado. De pronto ya Juan no estaba aquí. Tú te levantaste, pasaste despacio al otro cuarto y encendiste la luz, pero no notaste nada raro. Yo estaba pendiente de ti, mareada y con mucho miedo. Tú sentías lo mismo: en un momento me miraste y creí que te habías visto en mis ojos porque te tapaste la cara con las manos.
  —Tus ojos son demasiado claros.
  —Te digo lo que pasó en el sueño —hizo una pausa larga—. Luego volvió aquel ruido espantoso, ahora en este cuarto, aquí mismo. Me separé de ti a punto de caerme porque todo estaba dando vueltas. Tú me abrazaste, temblábamos los dos. Y no hacíamos más que mirarnos a los ojos.
  —Tus ojos siempre me alivian.
  —Fuimos al balcón que daba a la calle, igual que este, pero comunicando las dos habitaciones. El ruido terminó. Había una increíble tranquilidad en la calle y el aire olía como si hubiera muchos jardines cerca de aquí. Pensé que nunca amanecería. Y de nuevo, repentinamente, se escuchó aquello. Ninguno de los dos nos atrevimos ni a respirar: el ruido espantoso se oía en las dos habitaciones, detrás de nosotros. Miramos hacia la calle y vimos a Juan, acurrucado junto a un árbol. Poco a poco se fue acabando el estruendo. Tu hermano alzó los ojos y nos vio, pero sin reconocernos. Daba la impresión de que estaba allí esperando algo mucho peor que aquel ruido. Entramos de nuevo al cuarto. Creo que tú te sentías peor que yo: querías hacer algo por Juan, pero no entendías lo que estaba ocurriendo. Yo tampoco entendía y, sin embargo, eso no me preocupaba tanto como a ti. Encontramos a Tío Mersal en el cuarto, acuclillado junto a su hornilla eléctrica puesta en el suelo, hacia una esquina. El aire olía a té. Nos dijo que nos había servido un poco en un vaso y después se levantó y se fue, llevando en la mano, sin quemarse, un jarro grande que humeaba. No cerró la puerta al irse, como si fuera a regresar enseguida. Me sentía ya bastante tranquila. Creo que ni siquiera me acordaba del estruendo. El té había quedado delicioso, pero al segundo sorbo me vi los ojos reflejados en el líquido, mirándome como si no fuese yo misma, sino alguien diferente. No recuerdo qué sucedió después.
  Cuando Irene acabó ya Andrés se había dormido.
  Despertó un rato después, sobresaltado y no la encontró. Salió al pasillo encendiendo un cigarro, inquieto. Volvió a entrar, preparó un poco de café y se lo bebió casi todo. Salió de nuevo y recorrió otros pisos de la ciudadela sin encontrarla y sin poder detenerse, aunque lógicamente era inútil buscarla así y preguntar por ella donde nadie la conocía.
  Por último, bajó al sótano, que era enorme de acuerdo con el tamaño de la edificación. La mayor parte servía como garaje y el resto, compartimientos y desechos, era el campo de juego preferido por los chiquillos del barrio. La luz de la luna, penetrando por los respiraderos y las ventanas rotas, le daba cierto aire remoto al lugar y más aún a Irene, sentada sobre el suelo grasiento, y a Juan, cuya lúgubre figura se recortaba inciertamente contra una pared sucia.
  Entre ellos dos había un bulto de marionetas en el que brillaban ojos de sal, mejillas plateadas, cabellos verdes, grandes orejas temblorosas, frágiles manitas, silenciosas expresiones de paciencia o de ira, cabezas ligeras como globos. Dos dedos de Juan tamborileaban sobre uno de los muñecos. Era como si contemplara una montaña de cadáveres con los cuales no supiera qué hacer.
  Andrés tampoco sabía qué hacer con ellos dos o consigo mismo. No sabía siquiera qué decir, si es que debía decir algo. Su hermano balbució unas palabras que Irene, aun estando más cerca de él, no comprendió. Andrés le tendió su fosforera a Juan. Asintiendo, el otro se puso en cuclillas y permaneció de ese modo un rato, como quien tiene que hacer algo difícil y preciso y se detiene a reunir aliento.
  Cuando Andrés arrojó la colilla del cigarro sobre el amasijo de marionetas, Irene lo miró alarmada y sin el menor destello de ternura, al tiempo que Juan mostraba una media sonrisa de complicidad, encendía la fosforera y llevaba la llama hasta el montón de cuerpos desnudos, cada uno un sarcasmo, una insinuación entre diabólica e ingenua, acentuada ahora por el fuego que tan fácilmente mordía en ellos y revelaba, de pronto, las ánimas enmascaradas con rostros ingeniosos, ropajes festivos, piernas y brazos de cartón coloreado, que ya empezaban a retorcerse a punto de un gemido o, mejor aún, de una convulsa carcajada. Sin saltos ni chisporroteos, las cabezas giraban unas sobre otras. La alucinada calma de Irene se tornaba, mientras tanto, para Andrés, en el espectáculo verdaderamente angustioso.
  Después de arrugarlo con la mano, Juan lanzó al fuego un papel que rebotó en la cabeza de un muñeco y cayó a los pies de Irene. Ella sostuvo su mirada vacía hasta que él, sin una palabra, dio media vuelta y se perdió en la penumbra del sótano. Dudosa, ella recogió el papel, lo alisó sobre sus muslos, le echó un vistazo y se lo tendió a Andrés, que lo miró unos segundos antes de tomarlo.
  —Seguramente ya ni se acuerda por qué lo escribió —dijo y se encogió de hombros.
  Entonces Irene leyó, con voz tenue, a la luz de la fogata:

Recuérdame como el roce de una mano entre la lluvia
o como la espuma tibia de una ola pasando sobre ti
mientras sueñas un largo país de suelo fértil.
Recuérdame cuando cruces los blancos archipiélagos
que guardan las arcadas de la muerte.
Allí me esperarás para descender los dos,
leves y resueltos, hacia el agua púrpura
en que nos ofrendemos al sol de lo profundo
para ya no renacer jamás, jamás.

  Cuando ella terminó de leer, ninguno de los dos hizo el menor comentario e Irene, sin atinar a otra cosa, dobló el papel y lo mantuvo apretado en un puño. Luego subieron de nuevo al cuarto y cerraron la puerta. No apagaron la luz ni se desvistieron. No hablaron ni siquiera de cosas menudas.
  Andrés demoró mucho en dormirse. Alargaba la mano de vez en cuando y tomaba un sorbo de café, evitando mirarse la cara en el reflejo del líquido.
  Despertó más temprano que de costumbre y antes de abrir los ojos ya sabía que Irene no estaba. Se levantó, apagó la luz y volvió a la cama, contemplando cómo los granos de luz de la mañana penetraban sigilosamente en la habitación y conquistaban los rincones.
  Tomó el jarro para beber otro sorbo de café, pero ya se había acabado.
Ernesto Santana, del libro “Cuando cruces los blancos archipiélagos”


miércoles, 10 de diciembre de 2014

La primera mujer desnuda del cine cubano




A Yolanda Farr parece inquietarle que la recuerden sólo desnuda. Y tiene razón, porque antes y después de su actuación en Memorias del Subdesarrollo, desplegó una exitosa carrera como actriz de teatro y vedette en La Habana y Madrid

LA HABANA, Cuba -A Yolanda Mariño Pfarr, o Yolanda Farr para la historia, parece inquietarle que la recuerden sólo como la primera mujer desnuda del cine cubano. Y tiene razón, porque antes y después de su actuación en la película Memorias del Subdesarrollo, desplegó una sustancial carrera como actriz de teatro, televisión, cine y espectáculos de cabaret. Sin embargo, no deben ser pocas las grandes actrices que le envidian el privilegio de haber sido la escogida por nuestro más famoso director en tiempos de búsquedas y aciertos para el cine de la Isla.
Si hoy los cubanos no le hacemos la debida justicia, teniendo presente su participación en aquel suceso histórico, no es porque a ella, o a quien la dirigió, le faltasen talento y profesionalidad para merecerlo, sino por obra y gracia de la censura.
Sobre este y otros pormenores relacionados con su quehacer artístico, Yolanda Farr tuvo a bien dispensarnos algunas respuestas para los lectores de Cubanet:





















Fotograma de Memorias del Subdesarrollo

¿Podría hablarnos sobre las circunstancias que la condujeron a convertirse en la primera mujer desnuda del cine cubano?

A finales del 66, Tomás Gutiérrez Alea (Titón) me propuso hacer su próxima película, basada en una novela de Edmundo Desnoes. El argumento era interesante y mi papel, sin ser protagónico, era importante y apetecible ya que personificaba algo que desde hacía algún tiempo me rondaba por la cabeza: abandonar Cuba y enfrentarme a los problemas que eso conllevaba. Tenía tres largas y dramáticas escenas que me hicieron sudar sangre durante el rodaje. Titón sabía bien lo que quería y me indicó que ignorara el dialogo escrito para crear una situación más real y humana. Aquellas improvisaciones de horas y horas fueron un masoquista placer y el resultado, que tan solo pude ver en la moviola, resultó tan bueno que el equipo y el mismo director irrumpieron en aplausos. Al acabar la que supuestamente iba a ser mi última sesión en la película, Gutiérrez Alea me dijo que quería tener una conversación conmigo a solas. Partimos juntos del set y nos dirigimos a la cafetería del Hotel Capri, en cuyo cabaret, dentro de pocas horas, yo tendría que sumarme al reparto de “Los tiempos de papá y mamá”, aquel fantástico show que llevaba más de un año en cartel. Y esta fue su proposición. Se le había ocurrido integrar en la película el primer desnudo del cine cubano. Por supuesto sería algo plástico y breve. Quería que atravesase el cuarto de baño desnuda y de espaldas y entrara en la ducha para terminar el plano con mi silueta tras la cortina. De momento no supe qué decir. A pesar de ser desde hace años “una cabaretera”, el desnudo integral era algo que me avergonzaba muchísimo. Pero si alguien tenía la labia suficiente para convencer a una jovencita entusiasta del cine, era aquel hombre serio y profesional cuya labor yo admiraba. Y la prueba de su poder es mi fugaz pero absurdo desnudo, una de las pocas constancias que quedan de mi trabajo en la película. Lo doloroso es que, de un dramático e importante trabajo en Memorias, a consecuencia de los cortes que sufrió mi papel, tan solo se recuerde ese efímero e intrascendente momento.
La censura se cebó con su actuación en la película Memorias del Subdesarrollo. Casi todas las escenas en que participaba fueron eliminadas. ¿Sería por mojigatería, prejuicios machistas o alguna otra razón adicional?
Hasta el día de hoy ese hecho sigue siendo una incógnita para mí. Se baraja la posibilidad de que, al abandonar yo el país tras el rodaje, Titón se viera presionado por el ICAIC para borrar en todo lo posible mi participación en la película. También es de considerar la opción de que, en último minuto, el director decidiera centrar toda la atención en los personajes que permanecían en Cuba, difuminando al máximo el de aquella torturada mujer que abandonaba el país. Pero todo esto son meras suposiciones. Por supuesto no creo que la mojigatería o el machismo tuvieran algo que ver en las amputaciones que sufrió mi papel.
¿Recuerda con particular nostalgia alguna de aquellas escenas que nunca vimos en la película? ¿Sabe si se conservan copias de tales escenas?
La escena de mi pelea con Sergio Corrieri, que en la actualidad consiste en primeros planos del actor con mi voz en off, era larga y potente y me valió, al finalizar su filmación, el aplauso de Titón y de todo el equipo técnico. Un emocionante momento. No puedo estar segura pero lo lógico es que en las entrañas del ICAIC se conserven esos cortes.
Yolanda Farr con la reina Sofia, a su lado Pepe Sanz y Carlos Urrutia, El Negro Buby
























Tengo entendido que usted es nieta de quien fuera el propietario del Teatro Shanghai, muy famoso, por sus espectáculos nudistas, en La Habana de los años 50. ¿Habrá influido eso en su disposición para hacer el primer desnudo del cine cubano? ¿Cómo asumía su familia la ocupación del abuelo en aquella época de prejuicios? ¿Le ocasionó a usted dificultades familiares o sociales su desnudo?
Efectivamente, el segundo marido de mi abuela alemana, Orozco, fue propietario del Shanghai. Al ser yo una niña por aquellos tiempos no puedo decir que tuviese constancia de ninguna reacción familiar. De cualquier modo hay que tener en cuenta que Cuba fue siempre cuna y abrigo de librepensadores.
 Casi inmediatamente después de su desnudo en Memorias…, usted se marchó de Cuba, ¿por qué? ¿Ha regresado de visita? ¿Mantiene vínculos con el mundo artístico de la Isla?
Siendo yo española, aunque criada en Cuba, solicité permiso para salir y recoger un premio que mi primera película, Desarraigo, de Fausto Canel, había ganado en el festival de San Sebastián. El ICAIC me denegó el permiso. A causa de la indignación que esa incomprensible decisión me causó, decidí abandonar la que yo consideraré siempre mi patria de adopción y reiniciar mi carrera en mi patria de nacimiento. Tan solo conservo contacto con amigos muy queridos a los cuales una vez, a finales de los 80, volví a ver durante un viaje a la isla. El único y tremendamente conmovedor.
¿Continuó su carrera cinematográfica en el exterior? ¿Hizo otros desnudos? ¿Gravita aún en su experiencia emocional aquella actuación en Memorias…?
Por fortuna, mi carrera en España ha sido fructífera, especialmente en el campo del teatro. También en cine, televisión y musicales he tenido abundante trabajo. En cuanto al desnudo, he de decirle que, cuando el guión lo ha exigido y el tema ha sido tratado con respeto, no he tenido reparos al respecto. Confieso que nunca es agradable permanecer desnuda ante un equipo de filmación, pero esas escenas se suelen tratar con mucho respeto por parte del equipo. Lamento decir que de Memorias del Subdesarrollo tan solo conservo la dolorosa sensación que experimenté al ver mi trabajo en la película minimizado, destrozado.
Usted ha sido y aún es una mujer particularmente bella, ¿se atrevería a actuar hoy desnuda ante una cámara?
A estas alturas de mi vida, siendo una devota de la estética más pura y sintiendo un gran respeto por mi público, sería muy difícil, por no decir que imposible, que alguien me ofreciera un guión en el cual yo sintiera justificada la presencia de un cuerpo desnudo inevitablemente deformado por la ancianidad. No olvide, amigo, que soy una setentona.
Yolanda-Farr680
Una mujer bellísima
*Las fotos que ilustran esta entrevista fueron tomadas, previa autorización, del blog de Yolanda Farr,http://yolandafarr.blogspot.com

Té de jazmín


 Nada de café. Después del cañonazo de las nueve, Samuel prefiere té de jazmín, inmejorable para disolver los nudos del trabajo y hacerlo dormir a pierna suelta. A veces bebe un par de dedos de ron, que también le hace bien, pero el problema con el ron es que luego le cuesta mucho aguantarse las ganas de multiplicar los dedos. Y a sus 57 años, él ya no está para disipaciones.
Casi siempre es de noche cuando vuelve de regreso al hogar. Así que apenas le alcanza el tiempo para gastarse ciertos contenidos placeres. Un paseo de 15 minutos, descalzo sobre las baldosas frescas. Después, los cinco ritos tibetanos, el baño con agua humeante, alguna chuchería preferiblemente seca, sin lácteos.
En cuanto al té de jazmín, una taza grande (o dos, si es en agosto y está helado), que toma ya sentado, con pijama y chancletas, ante el reproductor de DVD, mientras la pícara secretaria de Sam Spade le anuncia a éste que una mujer muy bella (“un bombón”, particularizan los letreritos de la traducción) solicita verlo.
Desde los tiempos mozos Samuel adoptó como ídolo a Sam Spade. Lo había conocido gracias al programa televisivo Historia del Cine, que casi todos los años pasaba la misma machacada copia de El halcón maltés. Luego pudo tratarlo con mayor intimidad cuando la editorial Dragón publicó la novela original de Hammett. A partir de entonces ya nada ni nadie lograría separarlos. Mucha agua ha corrido por debajo del puente, pero él no deja de ser fiel al héroe invulnerable y distinguido, quien, además, lo inspiró siempre y le sirvió, le sirve de patrón en la efectiva labor que ha desarrollado a lo largo de un cuarto de siglo como oficial del Ministerio del Interior, especializado en tareas de control y consulta para los ámbitos del arte y la cultura.
Dichoso y a la vez fatal con las mujeres, como su fetiche, Samuel (firmado ya el sexto divorcio) vuelve a estar solo en la confortable casona que le obsequió el gobierno. Eso de estar solo no es algo que le quite el sueño. Las mujeres van y vienen. De momento, dispone de lo que no debe faltarle: comodidad, seguridad y una copia impecable en DVD de la obra maestra de John Huston, que ahora disfruta cada noche, puntualmente, junto al té de jazmín y las sobriedades del Tíbet, únicas dependencias confesables para un tipo duro.
En cualquier caso, no se siente solo. Le acompaña su álter ego. Y ese sí es verdad que no entiende de traiciones y abandonos. Tan iguales y también tan dispares como suelen ser las almas gemelas, Sam y Samuel ni siquiera han necesitado nunca estar juntos para acompañarse. Es suficiente con que existan cada cual por su rumbo y a su modo. Detective privado, huraño y callejero, de sólida corteza pero dulce por dentro, como la tartaleta. O investigador de academia, proclive al contacto secreto, a la cámara de escuchas, al abstruso entramado de gabinete, y de carácter más bien cremoso en los bordes pero con el centro compacto, como el bizcocho con merengue. Da igual. Ambos han sabido ser fieles a sí mismos. Y es lo que importa. Agudo uno, bronco y con olfato de polilla para desenmascarar al culpable. El otro, pragmático, especialmente entrenado para el oficio de vigilar, que quizás no requiera de tanta agudeza como el de descubrir, pero requiere mayor preparación y poder deductivo. Ya lo dijo Séneca, lo reiteró Poe y ahora lo balbucea Samuel: Nada es más odioso a la sabiduría que el exceso de agudeza. El otro, persiguiendo a malhechores por calles solitarias. Él, hozador cultivado y lábil, leyendo entre líneas, intentando desactivar cada trampa que anida en el embozo de las palabras o las imágenes. Samuel sabe (se lo ha enseñado la experiencia) que los riesgos de aquel a quien emboscan, pistola en mano, entre la niebla de la madrugada, no son mayores que los de quien enfrenta a toda hora el sesgo apátrida de los escritores, los artistas, fauna de temibles ofidios dados al acecho entre la maleza de las ideas. En fin, la vida es dura para el investigador policial, cualquiera que sea su perfil. Pero también existe el incentivo de las recompensas.
“Cómo pesa. ¿De qué estará hecho?”. Sin leerlos, Samuel conoce lo que traducen los letreritos cuando habla el policía, mientras sostiene con una mano la estatuilla del halcón maltés. Igualmente sabe lo que responderá Sam Spade (“Está hecho de la materia de los sueños”). Pero tampoco esta vez llega hasta la respuesta. Se ha quedado dormido como un tronco. Consecuencia del té de jazmín.

José Hugo Fernández, del libro Yo que fui tranvía del deseo

La Noche del pez dorado



  Cuando nos dimos cuenta ya era demasiado tarde. Las ramas del árbol, que por costumbre y hasta con cierto aire amable se recostaban contra el vidrio de la ventana, eran ahora los tentáculos de un ser repulsivo e indefinible, como si las serpientes de la cabeza de Medusa desbordaran la ventana e invadieran el cuarto en medio del espantoso chisporroteo de sonidos que rezumaban las paredes y que aquellos palpos lamían ansiosamente.
  Hacía rato ya que habíamos dejado la baraja sobre la mesa, porque cada ronda era más absurda que la anterior. Durante varios minutos evitamos mirarnos unos a otros, quizás porque el calor era insufrible. Kino sudaba a mares y aun así pretendía que Arabella y los demás aceptaran cerrar la ventana.
  —¿Qué hora es ya?
  A mí me seguía doliendo el pie. Soplaba el viento. La noche no terminaba. De hecho, parecía interminable sin remedio. Cerré los ojos, no de sueño, sino sólo por alivio. Pensé que lo mejor, quizás, hubiera sido no haber entrado nunca por esa ventana para abrir la puerta, ya que estaba rota la cerradura.
  León, como confesó más tarde, aun siendo ateo oraba entonces en lo profundo de su nada interior, donde ningún eco puede llegarle; ruega que exista Dios para que lo justifique todo. Quiere que sea inventado el medicamento perfecto: ni hacia abajo ni hacia arriba ni hacia los lados, sino en todas direcciones al mismo tiempo: la fisión mental.
  Y mientras tanto Kino dice que no puede ver el arte del cine como “moving pictures”, sino como “pictures in motion” (o sea: no “mopic”, sino “picmo”. A veces como “pictures in future”, o sea, “picfu”. Y dice todo eso hablando con cada milímetro de su cara a la vez.
  Pero sigue pensando que se debe cerrar la ventana. No gusta de monstruos.
  Pero a nadie le importan la ventana ni sus monstruos. Ya el breve juego de cartas lo arruinó todo. Reyes. Jotas. Cabeza de Medusa. Jokers. Ases. Bastos. Cabeza de Medusa. Oros. Calor. Corazones. Dolor de mi pie. Jotas.
  —Dios nos odia —dice Kino.
  —Right —dice Arabella y cierra de un golpe la ventana. Kino se echa a llorar, gimiendo:
  —No hay ningún cine abierto a esta hora.
  —Ábrelo tú —dice la cabeza de Medusa—: abre el que más te guste.
  Y entonces Kino la miró a los ojos y se convirtió en piedra hasta muy avanzada la mañana.

Ernesto Santana, del libro La venenosaflor del arzadú