¿Y por qué parte
del cuento iba yo? ¿Por el sueño que tuve con aquellos angelitos en cueros? No,
todavía no he pasado por ahí. Entonces iba por... No, tampoco. Sobre las
sanguijuelas galvánicas que los enfermeros enganchan en mi cabeza pelada he
jurado no hablar, corro peligro. Ni sobre la camisa de fuerza. Y menos sobre el
jeringuillazo que me deja como tabla vieja mecida por la marejada. Espérate,
aguanta un minuto que lo tengo en la punta de la lengua. Iba por... sí, eso es,
por la parte en que digo que la soledad es como una piedra de esmeril, raspa
que te raspa hasta dejarte reducida a menos de la mitad de ti misma. Desde
luego que no me refiero a Soledad, mi vecina de pabellón, aquella atolondrada
con los cuatro mechones de pelo teñidos de rojo y atados hacia arriba con una
cinta negra. Con ella tuve una buena chaqueta el primer día de mi encierro,
digo, debo decir "mi ingreso" aquí en el Hospital Psiquiátrico de
Mazorra: Oiga, señora, la llamé. Y fue suficiente para que Soledad se enredara conmigo
a puñetazos porque no entiende razones. Hay que decirle señorita. Ni caso a sus
arrugas y a los más de sesenta años que carga en las costillas. Si quieres
encontrarle las cosquillas a mi vecina de pabellón, aquella de la fila
izquierda, llámale tía, señora, compañera... O si no, pasa junto a ella con un
espejo en la mano. Es suficiente. Encima de su cabecera hay una fotografía
ampliada de cuando tenía veinte años: es su espejo, el único que tolera. La
mira, quiero decir, se mira, y entonces abre la bocaza y muestra la desolación
de sus encías. Ay, Santa Bárbara bendita, es como una cueva de alacranes. Para
mí que sonríe porque no ve lo que se ve, sino lo que ella ve. Según las malas
lenguas, Soledad es sujeto de una tragedia que le frenó en seco el cerebro hace
como cuarenta abriles. Dicen que fue la dama más linda de La Habana, y rica,
por más señas. Pero cayó presa, dicen que por ocultar a su padre, que era un
político de cuando Batista y estaba acusado de contrarrevolucionario. Y dicen
que su familia, en pleno, se hizo humo. Como el perro que tumbó la lata. Voló
rumbo a los Estados Unidos, eso dicen. Ojos que te vieron ir... Mientras,
Soledad, sola, enfrentaba a los nuevos esbirros, repitiéndoles que no había
hecho nada malo y que... y que... y que... Carajo, se me traba el cuento. ¿No
te estaba diciendo que... Eh, ¿y qué te estaba contando yo? Vaya memoria que
tengo últimamente. Otra vez se me ha ido el santo al cielo. En fin, sea lo que
fuera, y como mentira no es, ya volveré a cogerlo. Pero a mí que no me embromen,
esto tiene su causa en los bichitos que llegan por los cables y se ponen a
picotearme allá adentro, en el encéfalo. Electrosnosequé les llaman los
enfermeros a esas sanguijuelas galvánicas de la reputa de su madre. Aunque
mejor no los menciono, no sea que vengan los doctores y den la orden para que
me los enchufen otra vez. Se me están olvidando las cosas y eso no es normal.
Por lo menos en mí que nunca olvido, ya que traigo aprendido que la desmemoria
en esta isla puede costar caro. Si mal no recuerdo, iba por donde digo que la
soledad es como una piedra de... No, por ahí pasamos ya. Adonde no habíamos
llegado es a la convicción de que si es cierto eso de que todo cuanto una posee
lo lleva por dentro, la soledad es la menos superflua de las cargas, una prueba
de que no somos como la güira, tripas, carapacho y nada más. La soledad es el soplo
primigenio de Dios. Pero, entonces ¿por qué nos hiende las entrañas hasta
dejarlas en el puro hueso?. Qué va, es demasiado peliagudo el asunto. No hay
quien le coja el ritmo. Y menos encerrada aquí, en Mazorra, con la sangre que
ni me corre ya, por lo melcochuda. Luego que me vengan con eso de que pájaro
viejo no entra en jaula. Puede ser que no entre por sus propios deseos, pero ¿y
si le cortan las alas y lo obligan a entrar a la cañona? En fin, mejor le damos
curva al tema, pues andan cerca los doctores y van empezar nuevamente con su
lata de que por qué me quejo si estoy muy bien aquí, desayuno, almuerzo,
comida, ropa limpia, cama, atención especializada, más un espacio abierto al
horizonte de no sé cuántas hectáreas para cuando me entren ganas de echar
pestes acerca del gobierno, ahí tengo a los árboles y al viento de auditorio.
Por tener, tengo hasta una vecina que se llama Soledad, la de la fila
izquierda, bemba roja y cejas retintas como un auratiñosa. Dicen que estuvo
veinte años presa. A mí no me lo creas, son las malas lenguas. Y dicen que por
su culpa los doctores tienen prohibida la existencia de relojes y espejos en
este pabellón. Es que ahí donde la ves, pasando por la sonriente señorita, ella
puede ser muy agresiva cuando le llevan la contraria, para lo cual no creas que
hay que esforzarse mucho. Basta con dejar caer que los años tienen pies y que
caminan. También tengo un vecino, que le hace la corte a Soledad, sin éxito, no
más faltara: Elías No, así se llama él. Perteneció al séquito de veintiocho
cocineros que posee el que más come en nuestra Isla, o el que come mejor, lo
cual viene siendo más o menos igual. Dicen que cada uno de los veintiocho cocineros
elabora un plato diferente y que todos están obligados a probarlos todos antes
de que lleguen a la mesa del comensal en jefe, por si las moscas. Un día, dicen
las malas lenguas y repite la mía que no es ni regular, el máximo comensal se
aflojó del estómago. Y ya tú sabes. Elías incomunicado, interrogatorios van y
vienen, que no fui yo, que tú sí fuiste porque de lo contrario no tendrías
diarreas y temblores, que son los mismos síntomas del comensal en jefe. Lo
aporrearon, a Elías, como al maíz en su pilón, pero nada dijo que no fuera no y
no y no, porque nada más tenía que decir, supongo. Luego vino el resto: intento
frustrado de suicidio, sábana partida en dos y Elías por el suelo con un trozo
al cuello. Elías desaparecido como por encantamiento. Elías que despierta una
mañana en esa cama del hospital psiquiátrico, respondiendo que no a todo lo que
le preguntan. Y nada, ahí lo tenemos: Elías No se llama ahora. Y ya que Elías
No ofrece únicamente un no como respuesta, puedes calcular lo mal que le ha ido
enamorando a Soledad:
EL VAGON AMARILLO
martes, 13 de octubre de 2015
Ni siquiera la lluvia tiene manos tan pequeñas
De vez en cuando Zo
pasa horas sin moverse y entonces sus minúsculas manos laten, tiemblan
levemente, prometen un movimiento dulce o brusco. Para abrigar a medias una
sola de las manos de él, tiene ella que usar sus dos palmas, tan ágiles y
suaves que sus dedos podrían salir volando uno tras otro. Si sus mejillas son
infantiles todavía y resulta enternecedor el encuentro de los hombros con el
cuello, sus manos, con iguales atributos, nunca parecen aguardar algo sobre lo
cual derramarse. Jugando, pueden fingirse hojas, caracoles, peces, aire, casas,
pájaros, y ser un sonido o un silencio, un aroma, un dibujo enrevesado, una
cúpula sobre algo, una semilla de cualquier cosa. Si sus manos tocan las mías,
me las descubro: ella me las da y no lo sabe.
—¿No tienes sueño? —le pregunta Manuel,
aunque en realidad quiere decir hambre.
—No. Ya estoy dormido.
Unos segundos después rompe a hablar de nuevo
con una voz que es susurro robado a medias por el vendaval. Manuel lo escucha
mirando no a sus ojos sino a su gorra, loco de hambre y sin saber cómo
hacérselo entender, temiendo que Jo se marche molesto. Hoy han caminado todo el
día sin más pausa que esta. Ayer, cuando vagaban por San Dragón, como llamaba
Daniel a San Miguel del Padrón, sólo devoró un pedazo de pan duro y una
naranja. Por la noche durmieron unas pocas horas en el anfiteatro de Marianao y
siguieron aquella interminable caminata hacia ningún lugar. Pero este helado
viento sur los ha detenido. Manuel siente que le arranca el alma y casi le
arrastra el cuerpo, tan debilitado en las últimas jornadas. Se recuesta
levemente al hombro de Jo sintiendo que un sabor amargo lo ahoga, y escucha su
propio gemido:
—Tengo hambre.
Jo demora en hallar
esos hinchados ojos de pez tras los risibles espejuelos y deletrea en ellos las
palabras que no escuchó.
—Yo también —exclama levantándose y camina
hasta el borde del portal, adonde Manuel lo sigue, perruno. El joven mira la
noche alrededor y ve que llueve menos en este momento. Desde el final de la
calzada, muy empinado, resbala ante ellos un torrente de asfalto de turbia
fosforescencia que se pierde calzada abajo hacia la derecha—. Nos vamos en lo
que venga —le dice y Manuel asiente, aliviado, pero entre el viento y la noche
no se escucha ni el más lejano rugido de un motor.
Ernesto Santana,
fragmento de la novela “Ave y nada”.
lunes, 14 de septiembre de 2015
GUERRERO
Después conoceré
cuáles fueron sus últimas reflexiones aquel día. Ella ha de confiarme que pensó
en cierta frase escrita por Baudelaire cuando tenía su misma edad, 24 años: Me
mato porque soy inútil para los demás y peligroso para mí mismo. Lo que no se
explicaba de momento, dijo, era por qué esa frase. No creía en su postulado.
Más allá del arranque de patético histrionismo que sin duda la inspiró, no
hallaba sino impudicia, apocamiento. Por esto le extrañaba recordarla en aquel
minuto, cuando estaba a punto de poner a prueba la consistencia de su caja
craneana bajo las catorce ruedas de un camión. Eso me dijo.
Día tras día,
durante más de un mes, la vi seguir el mismo recorrido. Con paso ingrávido,
dejándose llevar por la pendiente de la calle Veinticinco, caminaba hasta
Infanta y, una vez allí, rígida, inánime (como Dafne bajo la cáscara dura del
laurel), los ojos fijos en la parte alta de la avenida, aguardaba. Podía
adivinarle el cosquilleo en la boca del estómago y el estiramiento que se
producía en sus venas al ver asomar el capó, y detrás, como emergiendo del
fondo de la tierra, la colosal carrocería blanca. Era una de esas rastras
porta-contenedores con el rótulo de CUBALSE. Parecía evidente que su conductor
había conseguido medir minuciosamente los intervalos con que el semáforo
proyectaba la luz verde, pues el vehículo nunca se detuvo, ni siquiera moderó
su marcha al pasar por la esquina, junto a la muchacha. No obstante, ella lo
observaba con una intensidad tal que habría sido capaz de calcular el peso de
sus ruedas gigantescas y macizas, la crasitud de su imponente parrilla
defensiva, o la altura precisa a la que estaban situados los doble faros de
carretera. Por lo menos así lo pensé yo una de aquellas tardes, cuando,
desaparecido ya el camión por la intersección de Infanta y Veintitrés, ella
consultó su reloj, a las seis menos cuarto, igual que siempre, y se dispuso a
desandar lo andado, pisándose la sombra.
Yo fui Lilith
Entre el edificio
Miranda y el muro del Malecón está sólo la avenida, a cuyo borde Ariel se
detiene, acaso durante cinco minutos, acaso durante cincuenta. Además de la
fiebre, la fatiga le recorre el cuerpo con oleadas de vacío donde resuenan los
trombones, los contrabajos y las voces que inundan de música la avenida, esa
frontera.
—¿Pero qué tú haces aquí? —exclama la muchacha
que se ha detenido en la acera, estupefacta, con una macilenta embriaguez en
esos ojos únicos— Te reconozco de puro milagro. ¿Qué estás haciendo?
martes, 25 de agosto de 2015
Triángulo de cúpulas
La había mirado
muchas veces, por casualidad, al pasar por la calle Línea o por Calzada, pero
un día la vi y me fue imposible entender entonces cómo nunca antes me había
dado cuenta de lo asombrosa que era aquella cúpula. Se erguía encima de una
edificación situada a un costado del patio de una enorme escuela secundaria y,
aquel día, creí que no me había llamado la atención hasta entonces porque
ninguna de las construcciones alrededor guardaba el menor parentesco con aquel
cascarón cubierto de azulejos multicolores. Sostenida por cuatro columnas, la
cúpula se hallaba en el sexto y último piso de la edificación. En los días de
sol violento, brillaba de una manera espléndida y los estudiantes, sin darse
cuenta de la maravilla que había a unos metros de ellos, alborotaban en el
patio, ignorantes, como yo durante largo tiempo, del milagro inexplicable.
EL CUENTO DE HADA
Hada no conoce el
amor porque conoce demasiado a los hombres. Y porque está marcada. Desde muy
atrás y muy adentro, aunque siempre a ojos vista, como un lunar, tira de un
signo de exclusión que es herencia de casta. Mientras que todas las demás
sueñan con el mágico toque de singularidad, ella lucha a brazo partido por ser
una muchacha corriente. Y de nada le vale. Nadie puede saltar fuera de su
propia sombra. Tal vez por eso Hada no consigue librarse de aquello que la
desemeja. Pero tampoco se rinde.
Al cumplir 16 años
de edad supo que su vida amorosa sería ímproba y sufrida. Igual que su madre y
que su abuela y que la madre de la madre de su abuela, Hada había nacido con
cierta insuficiencia congénita que los ginecólogos definen como estrechez del
introito vaginal, pero que las viejas deslenguadas de la familia prefieren
llamar chocha tupida.
Hada se hizo
médico. Confiada en que existe una cura para cada mal, quiso aceitar con sólido
conocimiento de causa las herramientas de su felicidad. Y fue esperanza vertida
en saco roto, puesto que los seis años que pasó hincando los codos en la
universidad no le reportarían mayor beneficio que aquel que se obtiene con una
simple visita a la consulta de ginecobstetricia. Y es que todo está dicho sobre
la estrechez del introito vaginal. En muy pocas palabras: falta de capacidad
que imposibilita de por vida a una mujer para recibir sin un dolor extremo la
bendición del sexo opuesto.
lunes, 17 de agosto de 2015
DOSTOIEVSKI CONTRA LA INTERPOL
Concurrieron dos
casualidades. La primera es que pocos días antes había leído El Cocodrilo, un
cuento que se le antoja muy raro dentro de la obra de Dostoievski. La segunda
casualidad, no menos rara para él, es que el cocodrilo del cuento llevara su
nombre, o un nombre igual al suyo. Carlos piensa en estas cosas en el preciso
minuto en que el investigador policial está conminándolo a que hable de una
vez, a que diga todo lo que sabe, ya que de cualquier modo no tiene
escapatoria, como no sea a través de una amplia y minuciosa confesión que
permita reconstruir los hechos y recuperar lo perdido.
Carlos, no él, sino
el cocodrilo llamado Carlos, se tragó a un hombre de una sentada. Se supone que
lo hizo porque tenía hambre, no porque le interesara ser noticia. El pobre
bicho no contaba con la ligereza de los seres humanos. Mucho menos con las
travesuras del azar. De cualquier forma, ya está visto que hambre y apuro
suelen ir de la mano. Y el apuro no es un buen consiliario. Para empezar,
obstruye la facultad de selección, imponiendo echarle garra a lo primero que
asome. Y ese pudo ser el desencadenante de lo que parecía una desgracia para
Carlos, ambos, el cocodrilo y también él. Al menos es lo que le está cruzando
por la mente ahora, a la vez que escucha (como un claveteo en el sótano, monocorde,
vago), los requerimientos del oficial investigativo que corre a cargo del
proceso.
Lágrimas
Nos pasábamos horas
enteras llorando. Como me fascinaba verla sollozar, ella derramaba
interminables lágrimas. Al rato, yo siempre me animaba y lloraba también.
Mil veces nos sorprendió la luz del día
mientras gemíamos sin consuelo, ovillados en el huevo de un abrazo, empapados
en un solo llanto, temblando de debilidad, secos por dentro e incapaces de
detenernos.
En el fondo nos quemaba la gran duda de la
noche siguiente. ¿Sería aquella la última jornada de nuestra dicha? ¿Podríamos
llorar la próxima noche aunque sólo fuera durante unos minutos?
En aquel momento, los rayos del sol entraban
por la ventana como agujas ardientes que intentaran incendiar la casa y hacer
que saliéramos y nos entregáramos a quién sabe qué enemigo.
Y la próxima lágrima parecía un anhelo
imposible.
Ernesto Santana,
del libro “Cuando cruces los blancos archipiélagos”.
lunes, 10 de agosto de 2015
El mar de la noche
—Mañana es la feria —le dijo Manuel y Jo lo
miró con un gesto de cansancio, pues ya lo sabía—. ¿Te acuerdas de cuando la
hacían los domingos? Tú eres joven y ha pasado mucho tiempo —añadió en un
balbuceo y apretó el paso, acomodándose los horribles espejuelos que le
resbalaban sobre la nariz al menor movimiento.
Jo Quirós caminaba detenido por dentro para
sostener el peso de la piedra helada que antes fue su corazón, pero ansioso por
fuera para poder avanzar entre la cegadora luz y el aire plomizo de la tarde.
Era un prófugo atraído precisamente por aquello de lo que huía. No entendía
aún, y ya casi le repugnaba la persistencia de Manuel Meneses a su lado.
El ocaso había sido súbitamente asaltado por
un viento sur que trajo veloces nubarrones y una lluvia fría que arrasó los
últimos vestigios de la tarde. Sólo los más ancianos habrían podido recordar un
viento sur así.
—Adiós feria —gruñe Manuel mientras oscurece
entre golpes de aire negro—. ¿No tienes frío?
Fragmento de la novela “Balas gastadas”
No se puede ir a la
guerra sin Dios. Así creo haberlo leído hace poco en un libro. La frase es
bonita, pero si te pones a darle la vuelta, la encuentras insulsa, ya que
supuestamente Dios no va a la guerra, a ninguna. De modo que lo único que quiso
decir el que escribió la frase es que no se puede ir a la guerra, y punto. O al
menos no se debe. Otra cosa, que suena parecida pero no es igual, sería decir
que no es aconsejable ir a la guerra sin tener un dios al cual encomendarle el
espíritu, ya que no el esqueleto. No es que yo sepa demasiado sobre estos
temas, pero tengo la cabeza más o menos bien puesta sobre los hombros. Además,
en mis treinta y cinco años de existencia lidiando con energúmenos y con
déspotas y con impíos de todos los credos, pude haber aprendido que a fin de
cuenta siempre viene bien tener a mano algo o alguien que nos inspire aunque
sea una mínima dosis de fe. Quizá sea en esa carencia donde anidó la culebra
del infortunio que hoy pare engendros en las entrañas de José Manuel, mi esposo,
y en las de sus socios de calamidad (correligionarios según él), esos pobres
tarados, veteranos de las guerras en África. Balas gastadas, que es como me
gusta a mí llamarles.
lunes, 3 de agosto de 2015
BRAHMÁN DE LA HABANA
No pude salvar al
mundo con el comunismo. Tampoco pude salvar a mi familia de las consecuencias
que me trajo haber querido salvar al mundo con el comunismo. Entonces me
propuse salvar al comunismo de comunistas como yo. Y fue así que he resuelto
convertirme al brahmanismo. El problema es mi peso corporal. Debido a tanto
esfuerzo fallido por salvar al mundo con el comunismo, engordé demasiado.
Descalzo y sin ropas, sobrepaso las trescientas libras. Por suerte, casi la
mitad de ese peso lo tengo concentrado en la mitad del cuerpo, a la altura del
estómago, lo cual me permite mantener el equilibrio, igual que los aviones o
los buques de carga. No puedo decir que el detalle me vendría mal para mi nuevo
estatus de brahmán. Al menos de momento, mientras tenga que lidiar con el
ascetismo que dispone Brahma para sus seguidores en este itinerario de ilusión
que es la existencia en la tierra. Aunque más tarde, llegada la hora de la
metempsicosis, mis planes pueden complicarse. Ciertamente no me explico cómo
una gran humanidad física como la mía lograría desempaquetarse sin traumas en
un ser etéreo. Una vez muerto quiero decir, durante la transmigración del alma
que corresponde por ley y por destino a los brahmanes. Según los últimos
cálculos, el cuerpo etéreo (entiéndase el alma, más otros pequeños órganos del
espíritu), pesa unos 150 gramos. Más o menos lo que debe pesar un colibrí. No
ha de ser tarea fácil para Brahma realizar semejante conversión: de más de
trescientas libras a 150 gramos. ¿Cómo se las arreglaría? ¿Y si resulta que con
lo muy ocupado que anda Brahma, decide encomendarle a otra entidad la misión de
tan complejo desglose? Pongamos que se le ocurra asignarla a sus representantes
en el infierno del Naraca. Y pongamos que éstos dispongan que para facilitar la
metempsicosis, debo bajar de peso dándome baños de vapor entre sus llamas.
Serían 500 años, según el código de Brahma, los que debo pasar como mínimo
expuesto a los hornos del Naraca. Si por lo menos esos 500 años no fueran más
que 500 años. Pero no he de perder de vista que para Brahma un solo día
representa una serie de 86400000 siglos. En fin, bien pensado, tal vez necesite
revaluar un tanto más juiciosamente el proyecto de convertirme en brahmán.
Después de todo, no me iba tan mal queriendo salvar al mundo con el comunismo.
José Hugo
Fernández, del libro “La novia del monstruo”.
La noche del pez rosado
Cuando nos dimos cuenta ya era demasiado
tarde. Las ramas del árbol, que por costumbre y hasta con cierto aire amable se
recostaban contra el vidrio de la ventana, eran ahora los tentáculos de un ser
repulsivo e indefinible, como si las serpientes de la cabeza de Medusa
desbordaran la ventana e invadieran el cuarto en medio del espantoso
chisporroteo de sonidos que rezumaban las paredes y que aquellos palpos lamían
ansiosamente.
Hacía rato ya que habíamos dejado la baraja
sobre la mesa, porque cada ronda era más absurda que la anterior. Durante
varios minutos evitamos mirarnos unos a otros, quizás porque el calor era
insufrible. Kino sudaba a mares y aun así pretendía que Arabella y los demás
aceptaran cerrar la ventana.
—¿Qué hora es ya?
A mí me seguía doliendo el pie. Soplaba el
viento. La noche no terminaba. De hecho, parecía interminable sin remedio.
Cerré los ojos, no de sueño, sino sólo por alivio. Pensé que lo mejor, quizás,
hubiera sido no haber entrado nunca por esa ventana para abrir la puerta, ya
que estaba rota la cerradura.
domingo, 26 de julio de 2015
POR NO VERLAS LLORAR
Rara vez había
visto a mi madre llorar. Era dada a tragarse los fluidos de la tristeza, y los
del enojo. Pero aquella noche, al regresar a casa más temprano que de
costumbre, la noté llorosa. Tampoco es que en 1994, a cualquier hora del día o
de la noche, las cosas no estuviesen para llanto. No obstante, sentí extrañeza,
y un tanto de alarma. Hasta que supe, por ella misma, que desde hacía varias
noches no podía contener las lágrimas cada vez que escuchaba los rugidos del
león. Cerca de nuestra casa, en la periferia habanera, habían improvisado una
especie de clínica veterinaria, adscrita, según decían, al Zoológico Nacional.
Y muy pronto el sitio se llenó de animales ante cuyo aspecto era fácil creer lo
que decían.
El joven Jonás
Vuelo un poco y luego caigo,
soy grávido y soy leve y aun
quisiera
ser inerte: descansar de volar y
caer.
¿Qué vale ya ser estrella o ser
piedra,
asfixia o viento, delirio o
vaciedad?
Mañana volaré o caeré para siempre.
Pero la duda es una espada en mi
pecho:
si la dejo, me mata, y muero si la
arranco.
Y es que he visto mi sombra en el
viento
y luego pude ver el viento mismo
y mi corazón no atravesó su menuda
muralla.
Mañana habrá de ser: siempre mañana
volaré
mucho más alto que en el sueño del
vuelo.
Puede ser que imagine haber volado,
pero mañana será sin duda alguna el
salto:
subiré hasta donde el viento no me
atrape la sombra
o caeré hasta por fin perderme en
ella.
martes, 21 de julio de 2015
El mar de la noche
—Mañana es la feria —le dijo Manuel y Jo lo
miró con un gesto de cansancio, pues ya lo sabía—. ¿Te acuerdas de cuando la
hacían los domingos? Tú eres joven y ha pasado mucho tiempo —añadió en un
balbuceo y apretó el paso, acomodándose los horribles espejuelos que le
resbalaban sobre la nariz al menor movimiento.
Jo Quirós caminaba detenido por dentro para
sostener el peso de la piedra helada que antes fue su corazón, pero ansioso por
fuera para poder avanzar entre la cegadora luz y el aire plomizo de la tarde.
Era un prófugo atraído precisamente por aquello de lo que huía. No entendía
aún, y ya casi le repugnaba la persistencia de Manuel Meneses a su lado.
1984
Hemingway no fue
el primero en describir y menos en experimentar aquello de la huida hacia
delante. Es algo tan viejo como el bostezo. De hecho, nada resume más
contundentemente -con tres palabras- las acciones de los héroes, sean cuales
fueran su época y sus hazañas. Cuando contra toda lógica o recomendación o
ruego, el corajudo Héctor se plantó a esperar a Aquiles en las puertas Esceas,
estaba huyendo hacia delante. También lo hizo el Titán de Bronce, Antonio
Maceo, cuando rechazó pactar la paz en la agonía de una guerra perdida. El
miedo es una emoción, la cobardía es un comportamiento, pero el valor, si es
auténtico, no pasa de ser una disyuntiva moral. Los tigres, que, por suerte
para ellos, no reconocen ni practican los conceptos de la civilización humana,
enfrentan a sus contendientes sólo cuando (o mientras) se sienten capacitados
para vencerlos. En las derrotas les va la vida. Y al parecer no son tan bestias
como para violentar el arbitrio de Dios, por lo menos en lo que respecta a su
propia cuota de resuellos. En fin, divago. Estoy tocándole de nuevo la flauta
al majá. Suelo hacerlo cada vez que me veo en el compromiso de contar cosas
embarulladoras, como estas que se relacionan con los crímenes de Aurika.
Tendría que
empezar por la aclaración de ciertas particularidades. Si he mencionado al
héroe troyano Héctor y al general Maceo, no es porque su memoria me ayude
necesariamente a explicar, o a explicarme a mí mismo, la conducta seguida por
Luis, aquel endeble soldado a quien conocí desde lejos y muy mal durante el
servicio militar obligatorio, hace un cuarto de siglo, poco más o menos, y que
luego llegaría a ser mi amigo, transformado ya en Aurika y habiendo perdido
para siempre hasta el último ripio de esperanza. Soy leal a mis amigos,
demasiado leal hasta para mi propio gusto. Y Aurika era lo que fue, lo que es,
de modo que no le haría sino un traicionero favor presentándolo como otra cosa.
Además, él no me lo va a consentir.
jueves, 11 de junio de 2015
La pesadilla del verano de 1965
Las memorias de los cuatro meses que antecedieron a la ruptura total de Cabrera Infante con el régimen cubano
Por Ernesto Santana Zaldívar
LA
HABANA, Cuba. – Hace cincuenta años, en el verano de 1965, ocurrió uno
de los períodos más difíciles y extraños de la vida de Guillermo Cabrera
Infante: los cuatro meses que pasó en La Habana, atrapado en una
situación kafkiana y realmente peligrosa, luego de que, habiendo venido
al entierro de su madre, se le prohíbe regresar a Bruselas, donde
trabajaba como diplomático.
miércoles, 10 de junio de 2015
Narrar todo lo que sucede, se dice o se inventa en esa Habana llena de dolorosos pícaros y aprendices de ciegos
A la izquierda, José Hugo Fernández junto a Ramón Fernández-Larrea
APUNTES
PARA RECIBIR A UN AMIGO
Palabras de presentación del poeta Ramón Fernández-Larrea en la presentación de los libros de José Hugo Fernández “La novia del monstruo” y “Entre Cantinflas y Buster Keaton”.
Miami, 5 de junio de 2015.
Nunca imaginé
que un día iba a comenzar una presentación citando a José Martí. Han sido
tantos los que lo han citado para hacer el mal que me ha avergonzado siquiera
mencionarlo. Pero creo que nunca como hoy, en estos momentos de acercamientos y
definiciones, cuando se unen dos sufrimientos y muy pocas alegrías, viene como
anillo al dedo aquel adagio martiano que dice: Los hombres van en dos
bandos: los
que aman y fundan, y los que odian y deshacen.
domingo, 26 de abril de 2015
NEVANDO EN EL TUGURIO (del libro "Entre Cantinflas y Buster Keaton”)
Los barrigones no
debieran usar guayabera. Se perjudican recíprocamente: la guayabera luce menos
guayabera y más sotana al cubrirlos, en tanto el barrigón luce menos
distinguido cuanto más resalta como un barrigón dentro de una guayabera. Si los
jefes en Cuba tuviesen una pizca de sentido común, no habrían declarado a la
guayabera como prenda oficial para ceremonias diplomáticas o de Estado. Es una
especie de magnicidio que se auto-infligen, dado que en nada se parecen tanto
entre sí como en lo que son, más en lo típicamente abultado de sus
vientres. Cuando un dirigente no es aquí barrigón, debe resultar sospechoso para
los otros dirigentes, a la vez que resulta demasiado poco creíble para la gente
de a pie. Así como allende los mares suele ser tomada como un síntoma de poca
salud o de mal gusto, la gran barriga constituye en nuestra isla credencial
inequívoca de poder. Luego del asombroso parecido que guardan todos nuestros
caciques entre ellos mismos, nadie es más parecido físicamente a uno de ellos
que un bisnero con éxito, de esos a los que ahora llamamos nuevos ricos, es
decir, pobres bandidos a los que parece sobrarles el dinero en igual proporción
en que les faltan escrúpulos. Como no me conviene describir al detalle la suma
de sus puntos convergentes, digamos que si nos plantan delante, desnudos, a un
dirigente y a un nuevo rico, no sabríamos determinar cuál es el cuál. Son dos
barrigas como dos yemas del mismo óvulo. Pero tan pronto se arropan, resultan
distinguibles desde lejos. El dirigente lleva guayabera. Y el nuevo rico,
bermudas, gafas y gorra de los Yankees.
LAS CANCIONES
Las canciones, ah Padre, esas canciones,
cada una en su tiempo y en su sitio:
ciertas calles, las casas, los pesares,
cada mujer amada en cada beso,
cada recuerdo, tienen melodía.
Cuántos mundos, ah Padre, incomparables,
cuánta vida naciendo entre la muerte.
Cuán salvables nos hacen, qué alumbrados,
qué soberbias nostalgias, cuánto ensueño.
Los amigos
comparten melodías
como espadas o escudos, como néctar
llegado desde tierras muy lejanas.
Ah palabras en música sin muros,
cómo te asedia el viento de la muerte,
de la fuga, el olvido y la locura,
esas vastas tormentas de silencio.
Los amigos tuvieron una puerta,
unas horas, alguna humilde lumbre,
otros buenos amigos y canciones
dispersas en tus viñas por amor.
Los amigos se marchan por mil puertas,
se callan y se alejan ya, de pronto.
Pero aún las canciones permanecen,
tan solas y tan graves, empañadas
por el hálito denso de los años.
Y, dormidas, susurran, balbucean
un nombre, un rostro amado, alguna noche,
un camino que vuelve y sus dolores,
sombras volando en torno de un fulgor.
Además, aparecen
nuevos cantos
para otros rostros, para nuevas horas.
Cada buena canción
es la canción
que habíamos esperado desde siempre
con el desnudo afán, con el amor
de las canciones de hoy y de ayer, Padre:
soles para la noche en soledad,
voces que hacen de pura vida el canto.
Uno agradece haber vivido en música,
entre acordes y voces y cadencias
y tonadas de amor y pesadumbre.
Todo lo han sido esas canciones, Padre,
y todos somos, Padre, tus canciones.
¿Y cómo no volvernos
a encontrar,
los que faltan, los que permanecemos,
y no reconocernos y no hablarnos
con júbilo invisible y sin palabras?
¿Cómo no revivir todos en ellas
si reviven, si viven en nosotros
nuestras canciones, Padre, tus canciones?
Ernesto Santana, del poemario “Escorpión en el mapa”.
domingo, 29 de marzo de 2015
Cuando cruces los blancos archipiélagos
Irene y Andrés
salieron muy animados a la calle, nadando en la luz, hablando de asuntos
mínimos. Después no recordarían si entonces iba alguien con ellos. Era como
esos sueños en los que uno va sin dudar no sabe adónde, acompañado no sabe por
quién.
Puede que no
fuera sino una caminata al azar luego de varios días de amor y sin salir
ninguno de los dos a la calle. Aún estaban ebrios de deleite y todavía no se
interesaban por lo que les fuese ajeno. Sin embargo, esta salida, aunque no lo
dijeran, y ni siquiera lo pensaran, sellaba el éxtasis de estos días. Era una
secreta despedida.
LOS VIOLADORES LAS PREFIEREN LLORONAS
Tan
vieja como el miedo (diría Bioy Casares) es la historia de amor a primera vista
entre un hombre y el fantasma de una mujer, con la que se encontró a medianoche
en una carretera solitaria. Al día siguiente, al enterarse de que la mujer está
muerta desde hace varios años, el hombre -negado a creerlo- va al cementerio en
busca de su tumba. Y allí verá tendida la chaqueta que le prestó a la mujer la
noche anterior para que se protegiera del frío. Se trata de uno de esos cuentos
bobos de cuando El Morro era de madera, a pesar de lo cual, o tal vez por ello,
ha discurrido entre nosotros a través de las generaciones, sin dejar de
embelesarnos, que es el modo más gentil de asustarnos, y resistiendo incólume,
como no conseguirán resistir las actuales películas de amor y horror, el
decurso del tiempo con su consecuente arrasamiento de todo lo viejo.
sábado, 7 de marzo de 2015
Desde el otro lado
La biblioteca estaba en paz,
atravesando, aletargada, el cristal vaporoso del mediodía. Yo caminaba entre
los estantes como si recorriera las calles de una ciudad conocida, pero al cabo
siempre recóndita. De vez en cuando hojeaba un libro o pasaba de largo leyendo
al vuelo la interminable sucesión de títulos y nombres de autores.
Distraídamente, tomé cualquier libro al azar y miré la carátula. Ahora
no recuerdo sino su color: un azul muy claro, aunque brillante. Sin ser un
ejemplar precisamente viejo, estaba bastante carcomido por las polillas. Lo
tomé en una mano y lo alcé hasta ponerlo contra la luz del ventanal. Nunca se
me había ocurrido mirar por uno de los orificios que abren esos insectos cuando
deciden atravesar rectamente tanto cien páginas como mil.
Pero bajé de golpe el libro como si me hubiera herido un ojo.
Más allá del agujero, y más allá del ventanal, vi lo que usualmente es
visible desde aquel rincón de aquella biblioteca pública: un pedazo cualquiera
de la ancha avenida desolada bajo el sol del mediodía.
De nuevo alcé el libro contra el resplandor del ventanal y miré por el
ínfimo orificio, como buscando que se repitiera mi sobresalto. Que se repitió.
Cada vez que me asomaba a la boca de ese túnel insignificante cavado al azar,
tenía la sensación de que sorprendía una furtiva mirada que, en ese preciso instante, trataba de
atrapar la mía desde el otro lado.
Aunque era una impresión harto absurda, yo la sentía tan vivamente que
sólo se me ocurrió susurrar algo así como una plegaria muy breve, y no menos
absurda, antes de colocar el libro en su sitio e irme de allí, aun a sabiendas
de que en la avenida, como una mano ardiendo de fiebre, me aguardaba aquel
mediodía de verano.
Ernesto Santana,
del libro “Cuando cruces los blancos archipiélagos”.
del libro “Cuando cruces los blancos archipiélagos”.
Tiesa
Siempre
pensé que la tesura me resultaría incómoda. Pero ya he visto que es como todo
lo demás. Depende de la actitud con que uno la asimile. Y claro que es posible
acostumbrarse. En estas cosas estuve pensando durante casi toda la mañana,
mientras la gente pasaba, lanzándome sus miraditas frívolas o compasivas o
timoratas o sentenciosas o esquivas. Pero sin importunarme, eso sí. Ellos en lo
suyo y yo en lo mío. Me hubiese gustado que las cosas permanecieran así durante
otro largo rato. Pero en eso llegaron aquellos dos para echarme a perder la
faena. Uno debe haber sido el policía, y el otro evidentemente era el forense.
Uno dijo: Diablos, para morirse no tenía que poner una cara tan fea. A lo que
respondió el otro: ¿Y qué pensabas tú, que la muerte es tan definitoria como
para remediar ciertas innatas anomalías?
José
Hugo Fernández, del libro “La novia del monstruo”.
domingo, 15 de febrero de 2015
EN CUBA ME AGUARDA EL FINAL DEL CÍRCULO DE MI VIDA
El autor de “La caverna de las ideas”, entre otras novelas, nunca ha regresado a la Isla, desde que salió con un año de edad. ¨Me he pasado la vida oyendo que soy español –dice en esta entrevista– pero mi hijo mayor insiste, que sí, que soy cubano”
José Hugo Fernández
LA HABANA, Cuba -José Carlos Somoza, nacido en La Habana, en 1959, es un escritor con muy bien ganado éxito y prestigio internacionales. Por inusual concurrencia, sus novelas, a la vez que son asumidas como best seller por los lectores, resultan también fruto de un talento cultivado a partir de la frecuentación de los clásicos de todas las épocas (Shakespeare, Cervantes, Tolstoi, Stevenson, Dashiell Hammett, Philip K. Dick…) y de una proyección autoral que desborda los estrechos límites de los géneros para apostar únicamente por la buena literatura.
Desde su casa en Madrid, adonde fue llevado de muy niño por sus padres cubanos, ha tenido la gentileza de responder para Cubanet algunas preguntas acerca de las cuerdas emocionales que –conscientemente o no- aún le atan a nuestra isla.
JHF: Desde la Grecia antigua hasta Nueva Zelanda, desde Japón a toda Europa… los escenarios de sus novelas abarcan gran parte del planeta. Sin embargo, hasta donde sé, no ha ubicado nunca a un personaje suyo en La Habana, ciudad donde nació. ¿Será que le han faltado motivaciones, o acaso se trata de una exclusión ex profeso, pues de algún modo le duele el lugar que -por motivos políticos- debieron abandonar sus padres cuando apenas tenía usted un año de edad?
JCS: Ambas razones han sido (y son) importantes para mí. Mi infancia se desarrolló en un clima familiar donde hablar de Cuba daba lugar a llanto, rabia y frustración, y por ello siempre he mantenido al margen ese país en mi vida. Digamos que lo he negado: lo he borrado del mapa de mi inspiración, porque para mí es la tierra en la que mis padres y abuelos hubiesen deseado vivir, pero no pudieron, y se lamentaron siempre por ello. Ahora todos ellos han muerto. Todos desearon al final ser incinerados y que sus cenizas fuesen arrojadas al mar, y eso he hecho. No querían dormir para siempre en España: querían que el mar los llevase lejos, acaso de nuevo a la Cuba que perdieron. Y de la misma forma que he arrojado las cenizas de todo aquello que amé, probablemente arrojé Cuba con ellos también. No sé si para siempre, pero sí por ahora.
JHF: Me ha dicho un amigo: al lado de José Carlos Somoza, Paul Lafargue parece ser más cubano que Benny Moré. Es posible que tenga razón, pero me pregunto y le pregunto a usted, ¿acaso en su condición como hijo de cubanos, no creció bajo la nostalgia recurrente de la Isla, de sus comidas, de su cultura, y en especial de su música y de las múltiples frustraciones ocasionadas por la revolución?
JCS: Crecí, como ya he dicho, en un ambiente de gran dolor y frustración, ya que se daba el caso de que mi padre, como tantos otros engañados y traicionados en esa isla, era un notable opositor al régimen de Batista y apoyó a Castro desde el principio y tenía puestas sus esperanzas en él. No hay dolor mayor que el de quien se siente traicionado. Pero, naturalmente, mis padres siguieron siendo “cubanos” en España. Y aunque con el paso del tiempo evitaban hablar de Cuba y su política (entre otras cosas, debido al fuerte sentimiento pro-castrista de muchos españoles, muchos tan engañados o más de lo que mi padre había estado nunca), es cierto que la cultura, las comidas y la música cubanas siguieron formando parte de sus vidas, y de la mía, en cierto modo.
JHF: En librerías de “viejos” de La Habana (un mercado alternativo, por lo general) he podido comprar sus novelas “Clara y la penumbra” y “El cebo”. Sé que muy en especial la primera ha llamado poderosamente la atención de lectores habaneros. ¿No es posible (o no le interesa a usted) que sus libros lleguen a nuestras librerías de novedades, pertenecientes todas al Estado?
JSC: Mis libros, o al menos uno de ellos, ya llegaron a las mesas de novedades hace años. Alrededor de 2001 o 2002 me pidieron directamente desde la embajada cubana permiso –a través de su agregado cultural- para realizar una edición no venal de “La caverna de las ideas”, mi obra más traducida y vendida en el mundo. Mi padre vivía por aquella época, y tanto él como mi esposa me desaconsejaron aceptar. Pero yo pensé que mis ideas y sentimientos no tenían que ser obstáculos para que el lector cubano conociese mi obra, si así quería, de modo que (tras alguna reunión de embajada con el agregado), terminé aceptando. Por supuesto, edición “no venal” significaba que yo no iba a recibir absolutamente nada pero que ellos sí podrían vender el libro sin problema alguno, como así hicieron (creo que varias ediciones). Yo lo asumí y no me importó. Pero decliné fervientemente la invitación extraoficial del gobierno cubano a asistir a la feria del libro de La Habana.
JHF: ¿Conoce lo que se escribe hoy en Cuba, en materia de literatura fantástica y de terror, las cuales alinean entre sus preferencias? ¿Conoce o frecuenta en general a los clásicos de nuestra literatura, ya que es usted un devoto de los clásicos? ¿Mantiene comunicación con escritores cubanos de adentro o de la diáspora?
JCS: Conozco a algunos escritores cubanos con los que a veces mantengo contacto. Algunos de ellos bastante amigos. En general, hemos coincidido casi siempre en la célebre Semana Negra de Gijón, donde tantos de nosotros nos hemos reunido, y casi todos ellos pertenecen a la diáspora. Nunca he hablado de Cuba con ellos, sin embargo, y la amistad que les profeso es independiente del tema cubano.
JHF: ¿Ha visitado La Habana, siendo ya un escritor de éxito internacional? ¿Le gustaría recorrer los sitios donde vivieron y donde alguna vez fueron felices sus padres?
JCS: Nunca he regresado a Cuba desde que salí con un año de edad. De siempre mi esposa (que es española, como mis hijos) me ha instado a que recupere mis “raíces” alguna vez, sea esto lo que sea. Quizá lo haga algún día, no lo sé. No voy a negar que en Cuba me aguarda, probablemente, el final del círculo de mi vida. Es posible que necesite cerrar ese círculo, o esa herida que mantengo abierta como si se tratara de llevar una antorcha olímpica y ardiente entregada por mi familia. Es verdad que a veces siento ese pasado como una carga honda que necesitara abandonar por fin. Curiosamente, me pasé toda la infancia oyendo decir que yo era español, no cubano. Sin embargo hoy día, mi hijo mayor (que apenas conoce nada de esto ni fue involucrado nunca en cuestiones de nostalgia y pérdida como yo lo fui) insiste, quizá con cierta ironía, en que, en realidad, sí soy cubano. De modo que así me he quedado: con mis padres diciéndome que no lo soy y mi hijo diciéndome que sí. Y lo peor del caso: no tengo ni la menor idea de qué significa ser cubano.
sábado, 24 de enero de 2015
Un minuto para tres
Más de diez años llevaba Lilian trabajando en
algún que otro programa de televisión y cada vez había menos naturalidad en su
manera de caminar, de hablar o de mirar cuando se hallaba en público, o al
menos fuera de su casa. Era como si todo el tiempo la persiguiera alguna
cámara. Aunque fuese un tanto vanidosa, también era verdad que no le faltaba
gracia física, como tampoco cierto talento que muchos consideraban
menospreciado de modo inexplicable, así como otros creían que quizás no había
sido suficientemente pródiga con quienes debía serlo. Y serlo con Raynold, un
director que pensaba como un espectador de gusto mediocre, al extremo de
casarse con él, fue considerado por todos un grave error. Y otro, acaso peor,
era irse tornando cada vez más pródiga con el ojo de aquella cámara imaginaria
que la seguía a todas partes.
Una noche, mientras celebraban el feliz
término de una serie que su esposo había dirigido, Lilian se encontró de pronto
con la mirada de José Dayal, un comentarista cultural que venía de la radio, y
a ella le pareció que sus respectivos talantes estaban obligados a volverse
cómplices por obvia preponderancia en medio de aquel bulto de personas
confusas, que no sólo eran incapaces de detenerse en sí mismas, sino que
precisamente procuraban escapar de su trivialidad particular disolviéndose en
la similitud con los otros. Sin embargo, Dayal no correspondió en absoluto con
su intención: la envolvió en una mirada gélida y distante cuyo significado
podía ser que —para él— ella, pese a sus atractivos, poseía tan escasa
singularidad como el resto de los presentes que tanto la hastiaban. Además, el
hecho de que lo mirara a él como si
de veras fuese una persona muy especial revelaba que, en fin de cuentas, lo
único ostensiblemente peculiar en ella era su vulgaridad.
De manera que Lilian, tratando de evitar la
vergüenza, la irritación o el desprecio —o también, cómo no, la explosiva
mezcla de todo eso—, bajó la mirada, recuperó con la mayor calma su vaso, tomó
un sorbo muy leve de su cerveza y, al volverse hacia Raynold, supo que él se
había dado cuenta de aquella silenciosa y fugaz peripecia. Sonriendo
imperceptiblemente, entrecerrando los ojos y haciendo con los hombros un gesto
poco enfático, pareció decirle que, en efecto, los hombres no tienen remedio.
Pero la expresión de su esposo tenía también
una evidente frialdad, que Lilian no comprendió de pronto, porque la causa
había sido aquella mirada de José Dayal, un comentarista recién llegado nada
menos que de la radio (Dios mío, aun más más más odiosa que el teatro),
triunfante porque sabía pronunciar algunos nombres difíciles y poner cara
seductora. Pero Lilian entendió bien cuando vio que los ojos de Raynold seguían
ahora a Dayal y brillaban con una cólera helada que parecía contenerse a duras
penas: supo entonces que su esposo no estaba furioso porque aquel hombre
trajera buena fama de un mundo donde él mismo no había conseguido más que un
simple golpe de suerte en medio de la indiferencia, ni porque le viese un aire
de soberbia precoz, ni por aquella voz entre socarrona y remilgada, sino,
sencillamente, por haberla mirado un instante y no haber hallado en ella nada
más que motivo para un desdén acaso peor que el que sentía por los otros. Una
displicencia gélida que no estaba hecha a la medida de la imagen que tenía él
de su esposa, a quien todos, incluso los que no la celebraban, veían con
aceptación.
Y Lilian sintió como un toque de alarma y
comenzó a seguirlo con la vista mientras Raynold avanzaba entre los otros:
saludaba a un camarógrafo que había estado enfermo, intercambiaba un breve
comentario sobre algún detalle de la escenografía, miraba el guion, lo
remiraba, hasta llegar justo al lado de José Dayal, que no hallaba calidad
suficiente en el trabajo de un joven productor de quien se opinaba en una
esquina del estudio. Raynold incluso se sentó junto a él en el majestuoso sofá
que había sido el centro de una de las últimas escenas y, alzando una mano para
tocarlo en el hombro, abría ya la boca a punto de decirle algo, cuando el otro
se volvió hacia él.
En el momento en que los ojos de ambos
hombres se encontraron, el sonido de una canción de Gilberto Santa Rosa, muy
suave pero a todo volumen, estalló durante unos segundos en el aire reposado
del set donde minutos antes se filmara la angustiosa muerte de la heroína,
quien, acaso precisamente por ese recuerdo, ahora como simple actriz, hizo
estallar a su vez una gran carcajada que resaltó mucho más porque, en ese mismo
instante, el operador de sonido, que había dejado escapar por error aquel golpe
de canción desde la cabina, reaccionó y volvió a cerrar el audio, de manera que
la risa de Marisol sonó en aquel recinto como la explosión que rompe un muro.
Y todos echaron a reír a un tiempo, ahogando
la carcajada de la actriz y rodeando de un grotesco marco sonoro el encuentro
de la mirada de José Dayal, suspensa, con la de Raynold, totalmente
desconcertada. Mientras alrededor de ellos las risas se enredaban arrasando
toda conversación anterior y las voces empezaban a sonar como si se pasara, sin
transición alguna, de filmar una escena muy reposada a otra en extremo
vertiginosa.
Pero ninguno de los dos hombres sonrió
siquiera o se movió mientras en derredor todo se aceleraba como si aquellos
tragos simbólicos hicieran el efecto de un súbito fogonazo de espuma en el
ánimo de cada uno.
Por último, Raynold terminó de poner su mano
sobre el hombro de José Dayal, pero cerró la boca entreabierta y no dijo ni una
sola palabra, aunque siguió mirándolo todavía durante unos segundos en espera
de que terminara su propia confusión, que pareció ir pasando a bocanadas de los
suyos a los ojos de Dayal.
Retiró finalmente su mano del hombro del
otro, dejó de mirarlo, se aferró con las dos manos del vaso intacto y se puso
de pie en medio de lo que —se dio cuenta de golpe— era un aplauso cerrado que
los demás, entre algunos vestigios de risas, le dedicaban, incitados por una
voz elogiosa que de momento Raynold no reconoció, de la misma manera que
tampoco reconoció la mirada que había en los ojos de Lilian y que, más que una
pregunta, le parecían un grito emitido usando una única y desconocida vocal.
Ernesto
Santana, del libro “La venenosa flor del arzadú”.
Reconquista
Sus inventores alegaron que con aquel artilugio se proponían instaurar una nueva era, la del fin del egoísmo. No era un sofisticado ingenio de la ciencia. Nada le debía a la magia, ni al milagro, ni al hechizo. Pero toda persona que traspasara sus umbrales, quedaba incapacitada para ver su propia imagen. Quienes le rodeaban, podrían seguir viéndola. Y ella, por su lado, podría ver a todos. Pero nunca más volvería a verse a sí misma.
Antes de situar el artilugio en la plaza pública, censaron con minuciosidad a toda la población, otorgándole a cada cual un turno con la fecha y hora en que, inexcusablemente, debía someterse a sus efectos.
Poco a poco, el artilugio fue haciendo lo suyo. Al punto que llegó un día en que las personas perdieron todo interés por relacionarse. ¿Qué ganamos reconociéndonos unos a los otros –se preguntaban, desabridamente-, si a cada uno de nosotros no le es posible ya conocer y recomponer de antemano la imagen con que nos presentamos ante las demás?
Nunca estuvo la raza humana tan cerca de extinguirse bajo la sincronía del aburrimiento. Sin embargo, a última hora la salvó una coincidencia histórica. Pues en esa época fue también cuando los espejos, reagrupándose sobre el polvo, decidieron emprender la reconquista de su viejo imperio.
José Hugo Fernández, del libro “La novia del monstruo”.
José Hugo Fernández, del libro “La novia del monstruo”.
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