Más de diez años llevaba Lilian trabajando en
algún que otro programa de televisión y cada vez había menos naturalidad en su
manera de caminar, de hablar o de mirar cuando se hallaba en público, o al
menos fuera de su casa. Era como si todo el tiempo la persiguiera alguna
cámara. Aunque fuese un tanto vanidosa, también era verdad que no le faltaba
gracia física, como tampoco cierto talento que muchos consideraban
menospreciado de modo inexplicable, así como otros creían que quizás no había
sido suficientemente pródiga con quienes debía serlo. Y serlo con Raynold, un
director que pensaba como un espectador de gusto mediocre, al extremo de
casarse con él, fue considerado por todos un grave error. Y otro, acaso peor,
era irse tornando cada vez más pródiga con el ojo de aquella cámara imaginaria
que la seguía a todas partes.
Una noche, mientras celebraban el feliz
término de una serie que su esposo había dirigido, Lilian se encontró de pronto
con la mirada de José Dayal, un comentarista cultural que venía de la radio, y
a ella le pareció que sus respectivos talantes estaban obligados a volverse
cómplices por obvia preponderancia en medio de aquel bulto de personas
confusas, que no sólo eran incapaces de detenerse en sí mismas, sino que
precisamente procuraban escapar de su trivialidad particular disolviéndose en
la similitud con los otros. Sin embargo, Dayal no correspondió en absoluto con
su intención: la envolvió en una mirada gélida y distante cuyo significado
podía ser que —para él— ella, pese a sus atractivos, poseía tan escasa
singularidad como el resto de los presentes que tanto la hastiaban. Además, el
hecho de que lo mirara a él como si
de veras fuese una persona muy especial revelaba que, en fin de cuentas, lo
único ostensiblemente peculiar en ella era su vulgaridad.
De manera que Lilian, tratando de evitar la
vergüenza, la irritación o el desprecio —o también, cómo no, la explosiva
mezcla de todo eso—, bajó la mirada, recuperó con la mayor calma su vaso, tomó
un sorbo muy leve de su cerveza y, al volverse hacia Raynold, supo que él se
había dado cuenta de aquella silenciosa y fugaz peripecia. Sonriendo
imperceptiblemente, entrecerrando los ojos y haciendo con los hombros un gesto
poco enfático, pareció decirle que, en efecto, los hombres no tienen remedio.
Pero la expresión de su esposo tenía también
una evidente frialdad, que Lilian no comprendió de pronto, porque la causa
había sido aquella mirada de José Dayal, un comentarista recién llegado nada
menos que de la radio (Dios mío, aun más más más odiosa que el teatro),
triunfante porque sabía pronunciar algunos nombres difíciles y poner cara
seductora. Pero Lilian entendió bien cuando vio que los ojos de Raynold seguían
ahora a Dayal y brillaban con una cólera helada que parecía contenerse a duras
penas: supo entonces que su esposo no estaba furioso porque aquel hombre
trajera buena fama de un mundo donde él mismo no había conseguido más que un
simple golpe de suerte en medio de la indiferencia, ni porque le viese un aire
de soberbia precoz, ni por aquella voz entre socarrona y remilgada, sino,
sencillamente, por haberla mirado un instante y no haber hallado en ella nada
más que motivo para un desdén acaso peor que el que sentía por los otros. Una
displicencia gélida que no estaba hecha a la medida de la imagen que tenía él
de su esposa, a quien todos, incluso los que no la celebraban, veían con
aceptación.
Y Lilian sintió como un toque de alarma y
comenzó a seguirlo con la vista mientras Raynold avanzaba entre los otros:
saludaba a un camarógrafo que había estado enfermo, intercambiaba un breve
comentario sobre algún detalle de la escenografía, miraba el guion, lo
remiraba, hasta llegar justo al lado de José Dayal, que no hallaba calidad
suficiente en el trabajo de un joven productor de quien se opinaba en una
esquina del estudio. Raynold incluso se sentó junto a él en el majestuoso sofá
que había sido el centro de una de las últimas escenas y, alzando una mano para
tocarlo en el hombro, abría ya la boca a punto de decirle algo, cuando el otro
se volvió hacia él.
En el momento en que los ojos de ambos
hombres se encontraron, el sonido de una canción de Gilberto Santa Rosa, muy
suave pero a todo volumen, estalló durante unos segundos en el aire reposado
del set donde minutos antes se filmara la angustiosa muerte de la heroína,
quien, acaso precisamente por ese recuerdo, ahora como simple actriz, hizo
estallar a su vez una gran carcajada que resaltó mucho más porque, en ese mismo
instante, el operador de sonido, que había dejado escapar por error aquel golpe
de canción desde la cabina, reaccionó y volvió a cerrar el audio, de manera que
la risa de Marisol sonó en aquel recinto como la explosión que rompe un muro.
Y todos echaron a reír a un tiempo, ahogando
la carcajada de la actriz y rodeando de un grotesco marco sonoro el encuentro
de la mirada de José Dayal, suspensa, con la de Raynold, totalmente
desconcertada. Mientras alrededor de ellos las risas se enredaban arrasando
toda conversación anterior y las voces empezaban a sonar como si se pasara, sin
transición alguna, de filmar una escena muy reposada a otra en extremo
vertiginosa.
Pero ninguno de los dos hombres sonrió
siquiera o se movió mientras en derredor todo se aceleraba como si aquellos
tragos simbólicos hicieran el efecto de un súbito fogonazo de espuma en el
ánimo de cada uno.
Por último, Raynold terminó de poner su mano
sobre el hombro de José Dayal, pero cerró la boca entreabierta y no dijo ni una
sola palabra, aunque siguió mirándolo todavía durante unos segundos en espera
de que terminara su propia confusión, que pareció ir pasando a bocanadas de los
suyos a los ojos de Dayal.
Retiró finalmente su mano del hombro del
otro, dejó de mirarlo, se aferró con las dos manos del vaso intacto y se puso
de pie en medio de lo que —se dio cuenta de golpe— era un aplauso cerrado que
los demás, entre algunos vestigios de risas, le dedicaban, incitados por una
voz elogiosa que de momento Raynold no reconoció, de la misma manera que
tampoco reconoció la mirada que había en los ojos de Lilian y que, más que una
pregunta, le parecían un grito emitido usando una única y desconocida vocal.
Ernesto
Santana, del libro “La venenosa flor del arzadú”.
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