Los barrigones no
debieran usar guayabera. Se perjudican recíprocamente: la guayabera luce menos
guayabera y más sotana al cubrirlos, en tanto el barrigón luce menos
distinguido cuanto más resalta como un barrigón dentro de una guayabera. Si los
jefes en Cuba tuviesen una pizca de sentido común, no habrían declarado a la
guayabera como prenda oficial para ceremonias diplomáticas o de Estado. Es una
especie de magnicidio que se auto-infligen, dado que en nada se parecen tanto
entre sí como en lo que son, más en lo típicamente abultado de sus
vientres. Cuando un dirigente no es aquí barrigón, debe resultar sospechoso para
los otros dirigentes, a la vez que resulta demasiado poco creíble para la gente
de a pie. Así como allende los mares suele ser tomada como un síntoma de poca
salud o de mal gusto, la gran barriga constituye en nuestra isla credencial
inequívoca de poder. Luego del asombroso parecido que guardan todos nuestros
caciques entre ellos mismos, nadie es más parecido físicamente a uno de ellos
que un bisnero con éxito, de esos a los que ahora llamamos nuevos ricos, es
decir, pobres bandidos a los que parece sobrarles el dinero en igual proporción
en que les faltan escrúpulos. Como no me conviene describir al detalle la suma
de sus puntos convergentes, digamos que si nos plantan delante, desnudos, a un
dirigente y a un nuevo rico, no sabríamos determinar cuál es el cuál. Son dos
barrigas como dos yemas del mismo óvulo. Pero tan pronto se arropan, resultan
distinguibles desde lejos. El dirigente lleva guayabera. Y el nuevo rico,
bermudas, gafas y gorra de los Yankees.
Quizá el primer objetivo de ese decreto que hoy obliga a nuestros
caciques a vestir de guayabera sea diferenciarlos a ojos vista de los nuevos
ricos. Es como un cambio en el camuflaje, ya que tanto nos chifla últimamente
hablar de cambios. Con todo, tal diferenciación (aunque sólo funcione a ojos
vista) vendría a ser lo único que en verdad justifica el uso oficial de la
guayabera en pleno siglo XXI.
Luego de haber desmoronado meticulosamente todas
nuestras tradiciones, en el vestir, comer, hablar, actuar, pensar... Y una vez
establecido en la Isla el reino de la miseria perenne, sin la menor cabida para
la sobrevivencia de un artículo, digamos, tan caro como la guayabera, resulta
sorprendente este decreto destinado al rescate de una prenda que fue de uso
común entre nuestros abuelos, pero ahora, dadas las circunstancias, regresa
convertida en lujo de élites.
Después de compulsarnos al pulóver desbembado y a
las chancletas mete-dedos como últimos gritos de la elegancia, la guayabera se
nos antoja antediluviana. Además, quién que no sea un dirigente puede gastarse
la pompa de vestir con guayabera de lino o de suave algodón en un país en que
el pueblo adquiere toda su ropa en las tiendas de reciclados, las cuales son
surtidas con el rastrojo que regalan en los pulgueros de otros países y que
aquí revenden a precios de novedad. Se la verían cruda nuestros salvadores de
la patria si pretendiesen que la gente desvíe los exiguos pesos convertibles
que destina a la compra de jabón y aceite, para ir a las boutiques de los
hoteles cinco estrellas a comprarse guayaberas. Qué va, preferimos seguir
anunciando a Pink Floyd con los pulóveres del reciclado. De igual forma, las
gorras de los Yankees nos quedan más a mano y hasta son más baratas que esas de
color verde olivo con banderita cubana, o con la imagen del Che, que venden
como pan caliente en las shopping.
Que se cojan las guayaberas para ellos solos. En
definitiva, ellos, según ellos, son Cuba. Y nada es mejor que esa fina prenda
para destacar la pureza de “Cuba”.
Ya que soñar no cuesta, supongamos que una
delegación de la plana mayor del régimen se ha dignado recorrer a pie los predios
de algunas de las cuarterías o de las 46 nuevas villas miserias que existen hoy
en La Habana. Sea en Los Pocitos, de Marianao; en el Blúmer Caliente, de La
Lisa; en El Canal, del Cerro, o en Las Piedras, de San Miguel del Padrón…
esforcémonos tratando de imaginar el cuadro: Aquella nube de guayaberas blancas
infladas insolentemente a la altura del abdomen, flotando sobre los charcos
infectos de los callejones, entre tablas podridas y trozos de zinc herrumbroso,
surfeando para esquivar la porquería, bajo el ladrido de los esqueletos
sarnosos que alguna vez fueron perros y acechados por la actitud anhelante pero
desconfiada pero roñosa de los vecinos del lugar…
“Nevando en el tugurio”, podría ser quizá el título
que mejor le encaja a este cuadro.
José Hugo Fernández, del
libro de crónicas “Entre Cantinflas y Buster Keaton”.
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