EL VAGON AMARILLO

jueves, 11 de junio de 2015

La pesadilla del verano de 1965


Las memorias de los cuatro meses que antecedieron a la ruptura total de Cabrera Infante con el régimen cubano
 
Guillermo+Cabrera+Infante+Y+miriam+Gomez
LA HABANA, Cuba. Hace cincuenta años, en el verano de 1965, ocurrió uno de los períodos más difíciles y extraños de la vida de Guillermo Cabrera Infante: los cuatro meses que pasó en La Habana, atrapado en una situación kafkiana y realmente peligrosa, luego de que, habiendo venido al entierro de su madre, se le prohíbe regresar a Bruselas, donde trabajaba como diplomático.
 
Ya había tenido esa frecuente pesadilla de muchos cubanos que viven en el extranjero, que entraba a Cuba y luego, por alguna razón, no podía volver a salir; pero durante tan inolvidable verano tal pesadilla se convirtió en su vida real.
Mapa dibujado por un espía, el tercero de los libros que aparece tras la muerte del autor, narra precisamente esa pesadilla, tras la cual vino su completa ruptura con la dictadura castrista, a pesar del precio que le hizo pagar gran parte de la izquierda internacional.
Este libro, que afortunadamente ya ha comenzado a circular de mano en mano y con prisa, como toda obra de Cabrera Infante (Gibara, 1929-Londres, 2005), es un borrador poco trabajado, la versión inicial de un libro al que el escritor se refería en ocasiones con el título de Ítaca vuelta a visitar.
En la contraportada el libro es descrito como “a un tiempo la crónica amarga de una decepción y la cartografía íntima de una despedida, un fragmento de autobiografía novelada, un exorcismo de memoria de un pasado al que el autor nunca más quiso regresar”.
Limpiar el país
Mapa dibujado por un espía es también un testimonio de cómo comenzó el interminable rosario de prohibiciones que hemos vivido por tantos años en todos los ámbitos de la sociedad, desde la economía hasta las creencias religiosas, pasando por la cultura y la familia. Ningún aspecto de la vida diaria resultó ajeno a la voluntad de control de Fidel Castro en su campaña de conquista de la mente de los cubanos.
Asombra ver que una de las acusaciones que se hacían entonces era la de “dolcevitismo”, en referencia a La dolce vita: entregarse a la dulce vida en medio de las dificultades de la revolución. Era la época en que comenzó la frase “tener problemas”, que según el escritor significaba “tener problemas políticos, y estos, a su vez, se traducían en tener problemas con la policía: no con la ley ni con la justicia, ya que ambas no existían más, sino con la policía, y esta policía era la única policía posible: la policía política”.
Nos encontramos en este libro con un Cabrera Infante inusual. No solo poco dado a los rejuegos verbales, sino también confesional, aturdido, temeroso. Cuando Antón Arrufat y otros escritores quieren hacer una manifestación para protestar por la persecución de homosexuales, él les advierte que eso sería tomado como un acto de desobediencia, que lo mejor es encerrarse a trabajar y dejarse de reuniones.
Asombrado, es testigo de cómo ruge Haydée Santamaría que no importa el número de presos políticos, porque “la Revolución no cuenta a sus enemigos, sino que acaba con ellos” y, además, “la Revolución no tiene que darle cuentas a nadie, amigo o enemigo”.
Una amiga a la que no creía fanática lo sorprende con una parrafada acerca de “limpiar el país”, de “hacer irse a todos los contrarrevolucionarios, tapiñados o descarados”, descubrir y denunciar a la “la escoria contrarrevolucionaria” e incluso lo pone nervioso acusando a sus amigos Virgilio Piñera y Arrufat por “maricones contrarrevolucionarios”.
Ni siquiera Ezequiel Vieta y sus colegas de Teatro Estudio, que tanto atacaron a Lunes de Revolución en las famosas reuniones en la Biblioteca Nacional, podrán evitar ser ellos mismos perseguidos por supuestos motivos morales.
A pesar de su terrible significado, uno quisiera reírse de los ridículos métodos que utilizan los cazadores de brujas en su trabajo. Ramiro Valdés era capaz de detectar quién era culpable y quién no gracias al simple procedimiento de observarle las manos. Los agentes que combatían las “lacras” sabían quién era homosexual preguntándole la hora: si el tipo dejaba lánguida la mano del reloj, en vez de cerrar el puño, resultaba probadamente un pervertido.
La sospecha era constante, la desconfianza era de todos hacia todos, la sombra de la Seguridad del Estado se extendía sobre la vida de cada persona, lo mismo si era uno de a pie que si estaba relacionado con el gobierno. Desde los primeros días se convence de que tiene que irse definitivamente de Cuba como sea: “Si no me voy por el aeropuerto legalmente, me asilo en una embajada o me voy en un bote. Pero yo me voy”.
Este tipo nos va a enterrar a todos
Para colmo, la música popular cubana parecía desfallecida y “desde 1959 no se había creado ningún nuevo ritmo en Cuba”. Sin embargo, cuenta Cabrera Infante, se escuchaba con insistencia una nueva orquesta, dirigida por Pello el Afrokán, “que trataba de introducir un nuevo ritmo llamado, extrañamente, Monzambique”.
Cerca de donde vivió esos cuatro meses, casi en G y Veintitrés, podía escuchar cada día, todo el día, cómo los altavoces convocaban a los jóvenes para que asistieran a un festival de juventudes comunistas que tendría lugar en Argelia. De pronto, dejó de hablarse del festival y la convocatoria era entonces para sembrar un millón de eucaliptus en el oriente del país. Un amigo bien informado le dice que en unas semanas se arrancarán todas las posturas de eucaliptus para sembrar caña y él le pregunta, sorprendido, por el esfuerzo de todos aquellos muchachos. Su amigo le responde cínicamente: “En algo había que entretenerlos”.
Hacia el final del libro, Cabrera Infante reconoce que Arrufat había estado en lo cierto, que a Cuba le esperaban días oscuros y no quedaba más que protestar antes de que todo se hundiera en la tiranía más feroz. Pero no podía evitar pensar más que en su huida y ya no creía que se pudiera hacer nada: “Había que aceptar el futuro como un destino inexorable”.
Imaginemos a todos esos personajes hace cincuenta años, unos cayendo ya en la desgracia o en la traición, otros todavía: Roberto Fernández Retamar, Pablo Armando Fernández, Oscar Hurtado, Heberto Padilla, Carlos Franqui, Antón Arrufat, Virgilio Piñera, Calvert Casey, José Triana, Nicolás Guillén, Harold Gramatges, Gustavo Arcos Bergnes, Lisandro Otero, Rine Leal, Chinolope, César Leante, Edmundo Desnoes, Ambrosio Fornet, Alejo Carpentier, Humberto Arenal, Walterio Carbonell, Jaime Sarusky…
En un momento de la narración, el autor se encuentra con Nicolás Guillén, quien lo sorprende quejándose con alarma de Fidel Castro, que ha arengado a unos estudiantes contra él. El poeta, que había cantado a los dictadores pero no era tonto, le confiesa en una tarde de hace cincuenta años:
“¡Este tipo es peor que Stalin! Por lo menos Stalin está muerto, pero este va a vivir cincuenta años más y nos va a enterrar a todos. ¡A todos!” No estaba muy descaminado Guillén.
Hay una aseveración de Cabrera Infante en un momento que conmueve por el modo en que descubre el profundo trastorno que empezó hace más de medio siglo: “Una mutación imperceptible había cambiado a las gentes y las cosas por sus semejantes al revés: ahí estaban todos pero ellos no eran ellos, Cuba no era Cuba”.

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