Las memorias de los cuatro meses que antecedieron a la ruptura total de Cabrera Infante con el régimen cubano
Por Ernesto Santana Zaldívar
LA
HABANA, Cuba. – Hace cincuenta años, en el verano de 1965, ocurrió uno
de los períodos más difíciles y extraños de la vida de Guillermo Cabrera
Infante: los cuatro meses que pasó en La Habana, atrapado en una
situación kafkiana y realmente peligrosa, luego de que, habiendo venido
al entierro de su madre, se le prohíbe regresar a Bruselas, donde
trabajaba como diplomático.
Ya había tenido esa frecuente pesadilla de muchos cubanos que viven
en el extranjero, que entraba a Cuba y luego, por alguna razón, no podía
volver a salir; pero durante tan inolvidable verano tal pesadilla se
convirtió en su vida real.
Mapa dibujado por un espía, el tercero de los libros que
aparece tras la muerte del autor, narra precisamente esa pesadilla, tras
la cual vino su completa ruptura con la dictadura castrista, a pesar
del precio que le hizo pagar gran parte de la izquierda internacional.
Este libro, que afortunadamente ya ha comenzado a circular de mano en
mano y con prisa, como toda obra de Cabrera Infante (Gibara,
1929-Londres, 2005), es un borrador poco trabajado, la versión inicial
de un libro al que el escritor se refería en ocasiones con el título de Ítaca vuelta a visitar.
En la contraportada el libro es descrito como “a un tiempo la crónica
amarga de una decepción y la cartografía íntima de una despedida, un
fragmento de autobiografía novelada, un exorcismo de memoria de un
pasado al que el autor nunca más quiso regresar”.
Limpiar el país
Mapa dibujado por un espía es también un testimonio de cómo
comenzó el interminable rosario de prohibiciones que hemos vivido por
tantos años en todos los ámbitos de la sociedad, desde la economía hasta
las creencias religiosas, pasando por la cultura y la familia. Ningún
aspecto de la vida diaria resultó ajeno a la voluntad de control de
Fidel Castro en su campaña de conquista de la mente de los cubanos.
Asombra ver que una de las acusaciones que se hacían entonces era la de “dolcevitismo”, en referencia a La dolce vita:
entregarse a la dulce vida en medio de las dificultades de la
revolución. Era la época en que comenzó la frase “tener problemas”, que
según el escritor significaba “tener problemas políticos, y estos, a su
vez, se traducían en tener problemas con la policía: no con la ley ni
con la justicia, ya que ambas no existían más, sino con la policía, y
esta policía era la única policía posible: la policía política”.
Nos encontramos en este libro con un Cabrera Infante inusual. No solo
poco dado a los rejuegos verbales, sino también confesional, aturdido,
temeroso. Cuando Antón Arrufat y otros escritores quieren hacer una
manifestación para protestar por la persecución de homosexuales, él les
advierte que eso sería tomado como un acto de desobediencia, que lo
mejor es encerrarse a trabajar y dejarse de reuniones.
Asombrado, es testigo de cómo ruge Haydée Santamaría que no importa
el número de presos políticos, porque “la Revolución no cuenta a sus
enemigos, sino que acaba con ellos” y, además, “la Revolución no tiene
que darle cuentas a nadie, amigo o enemigo”.
Una amiga a la que no creía fanática lo sorprende con una parrafada
acerca de “limpiar el país”, de “hacer irse a todos los
contrarrevolucionarios, tapiñados o descarados”, descubrir y denunciar a
la “la escoria contrarrevolucionaria” e incluso lo pone nervioso
acusando a sus amigos Virgilio Piñera y Arrufat por “maricones
contrarrevolucionarios”.
Ni siquiera Ezequiel Vieta y sus colegas de Teatro Estudio, que tanto atacaron a Lunes de Revolución
en las famosas reuniones en la Biblioteca Nacional, podrán evitar ser
ellos mismos perseguidos por supuestos motivos morales.
A pesar de su terrible significado, uno quisiera reírse de los
ridículos métodos que utilizan los cazadores de brujas en su trabajo.
Ramiro Valdés era capaz de detectar quién era culpable y quién no
gracias al simple procedimiento de observarle las manos. Los agentes que
combatían las “lacras” sabían quién era homosexual preguntándole la
hora: si el tipo dejaba lánguida la mano del reloj, en vez de cerrar el
puño, resultaba probadamente un pervertido.
La sospecha era constante, la desconfianza era de todos hacia todos,
la sombra de la Seguridad del Estado se extendía sobre la vida de cada
persona, lo mismo si era uno de a pie que si estaba relacionado con el
gobierno. Desde los primeros días se convence de que tiene que irse
definitivamente de Cuba como sea: “Si no me voy por el aeropuerto
legalmente, me asilo en una embajada o me voy en un bote. Pero yo me
voy”.
Este tipo nos va a enterrar a todos
Para colmo, la música popular cubana parecía desfallecida y “desde
1959 no se había creado ningún nuevo ritmo en Cuba”. Sin embargo, cuenta
Cabrera Infante, se escuchaba con insistencia una nueva orquesta,
dirigida por Pello el Afrokán, “que trataba de introducir un nuevo ritmo
llamado, extrañamente, Monzambique”.
Cerca de donde vivió esos cuatro meses, casi en G y Veintitrés, podía
escuchar cada día, todo el día, cómo los altavoces convocaban a los
jóvenes para que asistieran a un festival de juventudes comunistas que
tendría lugar en Argelia. De pronto, dejó de hablarse del festival y la
convocatoria era entonces para sembrar un millón de eucaliptus en el
oriente del país. Un amigo bien informado le dice que en unas semanas se
arrancarán todas las posturas de eucaliptus para sembrar caña y él le
pregunta, sorprendido, por el esfuerzo de todos aquellos muchachos. Su
amigo le responde cínicamente: “En algo había que entretenerlos”.
Hacia el final del libro, Cabrera Infante reconoce que Arrufat había
estado en lo cierto, que a Cuba le esperaban días oscuros y no quedaba
más que protestar antes de que todo se hundiera en la tiranía más feroz.
Pero no podía evitar pensar más que en su huida y ya no creía que se
pudiera hacer nada: “Había que aceptar el futuro como un destino
inexorable”.
Imaginemos a todos esos personajes hace cincuenta años, unos cayendo
ya en la desgracia o en la traición, otros todavía: Roberto Fernández
Retamar, Pablo Armando Fernández, Oscar Hurtado, Heberto Padilla, Carlos
Franqui, Antón Arrufat, Virgilio Piñera, Calvert Casey, José Triana,
Nicolás Guillén, Harold Gramatges, Gustavo Arcos Bergnes, Lisandro
Otero, Rine Leal, Chinolope, César Leante, Edmundo Desnoes, Ambrosio
Fornet, Alejo Carpentier, Humberto Arenal, Walterio Carbonell, Jaime
Sarusky…
En un momento de la narración, el autor se encuentra con Nicolás
Guillén, quien lo sorprende quejándose con alarma de Fidel Castro, que
ha arengado a unos estudiantes contra él. El poeta, que había cantado a
los dictadores pero no era tonto, le confiesa en una tarde de hace
cincuenta años:
“¡Este tipo es peor que Stalin! Por lo menos Stalin está muerto, pero
este va a vivir cincuenta años más y nos va a enterrar a todos. ¡A
todos!” No estaba muy descaminado Guillén.
Hay una aseveración de Cabrera Infante en un momento que conmueve por
el modo en que descubre el profundo trastorno que empezó hace más de
medio siglo: “Una mutación imperceptible había cambiado a las gentes y
las cosas por sus semejantes al revés: ahí estaban todos pero ellos no
eran ellos, Cuba no era Cuba”.
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