EL VAGON AMARILLO

martes, 21 de julio de 2015

El mar de la noche





  —Mañana es la feria —le dijo Manuel y Jo lo miró con un gesto de cansancio, pues ya lo sabía—. ¿Te acuerdas de cuando la hacían los domingos? Tú eres joven y ha pasado mucho tiempo —añadió en un balbuceo y apretó el paso, acomodándose los horribles espejuelos que le resbalaban sobre la nariz al menor movimiento.
  Jo Quirós caminaba detenido por dentro para sostener el peso de la piedra helada que antes fue su corazón, pero ansioso por fuera para poder avanzar entre la cegadora luz y el aire plomizo de la tarde. Era un prófugo atraído precisamente por aquello de lo que huía. No entendía aún, y ya casi le repugnaba la persistencia de Manuel Meneses a su lado.

  El ocaso había sido súbitamente asaltado por un viento sur que trajo veloces nubarrones y una lluvia fría que arrasó los últimos vestigios de la tarde. Sólo los más ancianos habrían podido recordar un viento sur así.
  —Adiós feria —gruñe Manuel mientras oscurece entre golpes de aire negro—. ¿No tienes frío?
  Pocas noches atrás la luna era para Zo, desde su ventana, un sereno zepelín perseguido por el globo del sol, que abrasaba entonces la ciudad lo mismo que en agosto.
  Y ahora, en esta noche, a lo largo de la caravana de portales que ellos recorren exhaustos de tanto vagar, las columnas engendran un vértigo de sombras que los enmudece. Con las manos en los bolsillos, Manuel procura sólo no perder el paso, pues al lado de Jo le arde menos el aire. Puede rozarle el hombro y aun hundirse en su aliento por un segundo, aunque este melancólico Jo no es el mismo de antes y pasa las horas sin reírse ni una sola vez. Manuel recuerda lo que canturreaba una noche el enano Arnuru en la azotea de la ciudadela Urbach, borracho, aferrado al umbral de la torre de Juan como un Jesús grotesco:
Eran dos hermanos raros:
Zo, la loca de la casa,
 y Jo, el loco del barrio.
Por fin se detienen en una parada de ómnibus, sin abandonar el portal pese a que el vendaval se ensaña allí casi tanto como en la acera.
  También Zo le habló a su hermano, hace más o menos una semana, de la feria de este domingo, y eso le extrañó a Jo Quirós porque en aquel sitio precisamente se alzaba la carpa cuando Ja los llevó a la función de aquella aterradora noche de circo.
  Para rascarse el párpado, Manuel Meneses mete un dedo a través del aro vacío de sus espejuelos, con un solo vidrio partido en forma de estrella que puede deshacerse en cualquier momento y acaso herirle el ojo. Creyéndola una reliquia de guerra, un pote diabólico donde aún retumban los disparos de los fusiles rusos, mira con desagrado cómo Jo se acomoda en la cabeza su gorra de soldado para que no se la arranque el aire.
  La brusca llegada del viento sur hace que Jo no esté seguro de la hora, a pesar de su preciso sentido del tiempo. ¿Serán las nueve? En una noche ordinaria, habría decenas de personas aguardando en la parada, pero ahora los escasos transeúntes rezagados esperan con visible impaciencia entre las columnas y las sombras. Parece una pesadilla, se dice Jo. Y quisiera despertarse ya.

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