Cuando nos dimos cuenta ya era demasiado
tarde. Las ramas del árbol, que por costumbre y hasta con cierto aire amable se
recostaban contra el vidrio de la ventana, eran ahora los tentáculos de un ser
repulsivo e indefinible, como si las serpientes de la cabeza de Medusa
desbordaran la ventana e invadieran el cuarto en medio del espantoso
chisporroteo de sonidos que rezumaban las paredes y que aquellos palpos lamían
ansiosamente.
Hacía rato ya que habíamos dejado la baraja
sobre la mesa, porque cada ronda era más absurda que la anterior. Durante
varios minutos evitamos mirarnos unos a otros, quizás porque el calor era
insufrible. Kino sudaba a mares y aun así pretendía que Arabella y los demás
aceptaran cerrar la ventana.
—¿Qué hora es ya?
A mí me seguía doliendo el pie. Soplaba el
viento. La noche no terminaba. De hecho, parecía interminable sin remedio.
Cerré los ojos, no de sueño, sino sólo por alivio. Pensé que lo mejor, quizás,
hubiera sido no haber entrado nunca por esa ventana para abrir la puerta, ya
que estaba rota la cerradura.
León, como confesó más tarde, aun siendo ateo
oraba entonces en lo profundo de su nada interior, donde ningún eco puede
llegarle; ruega que exista Dios para que lo justifique todo. Quiere que sea
inventado el medicamento perfecto: ni hacia abajo ni hacia arriba ni hacia los
lados, sino en todas direcciones al mismo tiempo: la fisión mental.
Y mientras tanto Kino dice que no puede ver
el arte del cine como “moving pictures”, sino como “pictures in motion” (o sea:
no “mopic”, sino “picmo”. A veces como “pictures in future”, o sea, “picfu”. Y
dice todo eso hablando con cada milímetro de su cara a la vez.
Pero sigue pensando que se debe cerrar la
ventana. No gusta de monstruos.
Pero a nadie le importan la ventana ni sus
monstruos. Ya el breve juego de cartas lo arruinó todo. Reyes. Jotas. Cabeza de
Medusa. Jokers. Ases. Bastos. Cabeza de Medusa. Oros. Calor. Corazones. Dolor
de mi pie. Jotas.
—Dios nos odia —dice Kino.
—Right —dice Arabella y cierra de un golpe la
ventana. Kino se echa a llorar, gimiendo:
—No hay ningún cine abierto a esta hora.
—Ábrelo tú —dice la cabeza de Medusa—: abre
el que más te guste.
Y entonces Kino la miró a los ojos y se
convirtió en piedra hasta muy avanzada la mañana.
Ernesto Santana,
del libro “La venenosa flor del arzadú”.
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