La había mirado
muchas veces, por casualidad, al pasar por la calle Línea o por Calzada, pero
un día la vi y me fue imposible entender entonces cómo nunca antes me había
dado cuenta de lo asombrosa que era aquella cúpula. Se erguía encima de una
edificación situada a un costado del patio de una enorme escuela secundaria y,
aquel día, creí que no me había llamado la atención hasta entonces porque
ninguna de las construcciones alrededor guardaba el menor parentesco con aquel
cascarón cubierto de azulejos multicolores. Sostenida por cuatro columnas, la
cúpula se hallaba en el sexto y último piso de la edificación. En los días de
sol violento, brillaba de una manera espléndida y los estudiantes, sin darse
cuenta de la maravilla que había a unos metros de ellos, alborotaban en el
patio, ignorantes, como yo durante largo tiempo, del milagro inexplicable.
Tomé incontables fotografías de aquella
cúpula, desde los tres lados de la manzana que la dejaban ver desde cerca y
desde lejos, porque su domo reluciente podía avizorarse entre los edificios de
aquel barrio desde varios ángulos diferentes. Imaginé historias que podrían
tenerla como centro y tuve la sospecha de que aquella cúpula tenía un significado
preciso, de que marcaba quizás un eje misterioso, el centro para una secreta
transfiguración, ya que no tenía sentido que alguien la hubiera mandado a
construir por una simple ocurrencia, por azar imaginativo.
Recordé, revisando las fotos, luego, la cúpula
que había a un costado de la desembocadura del río Almendares, detrás del
restaurante 1830, que sólo podía ser vista desde el puente de hierro o desde el
otro lado del río. También era muy brillante, pero con un fulgor de bronce, y
no remataba ninguna edificación, sino que se alzaba sobre cuatro columnas
separadas por cuatro arcos que partían desde el suelo, casi al nivel del río.
Del mismo modo, le tomé a esta bóveda muchas fotos, que había mirado infinidad
de veces cuando cruzaba el puente de hierro o caminaba por el otro lado del
río, pero que sólo había visto realmente gracias a la otra.
Esta tampoco tenía ninguna relación visible
con las construcciones más cercanas, e incluso aparecía más aislada en aquel
saliente que se clavaba en el río como si intentara contenerlo o al menos
escaparse de esta orilla. Estuve durante meses mirando las fotos de las cúpulas
y pensando qué podía hacer con ellas. No me interesaba buscar por toda la
ciudad otras construcciones parecidas, que deberían ser unas cuantas,
posiblemente. Y de momento tampoco me atraía ponerme a indagar sobre quiénes
las mandaron a edificar ni cuándo ocurrió su construcción. Pero un día, por
esas obsesiones del maniático, las ubiqué en un mapa de esa zona de El Vedado y
pensé que quizás habría una tercera cúpula que formara un triángulo con las dos
primeras.
Caminé las calles, pregunté, iba por las
aceras mirando siempre hacia las azoteas. Había muchas edificaciones con torres
de distintos tipos, y volví a sentir el asombro de no haberme percatado de
aquello con anterioridad, aunque ya lo sabía vagamente. Y estaba casi más
interesado entonces en descubrir alguna nueva torre, sin recordar ya lo que me
ha llevado a tan aburrida búsqueda, cuando una tarde, yendo por la calle
Diecisiete, en un típico edificio de la zona, de dos pisos y puntal alto, con
un ancho portal, encuentro la tercera cúpula, a duras penas visible desde la
acera de enfrente, porque no se alza en la parte delantera de la edificación,
sino en el centro de la azotea, o al menos eso parece. Además, es en realidad
pequeña y de forma más alargada que semiesférica.
Por la noche, cuando me pongo a situarla en
el mapa, se torna evidente el triángulo que forman las tres cúpulas, sin
igualdad entre ninguno de los lados. Un simple triángulo escaleno, se dice, y
no puede evitar las mil elucubraciones, las ideas más peregrinas, las
asociaciones más absurdas, y a la tarde siguiente coge la cámara y regresa
allá. Toma varias fotos desde la acera de enfrente. Llama a la primera puerta
de la casa. Una mujer muy amable le abre y, cuando él le explica su propósito,
ella le dice que es difícil, pero que puede venir al día siguiente a hablar con
su esposo.
Se queda con las ganas de llegar a la azotea
y ver de cerca la cúpula, que tampoco guarda relación con las construcciones
que hay a su alrededor. Pero se da cuenta de que en verdad ninguna cúpula
guarda una especial concordancia con lo que hay en su entorno, porque una
cúpula se relaciona sólo con otra cúpula y porque todas las cúpulas son versiones
de la bóveda celeste, estén donde estén.
Justo frente a la casa, al otro lado de la
calle Diecisiete, hay un viejo edificio mucho más alto. Ya ha comenzado a
oscurecer, pero sin dudas todavía se pueden hacer algunas buenas fotos desde
allí, si pudiera subir al último piso del edificio. Busca la escalera y sube
por ella. Es un edificio casi en ruinas y en cada piso hay un amplio pasillo
que se alarga hacia el fondo con puertas a ambos lados. Quizás fue una casa de
huéspedes y ahora es una simple cuartería de varias plantas. Evidentemente ya
toda la parte delantera del edificio ha sido abandonada y sólo es habitable la
parte trasera.
Cuando por fin llega al último piso la vista
que se le ofrece es mucho mejor de lo que esperaba. Hay una ancha terraza abierta
sobre la calle. En una esquina, un pequeño grupo de adolescentes parece
discutir sobre algo muy importante y, al verlo aparecer, todos se vuelven hacia
él. La vista de la cúpula es perfecta, e incluso puede divisar a lo lejos la
alta cúpula multicolor del patio escolar, que refleja las luces rojizas del
cielo. Toma varias fotos. Busca con la mirada hacia donde debe hallarse la
cúpula de chapas broncíneas junto al río, porque, de encontrarla, habría dado
con algo después de lo cual —presiente— su vida ya no podrá ser la misma. La
magia es real. El misterio está al alcance de su mano.
Los muchachos vienen hasta aquí. Por alguna
razón creen que él ha visto algo. Como si los hubiera sorprendido en el momento
en que hacían alguna cosa que nadie debe saber. Uno de ellos lo empuja por el
pecho. Él no entiende. Es probable que lo estén confundiendo con otra persona.
Pero no pronuncian ningún nombre. Un segundo lo golpea en la cabeza con un
objeto metálico que él no tiene tiempo de ver venir. Otro le clava en el
vientre una navaja cuando ya está cayendo. Una vez en el suelo, los muchachos
siguen pateándolo por todas partes, como a un saco.
El que llegó primero toma la cámara. El
segundo le quita el reloj. Otro le saca la cartera del bolsillo. Están en extremo
excitados. El único que no se ha atrevido a golpear parece poco atraído por
esta repentina aventura. Mejor nos vamos ya, dice, un poco incómodo. Por fin
logra arrancarlos uno tras otro del cuerpo inmóvil. Vamos ya, que en definitiva
este no va a hacer el cuento y, si lo hace, qué.
Bajan los cuatro por la escalera, riendo a
espasmos, limpiándose con ron las salpicaduras de sangre, sin mucha prisa.
Llegan a la acera y miran alrededor. Nadie los mira. Vamos, vamos. Doblan en la
esquina en dirección a la pescadería, riendo aún, aunque más bajo.
Pero el que tiene la cámara se da cuenta de
que está rota y la arroja en un tanque de basura. El que tiene la cartera la
revisa, sin dejar de caminar, maldice el poco dinero que encuentra, lo saca y
bota la cartera en el tanque de basura de la esquina siguiente. El que tiene el
reloj se lo ajusta en la muñeca. No está mal, algo es algo, deja que mi hermano
lo vea.
Vamos, verracos, vamos, dice el cuarto, con
mucha paciencia, que ustedes siempre lo complican todo, y toma un largo trago
de ron de la botella.
Ernesto Santana, del libro de relatos “La
venenosa flor del arzadú”.
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