Después conoceré
cuáles fueron sus últimas reflexiones aquel día. Ella ha de confiarme que pensó
en cierta frase escrita por Baudelaire cuando tenía su misma edad, 24 años: Me
mato porque soy inútil para los demás y peligroso para mí mismo. Lo que no se
explicaba de momento, dijo, era por qué esa frase. No creía en su postulado.
Más allá del arranque de patético histrionismo que sin duda la inspiró, no
hallaba sino impudicia, apocamiento. Por esto le extrañaba recordarla en aquel
minuto, cuando estaba a punto de poner a prueba la consistencia de su caja
craneana bajo las catorce ruedas de un camión. Eso me dijo.
Día tras día,
durante más de un mes, la vi seguir el mismo recorrido. Con paso ingrávido,
dejándose llevar por la pendiente de la calle Veinticinco, caminaba hasta
Infanta y, una vez allí, rígida, inánime (como Dafne bajo la cáscara dura del
laurel), los ojos fijos en la parte alta de la avenida, aguardaba. Podía
adivinarle el cosquilleo en la boca del estómago y el estiramiento que se
producía en sus venas al ver asomar el capó, y detrás, como emergiendo del
fondo de la tierra, la colosal carrocería blanca. Era una de esas rastras
porta-contenedores con el rótulo de CUBALSE. Parecía evidente que su conductor
había conseguido medir minuciosamente los intervalos con que el semáforo
proyectaba la luz verde, pues el vehículo nunca se detuvo, ni siquiera moderó
su marcha al pasar por la esquina, junto a la muchacha. No obstante, ella lo
observaba con una intensidad tal que habría sido capaz de calcular el peso de
sus ruedas gigantescas y macizas, la crasitud de su imponente parrilla
defensiva, o la altura precisa a la que estaban situados los doble faros de
carretera. Por lo menos así lo pensé yo una de aquellas tardes, cuando,
desaparecido ya el camión por la intersección de Infanta y Veintitrés, ella
consultó su reloj, a las seis menos cuarto, igual que siempre, y se dispuso a
desandar lo andado, pisándose la sombra.
-Hay algo que no logro entender –le diría
con el transcurrir de las semanas-: Cada tarde ibas a su encuentro como si
fuera la última, pero lo dejaste pasar muchas veces antes de decidirte. ¿Por
qué? ¿Acaso te faltaba valor?
-Nunca me faltó el valor. Y menos aún la
decisión.
La respuesta,
displicente, fría, no iba a tomarme por sorpresa. A través de Durkheim y de
otros estudiosos del tema que había estado consultando en los últimos tiempos,
aprendí que ella pertenecía al tipo de los que son víctima y agresor en el
mismo individuo, sólo para que una se adecue al otro como la cerradura al
llavín. Sin embargo, algo ciertamente pudo escapar a mis indagaciones:
- Entonces, ¿por qué lo dejabas seguir de
largo?
- Por placer
- No entiendo
- Entiendes
- No, lo juro.
- Supe que pasaba siempre a la misma hora y
que el chofer jamás se detenía en el semáforo. Quise chequearlo para no fallar,
pero enseguida descubrí que aquel chequeo me proporcionaba un gusto adicional
- ¿Un gusto?
- Preveía el instante, el sitio, la
posición exacta en que iba a caer. Imaginaba el estrépito, el chirriar de
gomas, la aspaventosa algarabía de los transeúntes. Entonces sentía como una
descarga eléctrica en las corvas, y luego una suerte de espasmo aquí, en el
diafragma, que me cortaba la respiración, algo que debió estar muy cercano a lo
que siente la gente cuando se emociona.
Todavía recuerdo la
tenue, casi imperceptible agitación que estalló en sus pupilas mientras lo
confesaba. Aquellas pupilas grandes, negras, redondas, medio bizcas, como las
de una vaca.
- Hay un momento en la vida en que el ser
humano puede igualar a Dios –añadiría-. Basta un ademán, un paso, un brevísimo
salto, para que el mundo todo quede inerte a tus pies y tan oscuro como betún
de judea. Si cada uno de nosotros es, como se ha dicho, una pieza única en el
jodido tablero del universo, entonces quién podría negarnos, por una vez al
menos, ese poder de aniquilación del que Dios no hace uso a gran escala, quizá
por no perder su reino.
- Yo no creo en Dios, ni veo claro adónde
quieres llegar
Pero yo sí lo veía.
Sólo estaba tirándole de la lengua, pescando en el revuelto mar de aquel
desbordamiento súbito y desacostumbrado.
- Lo malo –se mordisqueaba las uñas y
hablaba sin mirarme, como para sí- es que a diferencia de Dios, a nosotros esa
gracia nos dura demasiado poco, dos o tres segundos si acaso. No en balde me
daba tanto gusto ir a ver pasar el camión. Era como morir una otra y otra vez
en cada atardecer, con lo cual prolongaba mi dicha hasta más allá del límite
impuesto a los mortales.
- Y si tanto gusto te daba ese jueguito,
¿por qué decidiste lanzarte debajo de las ruedas?
- Tenía que hacerlo. Considéralo una
cuestión de honor, tú que dices creer en esas fatuidades.
Un incidente
estúpido (el calificativo no es mío, lo tomé prestado de una novela, creo que
de Graham Grenne), estuvo al borde de estropearlo todo. La última tarde, en la
misma esquina de Infanta y Veinticinco, bajo el cobertizo de altos puntales del
bar San Juan, un mago exhibía sus mañas ante una rueda de curiosos entre los que
era fácil advertir la presencia de turistas extranjeros, nórdicos, al parecer,
por sus rasgos físicos. Ella apenas le dispensó una fugaz y desdeñosa mirada al
grupo. Yo, en cambio, por más que lo intentara, no lograba dejar de seguir con
la vista las maniobras de aquel anciano de barba rala y gris, vestido con
pantalón color verde sucio, chaqueta abotonada hasta el cuello y una gorra muy
ancha que le bailaba en la cabeza al menor movimiento. Sobre sus hombros, una
paloma blanca, muy quieta, más bien rígida, como si estuviera embalsamada. El
mago movía las quijadas incesantemente, parecía masticar pero sin llevarse nada
a la boca. Tal vez -pensé- tiene dentadura postiza y también le queda grande,
como la gorra; o quizá es él quien, con el decursar de los años ha ido
quedándole pequeño a sus propias prendas. Tampoco descartaba la posibilidad de
que su rumiar obedeciera a un tic nervioso, o a uno de los muchos ardides que
el mago ponía en práctica para hacer que los espectadores desviaran la atención
del centro de su trampeada fuerza: las manos.
En dos o tres
ocasiones lo escucharía dirigirse al público con retórica de circo:
- Lo nunca visto, señoras y señores, con
esta mano tomo su dinero y con esta otra se lo multiplico. No es truco ni
superchería, es magia de la buena, como no la conoció nunca antes, ni podrá
encontrarla en ningún otro sitio de la tierra.
Alguien se
encargaba de traducir el discurso a los turistas, que sonreían e intercambiaban
cuchicheos en su léxico de guijos y cascajos.
- Señoras y señores, tengan por seguro que
el gran milagro hoy no consiste en multiplicar los panes y los peces, sino en
hacerle la competencia al billete verde, multiplicándole el valor, pero bien
lejos de las manos de su dueño.
Después de las
risotadas y el aplauso, uno de los turistas, en respuesta a la convocatoria del
mago, le extendía un dólar. Éste lo tomaba con la mano izquierda, en tanto, con
la derecha se quitaba la gorra para depositarlo en su interior. Luego, gorra y
billete eran doblados hasta quedar reducidos a un diminuto bulto dentro de su
puño.
- Silencio –ordenaba-, ni una sola palabra,
que necesito concentrarme.
Entonces levantaba
el puño cerrado para dibujar en el aire un signo extraño. Seguidamente lo hacía
descender con ceremoniosa lentitud hasta la altura de la boca, soplaba y listo:
abría el puño y la gorra, que en vez de uno, contenía ahora en su interior dos
o tres dólares, a veces hasta veinte y treinta.
- Ni truco ni superchería, señoras y
señores, es magia de la buena
Estuve vigilando al
anciano para ver si una vez concluido el acto de magia devolvía el billete a su
dueño, pero nunca lo hizo. A la segunda o tercera oportunidad, un joven negro
que llevaba puesto una de esas camisetas con la imagen del Che -las que venden
como palitroques en las shopping, pienso que pensé entonces-, le arrebató la
iniciativa a los turistas ofreciéndole un billete de un peso al mago:
- Toma –le dijo en tono desafiante,
mientras le extendía la moneda nacional-, a ver si puedes multiplicar con éste.
El mago lo rechazó
de plano, a la vez que comentaba sardónicamente, apuntándolo con la gorra que
aún sostenía en su diestra, pero sin mirarle a la cara:
- Compatriota, yo no soy Cristo en Naín,
sino simplemente un poeta de la ilusión, un prestidigitador
La ocurrencia fue
recibida con alborozo por parte de los espectadores. Yo estuve a punto de ir a
agüarle la fiesta a aquel jorguín de pacotilla, pero logré contenerme. Y eso
salvó mis planes, ya que al voltear de nuevo la vista en dirección al sitio
donde estaba parada la muchacha, iba a verla en tensión, con los hombros
ligeramente enriscados y echados hacia atrás, los brazos colgándole a ambos
lados del cuerpo, los dedos de las manos crispados. Unos cincuenta metros más
arriba, por la avenida, se aproximaba velozmente el camión. Entonces supe que
había llegado al fin la hora. Y abandonando la prudencia que rigió todos mis
actos en los días precedentes, corrí hacia ella con el tiempo justo para llegar
fracciones de segundos antes que el vehículo y escucharla exclamar en voz alta,
fuera ya de sí:
- Me mato porque soy peligrosa para los
demás e inútil a mí misma.
José Hugo
Fernández, fragmento de la novela “El clan de los suicidas”.
No hay comentarios:
Publicar un comentario