EL VAGON AMARILLO

martes, 13 de octubre de 2015

DE SOLEDAD


¿Y por qué parte del cuento iba yo? ¿Por el sueño que tuve con aquellos angelitos en cueros? No, todavía no he pasado por ahí. Entonces iba por... No, tampoco. Sobre las sanguijuelas galvánicas que los enfermeros enganchan en mi cabeza pelada he jurado no hablar, corro peligro. Ni sobre la camisa de fuerza. Y menos sobre el jeringuillazo que me deja como tabla vieja mecida por la marejada. Espérate, aguanta un minuto que lo tengo en la punta de la lengua. Iba por... sí, eso es, por la parte en que digo que la soledad es como una piedra de esmeril, raspa que te raspa hasta dejarte reducida a menos de la mitad de ti misma. Desde luego que no me refiero a Soledad, mi vecina de pabellón, aquella atolondrada con los cuatro mechones de pelo teñidos de rojo y atados hacia arriba con una cinta negra. Con ella tuve una buena chaqueta el primer día de mi encierro, digo, debo decir "mi ingreso" aquí en el Hospital Psiquiátrico de Mazorra: Oiga, señora, la llamé. Y fue suficiente para que Soledad se enredara conmigo a puñetazos porque no entiende razones. Hay que decirle señorita. Ni caso a sus arrugas y a los más de sesenta años que carga en las costillas. Si quieres encontrarle las cosquillas a mi vecina de pabellón, aquella de la fila izquierda, llámale tía, señora, compañera... O si no, pasa junto a ella con un espejo en la mano. Es suficiente. Encima de su cabecera hay una fotografía ampliada de cuando tenía veinte años: es su espejo, el único que tolera. La mira, quiero decir, se mira, y entonces abre la bocaza y muestra la desolación de sus encías. Ay, Santa Bárbara bendita, es como una cueva de alacranes. Para mí que sonríe porque no ve lo que se ve, sino lo que ella ve. Según las malas lenguas, Soledad es sujeto de una tragedia que le frenó en seco el cerebro hace como cuarenta abriles. Dicen que fue la dama más linda de La Habana, y rica, por más señas. Pero cayó presa, dicen que por ocultar a su padre, que era un político de cuando Batista y estaba acusado de contrarrevolucionario. Y dicen que su familia, en pleno, se hizo humo. Como el perro que tumbó la lata. Voló rumbo a los Estados Unidos, eso dicen. Ojos que te vieron ir... Mientras, Soledad, sola, enfrentaba a los nuevos esbirros, repitiéndoles que no había hecho nada malo y que... y que... y que... Carajo, se me traba el cuento. ¿No te estaba diciendo que... Eh, ¿y qué te estaba contando yo? Vaya memoria que tengo últimamente. Otra vez se me ha ido el santo al cielo. En fin, sea lo que fuera, y como mentira no es, ya volveré a cogerlo. Pero a mí que no me embromen, esto tiene su causa en los bichitos que llegan por los cables y se ponen a picotearme allá adentro, en el encéfalo. Electrosnosequé les llaman los enfermeros a esas sanguijuelas galvánicas de la reputa de su madre. Aunque mejor no los menciono, no sea que vengan los doctores y den la orden para que me los enchufen otra vez. Se me están olvidando las cosas y eso no es normal. Por lo menos en mí que nunca olvido, ya que traigo aprendido que la desmemoria en esta isla puede costar caro. Si mal no recuerdo, iba por donde digo que la soledad es como una piedra de... No, por ahí pasamos ya. Adonde no habíamos llegado es a la convicción de que si es cierto eso de que todo cuanto una posee lo lleva por dentro, la soledad es la menos superflua de las cargas, una prueba de que no somos como la güira, tripas, carapacho y nada más. La soledad es el soplo primigenio de Dios. Pero, entonces ¿por qué nos hiende las entrañas hasta dejarlas en el puro hueso?. Qué va, es demasiado peliagudo el asunto. No hay quien le coja el ritmo. Y menos encerrada aquí, en Mazorra, con la sangre que ni me corre ya, por lo melcochuda. Luego que me vengan con eso de que pájaro viejo no entra en jaula. Puede ser que no entre por sus propios deseos, pero ¿y si le cortan las alas y lo obligan a entrar a la cañona? En fin, mejor le damos curva al tema, pues andan cerca los doctores y van empezar nuevamente con su lata de que por qué me quejo si estoy muy bien aquí, desayuno, almuerzo, comida, ropa limpia, cama, atención especializada, más un espacio abierto al horizonte de no sé cuántas hectáreas para cuando me entren ganas de echar pestes acerca del gobierno, ahí tengo a los árboles y al viento de auditorio. Por tener, tengo hasta una vecina que se llama Soledad, la de la fila izquierda, bemba roja y cejas retintas como un auratiñosa. Dicen que estuvo veinte años presa. A mí no me lo creas, son las malas lenguas. Y dicen que por su culpa los doctores tienen prohibida la existencia de relojes y espejos en este pabellón. Es que ahí donde la ves, pasando por la sonriente señorita, ella puede ser muy agresiva cuando le llevan la contraria, para lo cual no creas que hay que esforzarse mucho. Basta con dejar caer que los años tienen pies y que caminan. También tengo un vecino, que le hace la corte a Soledad, sin éxito, no más faltara: Elías No, así se llama él. Perteneció al séquito de veintiocho cocineros que posee el que más come en nuestra Isla, o el que come mejor, lo cual viene siendo más o menos igual. Dicen que cada uno de los veintiocho cocineros elabora un plato diferente y que todos están obligados a probarlos todos antes de que lleguen a la mesa del comensal en jefe, por si las moscas. Un día, dicen las malas lenguas y repite la mía que no es ni regular, el máximo comensal se aflojó del estómago. Y ya tú sabes. Elías incomunicado, interrogatorios van y vienen, que no fui yo, que tú sí fuiste porque de lo contrario no tendrías diarreas y temblores, que son los mismos síntomas del comensal en jefe. Lo aporrearon, a Elías, como al maíz en su pilón, pero nada dijo que no fuera no y no y no, porque nada más tenía que decir, supongo. Luego vino el resto: intento frustrado de suicidio, sábana partida en dos y Elías por el suelo con un trozo al cuello. Elías desaparecido como por encantamiento. Elías que despierta una mañana en esa cama del hospital psiquiátrico, respondiendo que no a todo lo que le preguntan. Y nada, ahí lo tenemos: Elías No se llama ahora. Y ya que Elías No ofrece únicamente un no como respuesta, puedes calcular lo mal que le ha ido enamorando a Soledad:


- ¿Estoy bonita, Elías?
- No
- ¿Te gusta este color para mis labios?
- No
- Elías, ¿quieres dar un paseo?
- No
- Mira, Elías No, piérdete de mi vista antes de que te instale una zapatería en el fondillo.
Y en este caso a Soledad le cabe toda la razón porque así no se puede cortejar a nadie. Menos a una señorita.
Tendrías que ver lo bien que le cayó Elías No a mi amiga del alma, la señora López. Sí, ella vino a visitarme. Muy serena aunque no me lo creas, sin nuevos delirium tremens y sin haber empinado el codo dice que durante semanas. Belén, pero que divertido es ese Elías No –me dijo la López-, ojalá lo hubiese conocido antes; era lo que necesitaba para comprender que el vórtice de mi mala sombra radica en las antípodas de su apellido; ¿te imaginas, Belén, lo que es pasar la vida respondiendo que sí a todo, como si nada más se tratara de dos letras y no de un gesto, el de besar la correa? Y he aquí que de pronto se presenta este tipo y me digo: caramba, a Elías No ya no será posible volver a joderlo nunca más en la vida, ni siquiera diciéndole que la negación de negaciones es un laberinto pero con vista al mar.
Son sus desvaríos intelectualoides, los de mi amiga del alma, la señora López. Como si al final importara un carajo el ángulo hacia donde mueve el cogote la oveja una vez dentro del matadero. Pero tú conoces a la López y al tanto estás de que el problema de su vida no es haber equivocado el monosílabo sino el sitio y la fecha en que nació. Y eso que pertenece al grupo de los orates que todavía andan sueltos en la calle. Como es oro molido y no protesta por nada. Ni siquiera lo hizo cuando la echaron de su empleo en la radioemisora por programar a Celia Cruz y a Los Beatles. Lo suyo es beber ron y buscar el contacto espiritual con los esenios. Quién la viera, a la pobre, yéndose a vivir a una de aquellas comunidades acuarianas que fundó el pueblo esenio, los primeros hippies de la historia, hace carreta y carretón de años, como ciento cincuenta antes de Cristo. Mas, como los sueños sueños son y ya está dicho que soñar no cuesta ni un centavo, allá ella con sus... ¿Ella? ¿Quién es ella? ¿De qué ella estaba hablando yo? ¿De Soledad? ¿De sus amores difíciles con Elías No?
Sabrás que ayer en la mañana, a la hora del desayuno, la señorita Soledad dejó en blanco a su galán:
- Elías, ¿no quieres tu café con leche?
- No
- Entonces me lo tomo yo. Y también tomo el pan que hay en la bandeja. Tú no lo apeteces, ¿verdad, Elías?
- No
Y no es la primera vez que esto le sucede a Elías No. Tanto que a veces los doctores se ven precisados a situarle escolta, pues el pabellón entero hace cola detrás de su rancho. Si hasta me han contado que en cierta ocasión estuvo más de una semana sin... sin... sin... Ay, se me rayó el disco. Es que estoy pensando que no era Elías No, sino un sueño el motivo de nuestra conversación. ¿Un sueño? Debe ser el que tuve con los angelitos en cueros. Aunque afirma la López que... Sí, la López, mi amiga del alma, vino a verme. Y sin empinar el codo. ¿No te lo había contado? Si hasta me trajo de regalo un girasol, un poema y un disco de mi cantante preferido, Barbarito Diez.
Pero a lo que íbamos. Tuve un sueño. Por más que según la López, me está sucediendo lo mismo que a Elías y a ella y a casi todo el mundo en esta isla, que trastrueco las fronteras: donde va sueño, pongo sucesos comunes y viceversa. Así que tú, si puedes, descífralo:
Al este, veía un prado; al oeste, una torre. Y Belén a medio camino, justo encima de aquel garabato de huellas con las más disímiles hechuras. Bultos blancos, negros, amarillos, rojos, azules. Después ya no eran bultos, sino nubes iridiscentes que rodaban en una u otra dirección. De pronto, una se detiene al pie del banco donde estoy sentada y he aquí que mirándola bien de cerca descubro que no es aquella cosa amorfa que aparentó a lo lejos, sino que tiene rostro y cuerpo de cristiano. Y cómo no iba a tenerlos si se trata del cristiano más cristiano que han parido madres, Jesús El Nazareno, nadie menos.

- Eh, mi buen pastor, ¿y a ti qué viento te empujó por estas rutas? ¿Vas o vienes?
-Voy y vengo, Belén.
- Pues me alegra encontrar a un conocido. A la distancia no supe que eras tú.
- ¿Y acaso ahora sabes verdaderamente quién soy yo?
Es que cuando el Salvador se monta en ese personaje del lacónico, se pone más pesado que un plato de chícharos hirvientes en medianoche de agosto. Pero como yo estaba mosqueada en aquellos sibilinos parajes, y como además me alegró tanto hallarlo, por muerta decidí quedarme durante un rato para ver el entierro que me preparaba.
- ¿Y tú qué haces, Belén, sola y a la intemperie?
- Aquí me ves, Señor, viendo pasar.
- Vivir es ver pasar, ¿no lo escribió el poeta?
- Debe haberlo escrito porque no vivió nunca en nuestra isla. Pero es el caso que si yo, Belén Pérez, me pongo a ver pasar sin hacer nada más, terminan pasándome por arriba.
- Entonces ¿cómo explicas que estés ahí, sentada la mar de horas, sin hacer nada? ¿Es que te diste por vencida?
- Se supone que en sueños no se vale.
Así le dije, por no quedarme callada, aunque la verdad es que me agarró fuera de base. Y como Dios es mucho Dios, no pierde la ocasión de acorralarla a una:
- Y qué es la vida, Belén Pérez, sino eso, un sueño. ¿No lo acuñó el poeta?
- Ay, mi querido Redentor, sería un sueño la vida si en ella no vivieran los vivos, los políticos y los cuerdos, que son uno los tres. De modo que mejor dejas tus burlas para otra ocasión, no sea que despierte.
Punto plantado. Había que darle el gatillazo a la charla, porque Dios estaba enredándome cortico. Así que inicié la media vuelta. Pero fue justo entonces cuando intervino aquella voz retumbante que no era ya la suya:
- Belén, mi amor, ¿cómo se libra uno de los vivos?
- Cómo va a ser, sino muerto -respondí.
Y entonces vuelve a intervenir la voz retumbante, pero ahora con un acento amargo:
- Lo dudo.
Fue el instante en que me di cuenta de que Jesús no era en realidad Jesús, o vaya usted a saber si lo fue antes de que un vaporoso sortilegio lo convirtiera en... en... en... Ay, mi madre. ¿En qué de qué? Será que ya no sé ni lo que digo. A ver, ¿en qué de qué? En... No, en eso no. Además, la López está suelta todavía. Recuerda que me hizo la visita. Y hasta un truco le enseñó a la señorita Soledad para que le arrancara afirmaciones amañadas a su actual pretendiente, Elías No. El mecanismo es muy sencillo, dicho sea de paso:
- Elías, ¿has conocido a otra damisela más encantadora que yo?
- No
- Elías, ¿estarías dispuesto a cambiarme por Madonna?
- No
Si cuando yo lo digo, la López es demasiado López. Verdad es que luego sobrevino un fallo en el sistema, aunque realmente no atañe a nadie más que a Soledad, que se había aprendido la lección pero con sus lagunas. De lo contrario, no hubiese arrimado a la nariz de Elías No aquellas cuatro greñas suyas, que a las greñas están con el aseo, al tiempo que indagaba:
- ¿Tuviste ocasión alguna vez de aspirar otro aroma como el de mis cabellos?
Y Elías No, que es la negativa en dos patas, pero no por ello deja de tener nariz en la cara, negó con los labios pero apretándose las fosas nasales con dos dedos en ademán que, mira, echaba el no por tierra de un tirón.
Y allá se levantó de nuevo la agraviada.
- Elías No, en el aire morirás de sed y hambre por el puntapié que voy a darte en el trasero.
Después extendió su regaño también para la López:
- Usted dijo, López, que debía preguntar al revés para que él respondiera al derecho. Pero no me previno con respecto a que hay voces que no entran en el juego, las de la nariz, ojos, manos y, en fin, todas las que conversan sin decir ni pío y sin que se les pueda reprobar una sílaba.
Figúrate, es que la señorita Soledad aspira a que el hombre quede siempre mudo, ciego y ñato ante sus esplendores. No en balde le hicieron tantos abortos en la cárcel. Como no quería ponerse ropas. Plantada y loca. Bendito sea Dios, caray, luz para su espíritu y candela para el alma de aquellos abusadores carceleros. Y a propósito, ahora que lo mentamos, ¿sabías que la otra noche confundí en sueños al Señor Dios Padre con uno de mis ángeles en cueros?
- Soy Alcides, Belén, tu esposo, aquel guerrero que te llenó la mente de estrellitas y te infló el globo de la barriga, dos veces, porque no tuve tiempo para más.
Sí que sí, Alcides mismito era, el mayor de mis ángeles. Como siempre, se me presentó desnudo. Y armado hasta los dientes, con sus botas rústicas, la cabellera por los hombros y con aquella barba que casi le toca el ombligo. En principio fue un bulto, o una nube, girando entre el prado confuso y la torre vacía. Más tarde, el bulto era Jesús, y éste, en el menor descuido, se me transformó en mi... Eh, ¿pero ya no te había contado este sueño? ¿O se lo contaría a la López? Sí, ella estuvo aquí en el hospital. Si hasta un permiso le solicitó al jefe del pabellón con el fin de que me permitiera ir a la casa para colocar el girasol en el búcaro que tengo debajo de las fotografías de mis hijos y de Alcides mi marido. ¿Dejarla salir de aquí? ¿Usted pretende, compañera, que mañana el ingresado sea yo? Eso preguntó el jefe del pabellón por única respuesta, vete tú a saber motivos.
Pero a lo que íbamos: mi sueño. Resulta que el bulto, no, la nube, no, Jesús, no, mi ángel en cueros, muy quejumbroso se presentó ante mí:
- Vengo a cantarles las cuarenta, Belén.
- ¿A quiénes?
- A los vivos. ¿O no son ellos quienes me separaron de ti, sin dejarme tiempo siquiera para ver crecer a nuestros hijos tal y como Dios manda?
- Desde que te fuiste dije que no debías sufrir ni preocuparte por  nuestros muchachos, pues yo me ocuparía de criarlos también como manda Dios. Y conste que he cumplido mi palabra. No sé por qué te quejas ahora.
- No me quejo de ti, mujer, sino de los vivos
- Yo estoy viva todavía, aunque a veces no se me note. 
- No, viva no, estás loca. Y por culpa de los vivos.
- No puedo creer que te refieras a esos jefes que te mandaron a guerrear, sin pasaje de vuelta, perdido por ahí, en cuanta montaña y en cuanta selva oscura crece en todo el continente, y hasta mucho más allá
- ¿Por qué no puedes creerlo?
- Porque los obedeciste con muchísimo agrado. Recuerdo tus palabras: "Belén, es la patria quien me lo ha ordenado".

- Mujer, es que...
- Es que la patria no tiene fronteras en los Andes, ni en el cono sur africano. Eso es lo que es. Y yo te lo advertí en su momento. Recuérdalo. 
- Eran los tiempos, Belén Pérez. La romántica década de los años sesenta  
- Románticos con ametralladoras en las manos. No lo veo claro. Pero tampoco soy juez. La gente es como el Señor los hizo y hasta peor a veces.
- Siempre quise regresar.
- Y yo te esperé. Durante treinta años, días, noches, madrugadas. Siempre que llegaba un vuelo de Sudamérica, de África, o de casa de la puñeta, estaba allí, en el aeropuerto. Me cerraban las puertas, me prohibían entrar, me decían las cosas más ofensivas, me cargaban en el carro de la patrulla policial, pero yo allí. Luego he seguido esperándolos, a los tres... Carajo, si no veo la hora en que Santiaguito, el mayor de nuestros hijos, regrese al fin de aquella selva oscura y sin la chapa en el cuello. Y a Ernesto, el menor, cada vez que puedo, voy a cuidarlo a la costa. Va y sucede también que algún día la corriente del Golfo pone marcha atrás y me lo devuelve, con su balsa y todo.
- Tus hijos están bien, Belén, aquí arriba, conmigo. No te desesperes. Ellos te mandan besos
Y diciéndome esto el Jabao, Alcides, mi marido, los vi, a mis muchachos. Digo, tienen que haber sido ellos, porque iban desnudos, y no eran bultos, ni nubes, sino dos deslumbrantes angelitos. Sólo que en la medida que fueron acercándose se les transformaban las facciones. Al punto que llegué a asustarme. Y entonces empecé a gritarles que me perdonaran, que yo quise seguir esperándolos, pero no pude. Como estoy aquí encerrada. Y todo por culpa de Felito, el ciego aquel de la guitarra. Es que cada vez que íbamos a las iglesias en busca de los santos frijoles, al muy desgraciado le daba por ponerse a cantar barbaridades y a lanzar proclamas en contra del gobierno. Y a mitad de la misa. Se montaba encima de los himnos y les cambiaba la letra. Dime tú, en plena acción de gracias al Señor, aquel vagabundo cantando "Pican y no pican, los tamalitos que vende Olga"; y luego, para rematar, voceaba abajo quién tú sabes. Teníamos que caer en la redada. No había escape. Como Felito no escarmienta. Siempre le gustó dormir caliente. Y eso yo se lo... se lo... se lo... Caray, ¿será posible? Otra vez se me ha rayado el disco... Ah, no, ya lo cogí, tengo de nuevo el hilo. Yo se lo gritaba a mis ángeles, que me perdonaran, por estar como vaca en el redil. Sin embargo, ellos ya no eran ellos. Y se desmollejaban de la risa, en tanto el camino, la torre, el prado, todo iba quedando entre sombras. Y era que de improviso me estaban despertando para anunciarme la visita de la señora López.
¿Despertarme he dicho? Entonces, ¿era un sueño? Y si lo era, ¿por qué al abrir los ojos yo vi los mismos bultos, sólo que transfigurados de nuevo, rodeándome con sus batas blancas, sus mejillas rasuradas, su pelado al cero, y con el letrero de Hospital Psiquiátrico escrito sobre el pecho? Para mí que empiezan a tener rabos y patas los móviles que barajó la López cuando explicaba que en vez de un sueño, lo que tuve fue un espejismo provocado por algo que ella nombra disolución mental. El caso es que todos los locos me miraban, sonrientes, burlones. Todos, menos uno, el llamado Arrio. Porque ese no se ríe ni riendo. Tal parece que le han untado acíbar en las bembas. Y mientras todos me miraban, yo cogía impulso para romperles los tímpanos con otro escándalo de los míos. Pero entonces la López asomó la cabeza entre el molote. Dicen que es mejor llegar a tiempo que ser convidado. Y para oportuna, busquen a mi amiga del alma.
Belén -me dijo la López-, el dilema que sufre Alcides en tu sueño me remite a unas palabras que leí algún día, las que más o menos afirman que el águila, cuando vuela alto, parece tener las alas quietas: y por ahí puede andar su roña contra los vivos. En la quietud con que se representa el pasado en nuestra memoria, radica justamente su encanto. Pero una cosa puede ser la memoria y otra bien distinta es la perentoria que vivimos tú y yo, hoy, aquí y ahora mismo.
Acerado axioma el de la López, aun cuando yo no acabe de cogerle completamente el significado. No obstante, nos hubiera resultado útil a la hora de bucear con mayor detenimiento en las fangosas aguas de mi sueño. Pero en eso vino Soledad y se puso con sus majaderías detrás de mi amiga. Hasta que naufragaron en el puerto todos nuestros intentos por chacharear a solas: oiga, señora López -decía la loca Soledad-, ¿no es cierto que soy una linda muñeca en cuerpo y cara? Oiga, López, ¿sabe qué le ha dicho Arrio a Elías No, mi enamorado?; pues que el pescuezo es el eje de la cabeza y que se le puede partir si continúa moviéndolo incesantemente hacia uno y otro lado. Sí, señora López, se lo dijo el muy degenerado. Venga, ayúdeme, vamos a patearlo.
Pero a lo que íbamos. Resulta que... Ay santísima Caridad del Cobre, se borra, se me borra otra vez el cuento. Ahora sí estoy arreglada, loca y olvidadiza. Aunque... sí, ligeramente recuerdo que tenía relación con Soledad y... Ya, creo que lo atrapé. Habíamos quedado en que Soledad convidaba a la López para sonar por donde peca al tipo hosco aquel, el tal Arrio. Pero no tuvieron que ir por la montaña, ya que la montaña había venido sola y plantada estaba delante de mi amiga con su cara de mírame y no me toques, y apuntándola con el dedo índice:
- Usted es cuerda, ¿verdad, señora López?
Y la López, que mucha López es:
- Por cuerda estoy pasando, señor Arrio, desde el momento en que me dejan andar suelta por ahí. Y usted, ¿para qué me señala con el dedo?
- Nuestra locura apunta con un dedo acusador hacia los cuerdos todos -dijo el agrio individuo. Y luego acotó, mucho más grave-. Para mí eso es la justicia, un dedo que apunta.
Y la López:
- Algo es algo, señor, aunque no resulte suficiente.
Te advierto que empezaba a gustarme el intercambio. Sin embargo, ocurrió que sorpresivamente al tal Arrio, un tipo hosco de verdad, se le fue ablandando el ceño, sabe Dios por qué. O no solamente Dios lo sabe. Es que mi amiga del alma la señora la López es demasiado López.
- No tiene que tratarme de señor, señora López. Usted me cae bien, señal de que ni un ápice de cordura le queda. Soy Arrio, el heresiarca, seguramente tiene referencias. Y cómo no va a tenerlas del más abominable de los pecadores que en este mundo han sido. Si lo considera oportuno, le imparto un mínimo técnico para que aprenda a ser tan abominable como yo. Es muy sencillo. Solamente tiene que poner en duda todo lo que le digan como verdad incontestable, y ya está.
Gozando de lo lindo, como muy pocas veces la había visto, estaba mi amiga del alma. Y además, dada a cuquearle el verbo al presunto heresiarca:
- Arrio, pero Dios le dijo a esta amiga mía que está aquí, Belén Pérez, que no hay abominables pecadores, sino pecados que merecen abominación. También le dijo que nada es más abominable que abominar en jauría al que incurre en pecado, por muy abominablemente que lo hiciera.
Así es la López, le dio por coger para el bonche a una celebridad como el tal Arrio. Sin embargo, él ni por enterado se daba. Al contrario, volvía y volvía una vez más:
- A Dios ni me lo mencione, señora López, que la última vez que tropezamos fue una colisión de trenes, ambos fuera de nuestras casillas. "Arrio, me alertó él, no hay salvación sin sacrificios". Y yo que soy un topo, ¿qué te crees que entendí?: "Arrio, no hay salvación, sí sacrificios". Figúrese, allí mismo Dios montó en cólera y se puso a echarme con rayos y centellas, y sin concederme ni el menor derecho a réplica.
Desternilladas de la risa estábamos mi amiga y yo, pero en sordina, sin que Arrio reparase en la burla, ya que con su gravedad y su grandilocuencia no nos daba pita. Además, aquello prometía ser como dicen que son los buenos juegos de pelota, que te guardan las mayores emociones hasta el último minuto. Y más con lo bola de humo que es la López:
- Entonces, Arrio, ¿debo entender que su caída en desgracia con el Todopoderoso es lo que le precipitó al vacío existencial en que se encuentra hoy?. Como no tenía otra opción para seguir paseando el esqueleto al aire libre, decidió volverse loco.

- Y quién le dijo a usted, señora López, que la libertad y la locura andan de brazos, cuando en realidad ésta es apenas el espectro de aquélla.
Y la López, que no perdía la presa:
- Me fundamento en un principio, respetable heresiarca, y es que el loco suele hacer todo lo que le viene en gana, ¿cierto? Y no hay más remedio que aguantarlo, ¿cierto? Pues no veo diferencias entre su método y el de quien decide otorgarse a sí mismo el derecho de actuar regido sólo por deseos o impulsos propios. ¿Y no es eso actuar libérrimamente?
- Me decepciona usted, señora López, ahora sí está hablando como un cuerdo -dijo Arrio, con cara de muy pocos amigos, mientras apuntaba de nuevo con el dedo a mi amiga-. Y con la misma, presto a no dejar ni rastro de polvo en el pasillo, farfulló:
- Como pronta providencia me limitaré a aclararle que el loco, por serlo, y por hacer lo que le viene en gana, paga quedándose solo. Nadie, mi estimadísima señora López, tiene derecho a taponear las escotillas, únicamente por hacer lo que le sale de sus reverecundos riñones, y al final nadie consigue hacerlo sin convertir su espíritu en una letrina.
El tal Arrio había ido aumentando decibeles mientras se alejaba de nosotras, pero sin dejar de mirarnos con paralizante resplandor en los ojos.
- Que tenga usted una buena tarde -le grito aún la López.
Y él, recogiendo velas, malamente, agregó:
- ¿Por qué fecha andamos, señora López?.
- Mitad de los años noventa, época reveladora.
- ¿Pero de qué siglo?
- El veinte. Usted podría notarlo apenas con afinar la nariz olfateando en los alrededores.
- Bueno, me da igual a lo que huelan los siglos. Sólo quería pedirle por favor que si acaso usted, señora, se tropieza por ahí con el Emperador...
- ¿Qué emperador?
- Constantino, el emperador Constantino, o no sé si su reencarnación. Si lo ve, dígale que aquí estoy, sobreviviendo, soportando, esperando.
Entonces ocurrió algo curioso, y es que al mismo tiempo en que el recodo se tragaba al interno con humos de heresiarca, mi amiga del alma iba quedándose como ida, perpleja y más seria que ni una tusa huérfana. Figúrate, ella que es zumbona por naturaleza. Además, parecía estar disfrutando de lo lindo con las ocurrencias de Arrio. Y he aquí que súbitamente se arrugó como un higo. Y con la misma, me dijo: Me marcho, Belén, es tarde y hoy viene la pipa del ron a CentroHabana. Así que debo llegar pronto, pues quiero coger un número bajito en la cola.
Y así fue como en menos de lo que se escupe Belén quedó clavada en el pasillo, solita en grima, igual que el curujey en un invernadero: en esta mano tenía el girasol; y en esta otra tenía el disco y la hoja de papel con el poema escrito por el puño y letra de la señora López. Aunque no es ella la autora, sino una Premio Nobel, creo que polaca. El girasol me ha servido para erigir un modesto altar junto a la cama, dedicado a mis hijos y a mi marido. El poema lo guardo siempre en el seno, y déjame decirte que cada vez que lo leo, siento un no sé qué, como si treinta locomotoras se me descarrilaran juntas por acá adentro, en el pecho. Muy en especial el verso aquel que anuncia... ¿Qué es lo que anuncia, Belén? Ah, caray... Bueno, al pie de la letra te lo debo, pero... Ah, sí, ya lo recuerdo. Más o menos el poema anuncia que se buscan personas para llorar por los orates que tras los enrejados comulgan silencio. Pero lo que más me acelera la circulación sólo con tenerlo entre las manos es el disco de Barbarito Diez. Poco importa que no lo puedan escuchar mis oídos, ya que me falta la reproductora. De todos modos Barbarito canta cada noche, en rigor, aquí, dentro del pecho: "Empieza a perdonar, corazón mío, serénate ave loca que es la hora..." . Caramba, si Felito pudiera regresar con su guitarra. "Estamos ya muy lejos de la aurora, hay sombra en torno, soledad y frío". Por San Lázaro te juro que me resignaría a cargar de nuevo con el puñetero cieguito camorrista sólo porque me la cante. Pero ya lo sabemos, que en el sitio al que lo llevaron no hay pasaje de regreso. Por eso creo que no estuvo del todo desencaminado el tal Arrio al sostener que aunque la vida es cebolla y una la pela llorando, a ningún ser humano, ni loco, le vendría bien que Dios tocara el silbato y nos dijera: Rompan limpio, final de la partida, voy a apagar la luz. Y es que la vida de la gente viene a ser como el vuelo de los pájaros, los cuales no vuelan porque tienen alas, sino que tienen alas porque necesitan volar. Al menos así lo dejó dicho el tal... ¿Quién? ¿De qué tal estaba hablando yo? Ah, caray, y dale otra vez con el dichoso santo al cielo. ¿Qué cosa dejó dicho quién? En fin, ya lo recordaré, pero no quiero demorarte más porque, mira, entre nosotros y sin que se comente mucho, hace rato que me están esperando para los ensayos. Es que incorporamos la canción Cuba que linda es Cuba al repertorio de nuestro coro del hospital psiquiátrico, y hay que ensayar duro, para que nos quede bonito el montaje, ya que el domingo vienen nuevos visitantes del extranjero.


José Hugo Fernández, fragmento de la novela “Parábola de Belén con los Pastores”.

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