EL VAGON AMARILLO

domingo, 29 de marzo de 2015

Cuando cruces los blancos archipiélagos




  Irene y Andrés salieron muy animados a la calle, nadando en la luz, hablando de asuntos mínimos. Después no recordarían si entonces iba alguien con ellos. Era como esos sueños en los que uno va sin dudar no sabe adónde, acompañado no sabe por quién.
  Puede que no fuera sino una caminata al azar luego de varios días de amor y sin salir ninguno de los dos a la calle. Aún estaban ebrios de deleite y todavía no se interesaban por lo que les fuese ajeno. Sin embargo, esta salida, aunque no lo dijeran, y ni siquiera lo pensaran, sellaba el éxtasis de estos días. Era una secreta despedida.

LOS VIOLADORES LAS PREFIEREN LLORONAS




Tan vieja como el miedo (diría Bioy Casares) es la historia de amor a primera vista entre un hombre y el fantasma de una mujer, con la que se encontró a medianoche en una carretera solitaria. Al día siguiente, al enterarse de que la mujer está muerta desde hace varios años, el hombre -negado a creerlo- va al cementerio en busca de su tumba. Y allí verá tendida la chaqueta que le prestó a la mujer la noche anterior para que se protegiera del frío. Se trata de uno de esos cuentos bobos de cuando El Morro era de madera, a pesar de lo cual, o tal vez por ello, ha discurrido entre nosotros a través de las generaciones, sin dejar de embelesarnos, que es el modo más gentil de asustarnos, y resistiendo incólume, como no conseguirán resistir las actuales películas de amor y horror, el decurso del tiempo con su consecuente arrasamiento de todo lo viejo.   

sábado, 7 de marzo de 2015

Desde el otro lado


La biblioteca estaba en paz, atravesando, aletargada, el cristal vaporoso del mediodía. Yo caminaba entre los estantes como si recorriera las calles de una ciudad conocida, pero al cabo siempre recóndita. De vez en cuando hojeaba un libro o pasaba de largo leyendo al vuelo la interminable sucesión de títulos y nombres de autores.
  Distraídamente, tomé cualquier libro al azar y miré la carátula. Ahora no recuerdo sino su color: un azul muy claro, aunque brillante. Sin ser un ejemplar precisamente viejo, estaba bastante carcomido por las polillas. Lo tomé en una mano y lo alcé hasta ponerlo contra la luz del ventanal. Nunca se me había ocurrido mirar por uno de los orificios que abren esos insectos cuando deciden atravesar rectamente tanto cien páginas como mil.
  Pero bajé de golpe el libro como si me hubiera herido un ojo.
  Más allá del agujero, y más allá del ventanal, vi lo que usualmente es visible desde aquel rincón de aquella biblioteca pública: un pedazo cualquiera de la ancha avenida desolada bajo el sol del mediodía.
  De nuevo alcé el libro contra el resplandor del ventanal y miré por el ínfimo orificio, como buscando que se repitiera mi sobresalto. Que se repitió. Cada vez que me asomaba a la boca de ese túnel insignificante cavado al azar, tenía la sensación de que sorprendía una furtiva mirada que, en ese preciso instante, trataba de atrapar la mía desde el otro lado.
  Aunque era una impresión harto absurda, yo la sentía tan vivamente que sólo se me ocurrió susurrar algo así como una plegaria muy breve, y no menos absurda, antes de colocar el libro en su sitio e irme de allí, aun a sabiendas de que en la avenida, como una mano ardiendo de fiebre, me aguardaba aquel mediodía de verano.


Ernesto Santana, 
del libro “Cuando cruces los blancos archipiélagos”.

Tiesa

Siempre pensé que la tesura me resultaría incómoda. Pero ya he visto que es como todo lo demás. Depende de la actitud con que uno la asimile. Y claro que es posible acostumbrarse. En estas cosas estuve pensando durante casi toda la mañana, mientras la gente pasaba, lanzándome sus miraditas frívolas o compasivas o timoratas o sentenciosas o esquivas. Pero sin importunarme, eso sí. Ellos en lo suyo y yo en lo mío. Me hubiese gustado que las cosas permanecieran así durante otro largo rato. Pero en eso llegaron aquellos dos para echarme a perder la faena. Uno debe haber sido el policía, y el otro evidentemente era el forense. Uno dijo: Diablos, para morirse no tenía que poner una cara tan fea. A lo que respondió el otro: ¿Y qué pensabas tú, que la muerte es tan definitoria como para remediar ciertas innatas anomalías?

José Hugo Fernández, del libro “La novia del monstruo”.