EL VAGON AMARILLO

martes, 25 de agosto de 2015

Triángulo de cúpulas




La había mirado muchas veces, por casualidad, al pasar por la calle Línea o por Calzada, pero un día la vi y me fue imposible entender entonces cómo nunca antes me había dado cuenta de lo asombrosa que era aquella cúpula. Se erguía encima de una edificación situada a un costado del patio de una enorme escuela secundaria y, aquel día, creí que no me había llamado la atención hasta entonces porque ninguna de las construcciones alrededor guardaba el menor parentesco con aquel cascarón cubierto de azulejos multicolores. Sostenida por cuatro columnas, la cúpula se hallaba en el sexto y último piso de la edificación. En los días de sol violento, brillaba de una manera espléndida y los estudiantes, sin darse cuenta de la maravilla que había a unos metros de ellos, alborotaban en el patio, ignorantes, como yo durante largo tiempo, del milagro inexplicable.

EL CUENTO DE HADA




Hada no conoce el amor porque conoce demasiado a los hombres. Y porque está marcada. Desde muy atrás y muy adentro, aunque siempre a ojos vista, como un lunar, tira de un signo de exclusión que es herencia de casta. Mientras que todas las demás sueñan con el mágico toque de singularidad, ella lucha a brazo partido por ser una muchacha corriente. Y de nada le vale. Nadie puede saltar fuera de su propia sombra. Tal vez por eso Hada no consigue librarse de aquello que la desemeja. Pero tampoco se rinde.
Al cumplir 16 años de edad supo que su vida amorosa sería ímproba y sufrida. Igual que su madre y que su abuela y que la madre de la madre de su abuela, Hada había nacido con cierta insuficiencia congénita que los ginecólogos definen como estrechez del introito vaginal, pero que las viejas deslenguadas de la familia prefieren llamar chocha tupida.
Hada se hizo médico. Confiada en que existe una cura para cada mal, quiso aceitar con sólido conocimiento de causa las herramientas de su felicidad. Y fue esperanza vertida en saco roto, puesto que los seis años que pasó hincando los codos en la universidad no le reportarían mayor beneficio que aquel que se obtiene con una simple visita a la consulta de ginecobstetricia. Y es que todo está dicho sobre la estrechez del introito vaginal. En muy pocas palabras: falta de capacidad que imposibilita de por vida a una mujer para recibir sin un dolor extremo la bendición del sexo opuesto.

lunes, 17 de agosto de 2015

DOSTOIEVSKI CONTRA LA INTERPOL



Concurrieron dos casualidades. La primera es que pocos días antes había leído El Cocodrilo, un cuento que se le antoja muy raro dentro de la obra de Dostoievski. La segunda casualidad, no menos rara para él, es que el cocodrilo del cuento llevara su nombre, o un nombre igual al suyo. Carlos piensa en estas cosas en el preciso minuto en que el investigador policial está conminándolo a que hable de una vez, a que diga todo lo que sabe, ya que de cualquier modo no tiene escapatoria, como no sea a través de una amplia y minuciosa confesión que permita reconstruir los hechos y recuperar lo perdido.
Carlos, no él, sino el cocodrilo llamado Carlos, se tragó a un hombre de una sentada. Se supone que lo hizo porque tenía hambre, no porque le interesara ser noticia. El pobre bicho no contaba con la ligereza de los seres humanos. Mucho menos con las travesuras del azar. De cualquier forma, ya está visto que hambre y apuro suelen ir de la mano. Y el apuro no es un buen consiliario. Para empezar, obstruye la facultad de selección, imponiendo echarle garra a lo primero que asome. Y ese pudo ser el desencadenante de lo que parecía una desgracia para Carlos, ambos, el cocodrilo y también él. Al menos es lo que le está cruzando por la mente ahora, a la vez que escucha (como un claveteo en el sótano, monocorde, vago), los requerimientos del oficial investigativo que corre a cargo del proceso.

Lágrimas




 Nos pasábamos horas enteras llorando. Como me fascinaba verla sollozar, ella derramaba interminables lágrimas. Al rato, yo siempre me animaba y lloraba también.
  Mil veces nos sorprendió la luz del día mientras gemíamos sin consuelo, ovillados en el huevo de un abrazo, empapados en un solo llanto, temblando de debilidad, secos por dentro e incapaces de detenernos.
  En el fondo nos quemaba la gran duda de la noche siguiente. ¿Sería aquella la última jornada de nuestra dicha? ¿Podríamos llorar la próxima noche aunque sólo fuera durante unos minutos?
  En aquel momento, los rayos del sol entraban por la ventana como agujas ardientes que intentaran incendiar la casa y hacer que saliéramos y nos entregáramos a quién sabe qué enemigo.
  Y la próxima lágrima parecía un anhelo imposible.

Ernesto Santana, del libro “Cuando cruces los blancos archipiélagos”.

lunes, 10 de agosto de 2015

El mar de la noche





  —Mañana es la feria —le dijo Manuel y Jo lo miró con un gesto de cansancio, pues ya lo sabía—. ¿Te acuerdas de cuando la hacían los domingos? Tú eres joven y ha pasado mucho tiempo —añadió en un balbuceo y apretó el paso, acomodándose los horribles espejuelos que le resbalaban sobre la nariz al menor movimiento.
  Jo Quirós caminaba detenido por dentro para sostener el peso de la piedra helada que antes fue su corazón, pero ansioso por fuera para poder avanzar entre la cegadora luz y el aire plomizo de la tarde. Era un prófugo atraído precisamente por aquello de lo que huía. No entendía aún, y ya casi le repugnaba la persistencia de Manuel Meneses a su lado.
  El ocaso había sido súbitamente asaltado por un viento sur que trajo veloces nubarrones y una lluvia fría que arrasó los últimos vestigios de la tarde. Sólo los más ancianos habrían podido recordar un viento sur así.
  —Adiós feria —gruñe Manuel mientras oscurece entre golpes de aire negro—. ¿No tienes frío?

Fragmento de la novela “Balas gastadas”




No se puede ir a la guerra sin Dios. Así creo haberlo leído hace poco en un libro. La frase es bonita, pero si te pones a darle la vuelta, la encuentras insulsa, ya que supuestamente Dios no va a la guerra, a ninguna. De modo que lo único que quiso decir el que escribió la frase es que no se puede ir a la guerra, y punto. O al menos no se debe. Otra cosa, que suena parecida pero no es igual, sería decir que no es aconsejable ir a la guerra sin tener un dios al cual encomendarle el espíritu, ya que no el esqueleto. No es que yo sepa demasiado sobre estos temas, pero tengo la cabeza más o menos bien puesta sobre los hombros. Además, en mis treinta y cinco años de existencia lidiando con energúmenos y con déspotas y con impíos de todos los credos, pude haber aprendido que a fin de cuenta siempre viene bien tener a mano algo o alguien que nos inspire aunque sea una mínima dosis de fe. Quizá sea en esa carencia donde anidó la culebra del infortunio que hoy pare engendros en las entrañas de José Manuel, mi esposo, y en las de sus socios de calamidad (correligionarios según él), esos pobres tarados, veteranos de las guerras en África. Balas gastadas, que es como me gusta a mí llamarles.     

lunes, 3 de agosto de 2015

BRAHMÁN DE LA HABANA




No pude salvar al mundo con el comunismo. Tampoco pude salvar a mi familia de las consecuencias que me trajo haber querido salvar al mundo con el comunismo. Entonces me propuse salvar al comunismo de comunistas como yo. Y fue así que he resuelto convertirme al brahmanismo. El problema es mi peso corporal. Debido a tanto esfuerzo fallido por salvar al mundo con el comunismo, engordé demasiado. Descalzo y sin ropas, sobrepaso las trescientas libras. Por suerte, casi la mitad de ese peso lo tengo concentrado en la mitad del cuerpo, a la altura del estómago, lo cual me permite mantener el equilibrio, igual que los aviones o los buques de carga. No puedo decir que el detalle me vendría mal para mi nuevo estatus de brahmán. Al menos de momento, mientras tenga que lidiar con el ascetismo que dispone Brahma para sus seguidores en este itinerario de ilusión que es la existencia en la tierra. Aunque más tarde, llegada la hora de la metempsicosis, mis planes pueden complicarse. Ciertamente no me explico cómo una gran humanidad física como la mía lograría desempaquetarse sin traumas en un ser etéreo. Una vez muerto quiero decir, durante la transmigración del alma que corresponde por ley y por destino a los brahmanes. Según los últimos cálculos, el cuerpo etéreo (entiéndase el alma, más otros pequeños órganos del espíritu), pesa unos 150 gramos. Más o menos lo que debe pesar un colibrí. No ha de ser tarea fácil para Brahma realizar semejante conversión: de más de trescientas libras a 150 gramos. ¿Cómo se las arreglaría? ¿Y si resulta que con lo muy ocupado que anda Brahma, decide encomendarle a otra entidad la misión de tan complejo desglose? Pongamos que se le ocurra asignarla a sus representantes en el infierno del Naraca. Y pongamos que éstos dispongan que para facilitar la metempsicosis, debo bajar de peso dándome baños de vapor entre sus llamas. Serían 500 años, según el código de Brahma, los que debo pasar como mínimo expuesto a los hornos del Naraca. Si por lo menos esos 500 años no fueran más que 500 años. Pero no he de perder de vista que para Brahma un solo día representa una serie de 86400000 siglos. En fin, bien pensado, tal vez necesite revaluar un tanto más juiciosamente el proyecto de convertirme en brahmán. Después de todo, no me iba tan mal queriendo salvar al mundo con el comunismo.
José Hugo Fernández, del libro “La novia del monstruo”.

La noche del pez rosado





  Cuando nos dimos cuenta ya era demasiado tarde. Las ramas del árbol, que por costumbre y hasta con cierto aire amable se recostaban contra el vidrio de la ventana, eran ahora los tentáculos de un ser repulsivo e indefinible, como si las serpientes de la cabeza de Medusa desbordaran la ventana e invadieran el cuarto en medio del espantoso chisporroteo de sonidos que rezumaban las paredes y que aquellos palpos lamían ansiosamente.
  Hacía rato ya que habíamos dejado la baraja sobre la mesa, porque cada ronda era más absurda que la anterior. Durante varios minutos evitamos mirarnos unos a otros, quizás porque el calor era insufrible. Kino sudaba a mares y aun así pretendía que Arabella y los demás aceptaran cerrar la ventana.
  —¿Qué hora es ya?
  A mí me seguía doliendo el pie. Soplaba el viento. La noche no terminaba. De hecho, parecía interminable sin remedio. Cerré los ojos, no de sueño, sino sólo por alivio. Pensé que lo mejor, quizás, hubiera sido no haber entrado nunca por esa ventana para abrir la puerta, ya que estaba rota la cerradura.