Después conoceré
cuáles fueron sus últimas reflexiones aquel día. Ella ha de confiarme que pensó
en cierta frase escrita por Baudelaire cuando tenía su misma edad, 24 años: Me
mato porque soy inútil para los demás y peligroso para mí mismo. Lo que no se
explicaba de momento, dijo, era por qué esa frase. No creía en su postulado.
Más allá del arranque de patético histrionismo que sin duda la inspiró, no
hallaba sino impudicia, apocamiento. Por esto le extrañaba recordarla en aquel
minuto, cuando estaba a punto de poner a prueba la consistencia de su caja
craneana bajo las catorce ruedas de un camión. Eso me dijo.
Día tras día,
durante más de un mes, la vi seguir el mismo recorrido. Con paso ingrávido,
dejándose llevar por la pendiente de la calle Veinticinco, caminaba hasta
Infanta y, una vez allí, rígida, inánime (como Dafne bajo la cáscara dura del
laurel), los ojos fijos en la parte alta de la avenida, aguardaba. Podía
adivinarle el cosquilleo en la boca del estómago y el estiramiento que se
producía en sus venas al ver asomar el capó, y detrás, como emergiendo del
fondo de la tierra, la colosal carrocería blanca. Era una de esas rastras
porta-contenedores con el rótulo de CUBALSE. Parecía evidente que su conductor
había conseguido medir minuciosamente los intervalos con que el semáforo
proyectaba la luz verde, pues el vehículo nunca se detuvo, ni siquiera moderó
su marcha al pasar por la esquina, junto a la muchacha. No obstante, ella lo
observaba con una intensidad tal que habría sido capaz de calcular el peso de
sus ruedas gigantescas y macizas, la crasitud de su imponente parrilla
defensiva, o la altura precisa a la que estaban situados los doble faros de
carretera. Por lo menos así lo pensé yo una de aquellas tardes, cuando,
desaparecido ya el camión por la intersección de Infanta y Veintitrés, ella
consultó su reloj, a las seis menos cuarto, igual que siempre, y se dispuso a
desandar lo andado, pisándose la sombra.