EL VAGON AMARILLO

lunes, 14 de septiembre de 2015

GUERRERO




Después conoceré cuáles fueron sus últimas reflexiones aquel día. Ella ha de confiarme que pensó en cierta frase escrita por Baudelaire cuando tenía su misma edad, 24 años: Me mato porque soy inútil para los demás y peligroso para mí mismo. Lo que no se explicaba de momento, dijo, era por qué esa frase. No creía en su postulado. Más allá del arranque de patético histrionismo que sin duda la inspiró, no hallaba sino impudicia, apocamiento. Por esto le extrañaba recordarla en aquel minuto, cuando estaba a punto de poner a prueba la consistencia de su caja craneana bajo las catorce ruedas de un camión. Eso me dijo.
Día tras día, durante más de un mes, la vi seguir el mismo recorrido. Con paso ingrávido, dejándose llevar por la pendiente de la calle Veinticinco, caminaba hasta Infanta y, una vez allí, rígida, inánime (como Dafne bajo la cáscara dura del laurel), los ojos fijos en la parte alta de la avenida, aguardaba. Podía adivinarle el cosquilleo en la boca del estómago y el estiramiento que se producía en sus venas al ver asomar el capó, y detrás, como emergiendo del fondo de la tierra, la colosal carrocería blanca. Era una de esas rastras porta-contenedores con el rótulo de CUBALSE. Parecía evidente que su conductor había conseguido medir minuciosamente los intervalos con que el semáforo proyectaba la luz verde, pues el vehículo nunca se detuvo, ni siquiera moderó su marcha al pasar por la esquina, junto a la muchacha. No obstante, ella lo observaba con una intensidad tal que habría sido capaz de calcular el peso de sus ruedas gigantescas y macizas, la crasitud de su imponente parrilla defensiva, o la altura precisa a la que estaban situados los doble faros de carretera. Por lo menos así lo pensé yo una de aquellas tardes, cuando, desaparecido ya el camión por la intersección de Infanta y Veintitrés, ella consultó su reloj, a las seis menos cuarto, igual que siempre, y se dispuso a desandar lo andado, pisándose la sombra.

Yo fui Lilith



Entre el edificio Miranda y el muro del Malecón está sólo la avenida, a cuyo borde Ariel se detiene, acaso durante cinco minutos, acaso durante cincuenta. Además de la fiebre, la fatiga le recorre el cuerpo con oleadas de vacío donde resuenan los trombones, los contrabajos y las voces que inundan de música la avenida, esa frontera.
  —¿Pero qué tú haces aquí? —exclama la muchacha que se ha detenido en la acera, estupefacta, con una macilenta embriaguez en esos ojos únicos— Te reconozco de puro milagro. ¿Qué estás haciendo?